Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¡Eh, tú, cernícalo! –masculló un vozarrón malhumorado y bronco–. ¡Ya está bien de vagancia, pues...!
»Arriba o te muelo a patadas.
Entreabrió apenas los ojos y observó idiotizado al malencarado hombretón que le coceaba por segunda vez el lomo.
–¿Qué pasa? –musitó con un hilo de voz apenas audible.
–¿Que qué pasa? –gruñó el otro roncamente–. ¡Pasa que en este barco hay mucho vago, y son siempre los mismos los que tienen que hacer todo el trabajo! ¡Si te mareas busca otro oficio porque aquí has venido a pringar, y es lo que vas a hacer en este instante...! ¡Arriba!
Lo aferró sin miramientos de una oreja y haciendo gala de unos dedos de hierro se la retorció obligándolo a alzarse para conducirlo así, entre protestas y aspavientos de dolor, hacia las escaleras.
De un empujón lo lanzó sobre cubierta.
–¡Ahí va otro!
Ni siquiera tuvo tiempo de erguirse ya que de inmediato alguien colocó ante sus ojos un cubo y un cepillo de púas, al tiempo que ordenaba secamente:
–¡Empieza a sacarle brillo al entablado o te quiebro el costillar!
En un principio no pareció entender lo que le decían, puesto que jamás había fregado nada y empleaban palabras que no estaban comprendidas en su limitadísimo vocabulario, pero en cuanto se acostumbró a la violenta luz del mediodía advirtió cómo otros tres muchachuelos se afanaban en silencio restregando de rodillas las desgastadas tablas de la vieja cubierta, lo cual le permitió comprender de inmediato que aquello era lo que tenía que hacer si pretendía que no volvieran a patearle el lomo o arrancarle una oreja.
Se aplicó por tanto a la tarea procurando mantener la cabeza lo más gacha posible para que nadie descubriese antes de tiempo que era un intruso por cuya captura se ofrecían diez monedas de oro, hasta que al atardecer acudió un tipejo mugriento y desgreñado que dejó ante sus narices un cuenco que llenó con el maloliente guiso que extraía con un sucio cucharón de una enorme cazuela renegrida.
Observó solo un instante las oscuras judías y los trozos de nabo que bailoteaban al compás de la nave sobre un líquido espeso y rancio de color indefinido, a punto estuvo de acabar de rellenarlo con su bilis, y si no lo hizo fue porque el más cercano de sus compañeros de fatigas alargó prestamente la mano apoderándose del recipiente.
–¿Qué haces? –exclamó horrorizado–. Dame eso. ¡Con el hambre que tengo...!
El cabrero tuvo que esforzarse por mirar a otra parte porque el odioso espectáculo de contemplar a alguien devorando semejante bazofia bastaba para revolverle nuevamente las tripas y clavó por tanto la vista en el azul del mar, que parecía haberse amansado en las últimas horas, y en otra nave, bastante más pequeña, que navegaba con todo su velamen al viento a no mucha distancia.
–¿Cómo te llamas? –quiso saber su vecino.
–Cienfuegos –replicó sin mirarle.
–Cienfuegos, ¿qué?
–Solo Cienfuegos.
–Eso no es un nombre. Será en todo caso un apodo. Yo me llamo Pascual. Pascualillo de Nebrija. Nunca te había visto a bordo, aunque no me extraña porque aquí todo el mundo cambia de barco como de camisa. Hoy estás en este, mañana en aquel. ¿En el fondo qué más da uno que otro? ¿De verdad no quieres comer?
–Me moriría si lo hiciera.
–Y yo si no lo hago. A mí esto de sacar brillo a las cubiertas me da un hambre de lobo, y lo cierto es que apenas he hecho otra cosa en este viaje que fregar y comer. ¡Perra vida la del grumete!
–¿La de quién?
El otro le observó ciertamente perplejo:
–La del grumete –repitió–. ¡La nuestra!
–Yo no soy grumete. Soy isleño.
–¡Tú lo que eres es tonto! –fue la espontánea respuesta–. ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? Se puede ser isleño y grumete. ¿O no?
–No lo sé. Yo siempre fui únicamente isleño y cabrero.
–¡Dios nos asista! –exclamó el chicuelo haciendo un ampuloso ademán hacia el muchacho que se sentaba a su derecha como mostrándole el extraño espécimen humano que había descubierto–. ¡Mira lo que tenemos aquí! ¡Otro genio!
–¡Demasiados para esta mierda de barco! ¿De dónde ha salido?
–Me temo que de la isla.
–¡Pues estamos buenos! Aunque al fin y al cabo, mientras friegue mejor isleño que de Toledo o Salamanca.
No entendió de qué hablaban. Se le escapaba el significado de la mitad de las palabras, ignoraba la razón de sus risas y aún le dolía terriblemente la cabeza. Lo único que deseaba era recostarse en un mamparo, cerrar los ojos y evocar el rostro de su amada, repitiéndose una y mil veces que le había prometido ir a buscarlo a Sevilla.
El sol a proa comenzaba a hundirse muy despacio en un mar ahora tranquilo y recordó cuántas veces se sentaron en la cima de un monte a observarlo en silencio esperando distinguir en la distancia el abrupto contorno de la misteriosa isla que según una vieja leyenda surgía algunas veces de las aguas, cuajada de flores y palmeras, para desaparecer de nuevo bruscamente tras mostrar a los hombres lo que fuera en su tiempo el Paraíso del que un día los expulsara un arcángel.
Resultó siempre empeño inútil, pese a que los más ancianos del lugar juraban haberla visto muchas veces, pero a él nunca le importó no verla, porque sentado allí, con la cabeza de Ingrid entre sus muslos, ningún otro Paraíso provocaba su envidia y no cabía imaginar un lugar más hermoso que el bosque en que se amaban, ni la escondida laguna en que un día se conocieron.
Cayó la noche.
Repicó una campana y se hizo un profundo silencio roto tan solo por el crujir del achacoso navío, el rumor del agua al lamer mansamente las bordas y el aislado restallar de los foques con los cambios de viento, mientras dos mortecinas luces contribuían a acentuar los contornos de las sombras del alcázar de popa, dejando en tinieblas la figura de un flaco timonel de mirada impasible.
Alguien lloraba.
Escuchó atentamente, y pese a que su agudo oído no estaba acostumbrado a los ruidos de a bordo, percibió con toda claridad el intermitente sollozar de una persona que se esforzaba por no mostrar su pena.
Se arrastró hacia el confuso bulto.
–¿Qué te ocurre? –musitó.
El rostro de Pascualillo de Nebrija se alzó muy lentamente.
–Tengo