Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa

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Cienfuegos - Alberto Vazquez-Figueroa Novelas

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que preguntarse qué podía haber visto la delicada y culta Ingrid en una criatura tan tosca y primitiva como aquella.

      Incluso él, que había recorrido media docena de países, hablaba correctamente tres idiomas y había leído más libros que la mayoría de los licenciados de su tiempo, se sentía a menudo estúpidamente tosco frente a la exquisita sensibilidad de su inteligente y cultivada esposa, por lo que le costaba admitir que pudiera interesarse ahora por una especie de simio prehistórico del que le habían contado que apenas era capaz de pronunciar un centenar de palabras inteligibles.

      Imaginarla en brazos de aquella bestia infrahumana era casi tanto como imaginarla fornicando con uno de sus dogos, y en esos momentos experimentaba unos terribles deseos de dejar escapar al pelirrojo para regresar a La Casona a descargar toda su ira y frustración sobre la auténtica culpable.

      Pero se conocía a sí mismo lo suficiente como para saber que la vida sin Ingrid no merecería ser vivida, y que gran parte de la responsabilidad de lo ocurrido era indudablemente suya, puesto que si bien se había alejado de la capital y sus peligros, refugiándose en aquella isla que estaba considerada con justicia el auténtico confín del mundo conocido con la vana esperanza de proteger el hermosísimo tesoro que se había traído de Alemania, no había caído en la cuenta de que encerrarla en la agreste soledad de La Casona y marcharse a continuación a perseguir salvajes aborígenes acarreaba a todas luces un peligro mayor que dejarla libre y sola en mitad de un refinado grupo de estúpidos cortesanos.

      Comenzó a caer la tarde.

      Comprendió que se vería en la obligación de pasar la noche a la intemperie sin tener ni la menor idea de dónde se encontraba y comprendió también que necesitaría echar mano de todo un ejército si pretendía abrigar alguna esperanza de atrapar a un escurridizo e incansable andarín que parecía conocer como la palma de la mano los más intrincados senderos de la isla y que de tanto en tanto se detenía para volver la cabeza y observarlo como invitándole a acelerar el paso y colocarle a tiro.

      Luego, cuando con la llegada de las primeras sombras se encontraban justamente en la cima de un altísimo risco de paredes cortadas a cuchillo, el muchacho dio de improviso un inconcebible salto en el aire, y aferrándose al extremo de su inseparable pértiga comenzó a descender por el precipicio con tal habilidad y rapidez que, por unos instantes, el capitán León de Luna no pudo por menos que olvidar su odio para admirar la demostración de increíble valor y prodigiosa pericia que estaba teniendo lugar ante sus ojos.

      Habían necesitado más de dos horas para llegar hasta aquel punto a base de riesgos, sudores e infinitos esfuerzos, y aunque costara aceptarlo, aquella especie de cabra enloquecida se dejaba deslizar ahora por la garrocha o volaba de uno a otro saliente para regresar al fondo del valle en cuestión de minutos.

      Desde allí alzó el rostro unos instantes y el vizconde de Teguise comprendió de improviso que todo ello respondía a un plan meticulosamente concebido, ya que el pelirrojo pastor le dejaba en la cima del abismo cuando estaba a punto de caer la noche mientras se encaminaba con paso decidido de regreso a La Casona.

      Intentó volver atrás pero muy pronto las tinieblas se apoderaron del paisaje y llegó a la conclusión de que cada paso que diera podía ser un definitivo paso en el vacío, por lo que tuvo que resignarse a tomar asiento en un repecho del farallón a rumiar en silencio su ira y su impotencia.

      Si malo era tener que pasar la noche al borde de un precipicio, y malo admitir que un muchachuelo imberbe lo había burlado tras obligarle a dar un millón de vueltas por la isla, mucho peor e insoportable resultaba tomar plena conciencia de que mientras se veía obligado a permanecer allí clavado, su enemigo acudía a reunirse con Ingrid, y tal vez muy pronto estarían haciendo el amor y burlándose de su inconmensurable estupidez.

      Esas habían sido siempre, desde luego, las intenciones de Cienfuegos, y aunque no estuviera en su ánimo burlarse del vizconde, sí lo estaba lógicamente volver a reunirse, aunque fuera por última vez, con la mujer que amaba.

      Marchó por lo tanto aprisa y sin descanso durante más de tres horas como si sus verdes ojos de gato le permitieran distinguir las piedras y accidentes del camino, y cuando un gajo de luna alumbró tímidamente el mundo, aceleró aún más la marcha para colocarse, pasada ya la medianoche, ante un caserón oscuro y silencioso, ya que los perros guardianes, apresados junto a su amo en la cima de un inaccesible acantilado, ni siquiera tenían la oportunidad de alertar a los criados ante la presencia del intruso.

      Observó el alto muro que rodeaba la severa mansión de piedra roja, y tras tomar carrerilla clavó la pértiga en el suelo y se elevó en el aire para aterrizar en silencio y con matemática precisión sobre una almena. Desde allí, agazapado, estudió las puertas y ventanas, preguntándose cómo sería por dentro un edificio tan inmenso y en cuál de aquellas enormes estancias se encontraría la persona que buscaba.

      Resultó inútil; para el ignorante cabrero, un palacio como aquel era un lugar complejo y misterioso, y ni tan siquiera concebía cómo podía encontrarse distribuido su interior, por lo que dejó transcurrir más de una hora absolutamente desconcertado, hasta que por último decidió hacer lo único que sabía hacer bien en este mundo, optando por lanzar un estridente y prolongado silbido.

      Al poco se escucharon llamadas y voces de alarma, se encendieron luces y varios criados hicieron su aparición en el amplio patio portando antorchas, mientras dos o tres mujeres se asomaban a las ventanas inquiriendo las razones de semejante escándalo.

      Aplastado contra el muro, el muchachuelo no perdía detalle de cuanto ocurría a su alrededor, permaneciendo muy quieto y totalmente invisible desde abajo hasta que la calma pareció retornar al caserón, los hombres volvieron a sus camas y las luces se apagaron.

      Aguardó paciente.

      Por último, en el balcón central hizo su aparición la inconfundible silueta de la vizcondesa de Teguise, que atisbó hacia la noche.

      Minutos después hacían el amor sobre una inmensa alfombra, ya que Cienfuegos, que jamás había dormido en una cama, se sentía terriblemente inquieto, desasosegado e ineficaz entre las sábanas.

      Cerca ya del amanecer ella le miró a los ojos, le besó con todo el amor que fue capaz de poner en sus labios y musitó dificultosamente una frase que resultó evidente que había estado memorizando durante todo el día:

      –Vete de la isla o León te matará.

      –¿Irme? –repitió el pelirrojo desconcertado–. ¿A dónde?

      –A Sevilla.

      –¿Sevilla? ¿Qué es eso?

      –Una ciudad –replicó la alemana en un castellano tan estrambótico que costaba un supremo esfuerzo descifrarlo–. Vete a Sevilla. Yo te buscaré allí. –Lo empujó hacia el balcón por el que comenzaba a penetrar la primera claridad del alba–. ¡Vete! –insistió–. ¡Pronto!

      Se besaron de nuevo y él se dejó deslizar por la pértiga para dar luego una corta carrera, salvar limpiamente el muro y perderse de vista entre los árboles seguido por la mirada de una mujer que le doblaba casi en edad y de la que le separaba absolutamente todo en este mundo, pero que se encontraba convencida de que su vida lejos de aquel hombre-niño de ojos verdes y larga melena de reflejos cobrizos carecía por completo de importancia.

      Pasó el día en la cima de un acantilado que caía a pico sobre el mar, observando a unos hombres que en la lejana bahía se atareaban yendo y viniendo

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