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–¡Arriba, carajo! Esta mañana la «Marigalante» tiene que brillar como un espejo.
Le patearon las piernas con aquella costumbre al parecer inseparable de los hombres de a bordo, y lanzando un leve gruñido se esforzó por regresar del maravilloso mundo en que había pasado la noche para adaptarse al hecho de que aún se encontraba a bordo de aquella cochambrosa reliquia pestilente.
Observó al anciano que continuaba recostado en el palo y que le miraba a su vez con ojos enrojecidos, e inquirió:
–¿Quién es la «Marigalante»?
El otro pareció desconcertado y tardó en responder:
–¿Quién va a ser...? El barco.
–¡Ah! –le miró fijamente–. ¿Por qué aseguraba anoche que pronto moriremos? –quiso saber.
–Porque moriremos pronto. –Señaló hacia proa–. ¿Ves algo?
Cienfuegos se alzó levemente, atisbó el horizonte y por último negó con un gesto.
–Solo agua.
–No durará mucho –replicó el viejo al tiempo que se ponía pesadamente en pie y comenzaba a descender hacia la cubierta central–. Puedes jurarlo; no durará mucho.
El isleño se limitó a guardar silencio puesto que empezaba a perder toda esperanza de entender a aquellos extraños individuos de las aguas profundas, ya que resultaba evidente que hablaban un idioma que nada tenía que ver con el que a él le habían enseñado, y lo único que quedaba claro era que le habían colocado nuevamente un cubo y un cepillo en las manos y nadie le prestaría la más mínima atención mientras se mantuviera cabizbajo y de rodillas restregando viejas tablas en lo que parecía un absurdo intento de desgastarlas más aún de lo que ya lo estaban.
El sol se encontraba muy alto sobre popa cuando pasó nuevamente el mugriento cocinero ofreciendo sus hediondos cuencos de bazofia, y aunque en un principio decidió rechazarlo, Pascualillo de Nebrija le hizo imperiosos gestos indicándole que se lo guardara para acudir de inmediato a tomar asiento a su lado aprovechando aquellos cortos minutos de descanso.
–¡Estás loco! –le espetó–. Nunca rechaces la comida. Si tú no la quieres, otros la aprovecharán. Yo, por ejemplo.
–Es una porquería.
–¿Porquería? –se asombró el chiquillo–. Es lo mejor que he comido nunca. ¿Qué sueles comer tú?
–Leche, queso y frutas...
–Pues vas de culo porque a bordo no hay de eso. Al menos, no para los grumetes.
–¿Y cuándo llegaremos a Sevilla?
El rapazuelo, que devoraba ávidamente su segunda ración de judías, se detuvo un instante y le observó perplejo.
–¿A Sevilla? –repitió confuso–. Supongo que nunca. No vamos a Sevilla.
Cienfuegos permaneció como desconcertado, incapaz de asimilar lo que acababan de decirle, y por último inquirió tímidamente:
–¿Y si no vamos a Sevilla, adónde vamos?
El rapazuelo dudó unos segundos, se encogió de hombros, le devolvió la escudilla vacía y se alejó gateando hacia su cubo y su cepillo.
–¡A ninguna parte! –replicó indiferente–. Lo más probable es que mañana estemos muertos.
Lo dejó allí, sentado en el suelo, con el cerebro en blanco y anonadado por el hecho de que todos a bordo pareciesen compartir aquel negro presagio de desgracias, hasta que advirtió cómo un hombre de mediana edad, agradable aspecto, espesa barba y ojos vivos se acuclillaba frente a él para observarlo con extraña atención.
–¿Te ocurre algo, hijo? –inquirió con un extraño acento.
Asintió levemente.
–¿Por qué dicen todos que mañana estaremos muertos?
–Porque son unos bestias. –Le golpeó animosamente la rodilla–. ¡No les hagas caso! –señaló–. No saben de qué hablan.
–¿Cuándo llegaremos a Sevilla?
–No vamos a Sevilla.
–¿Y adónde vamos entonces?
–Al Cipango.
–¿Qué es eso?
–Un país muy grande, muy rico y muy hermoso en el que todo el mundo es feliz y las casas están hechas de oro. –Sonrió levemente–. Al menos eso dicen.
–¿Y queda lejos?
–Muy lejos. Pero nosotros lo encontraremos.
–¿Está lejos de Sevilla?
–Mucho.
–Pero yo voy a Sevilla.
–Mal rumbo escogiste entonces puesto que navegamos en dirección opuesta. ¿De dónde eres?
–De la isla.
–¿Qué isla? ¿La Gomera? –Ante el mudo gesto de asentimiento dejó escapar un leve silbido de admiración y sorpresa–. ¡Dios bendito! –exclamó–. No me digas que te embarcaste de polizón en La Gomera con intención de ir a Sevilla.
–Así es, señor.
–Pues sí que has tenido mala suerte, puesto que navegamos hacia el Oeste en busca de una nueva ruta hacia el Cipango.
–Al Oeste no hay nada.
–¿Quién lo dice?
–Todos. Todo el mundo sabe que La Gomera y El Hierro son el confín del universo.
–Pues las hemos perdido de vista hace dos días y el universo continúa.
–Solo agua.
–Y cielo, y viento, y nubes... Y delfines que llegan de muy lejos... ¿Por qué no puede haber tierra al Oeste? –Le golpeó de nuevo la pierna como intentando darle ánimos y sonrió ampliamente–. No dejes que te asusten –concluyó–. Tienes aspecto de ser un muchacho valiente.
Se irguió dispuesto al parecer a regresar al castillo de popa, pero Cienfuegos lo retuvo con un gesto.
–¿No piensa castigarme? –quiso saber.
–¿Por qué?
–Por