Historia de la locura en Colombia. Ricardo Silva Moreno
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Era un país de víctimas presidido por víctimas: Gaviria recogió las banderas de un candidato asesinado, Samper recibió trece disparos en el cuerpo, en un atentado contra el líder de la UP José Antequera, antes de llegar a la presidencia, y Pastrana fue secuestrado por la gente de Escobar diez años antes de ganar las elecciones presidenciales. Pero los colombianos que dejaron las armas antes de que fuera demasiado tarde, gente como Antonio Navarro o Gustavo Petro, consiguieron hacer una carrera brillante en lo público. Y, mientras miles de políticos saltaban de los barcos de los partidos tradicionales y montaban sus propios partidos para no ser asociados con la corrupción, ni con la guerra, ni con el narcotráfico, crecía y crecía aquella ciudadanía independiente.
Gracias a la Constitución de 1991, que llamaba a la democracia participativa antes de que esto se fuera por el despeñadero, se dieron movimientos políticos que un colombiano de los cincuenta no habría osado imaginar. Gracias a la Constitución de 1991 los colombianos se libraron de la esclavitud del bipartidismo: aquí ya no se nacía liberal o conservador, y ya no se era una u otra cosa por tradición, y el individuo no venía al mundo con el carné político atado al cordón umbilical. Aquella ciudadanía podía hallar al fin políticos irrepetibles e imaginativos que sólo le rindieran cuentas a sus conciencias. Y fue así como los bogotanos eligieron de alcalde a un descendiente de lituanos, exrector de la Universidad Nacional, llamado Antanas Mockus.
Y fue así, en 1994, como Mockus empezó esa forma de hacer política como la haría un ciudadano.
IX. REFUNDACIÓN DE LA PATRIA O CATÁSTROFE
Después de todo pacto de paz ocurre una pequeña guerra. Pero luego de la Constitución de 1991, que fue un acuerdo lleno de coraje, el conflicto armado interno dejó de ser una tormenta para ser un vendaval. Los que habían quedado por fuera de la constituyente, las Farc, el ELN, las autodefensas, los terratenientes reaccionarios, los poderes regionales que veían amenazados sus feudos, las manos negras que sentían la muerte cuando veían a la izquierda sacudirse su pasado, siguieron haciendo todo lo posible para que el campo colombiano –que ya no era cafetero, sino cocalero– siguiera pareciendo el Lejano Oeste. Era una reacción, claro que sí, pero sobre todo una realidad que siempre había estado allí. Cuando una democracia se juega su suerte por abrirse, para que entren sus renegados y sus viejos enemigos, viene la furia de los que se han venido sintiendo sus dueños. Pero lo cierto es que, fuera como fuere, la mancha de la guerra venía expandiéndose y tomándose el mapa colombiano.
Si en algo podemos ponernos de acuerdo es que una guerrilla de sesenta años sólo puede prosperar en una sociedad que no ha conseguido serlo.
Y en que si a finales de los ochenta había habido un recrudecimiento de la violencia por culpa del narcoterrorismo, que llevó la Violencia a las ciudades, y de las manos negras que exterminaron a la Unión Patriótica, en los noventa esto fue el infierno.
Según la investigación del Centro Nacional de Memoria Histórica, titulada, con el grito atragantado, ¡Basta ya!, en las últimas décadas los frentes guerrilleros llevaron a cabo 24 482 secuestros, 3900 asesinatos, 343 masacres, 4000 reclutamientos de niños, 854 ataques a poblaciones; los bloques paramilitares llevaron a cabo 8902 asesinatos, 1166 masacres, mil reclutamientos de niños, 371 torturas; las tropas del ejército llevaron a cabo 2399 asesinatos, 182 ataques a bienes civiles y 158 masacres. Se ha dicho que las víctimas son muchas más. Se ha estado insistiendo, desde los medios, en una espeluznante cifra de muertos que no para de crecer: de 218 094 a 262 197. Se ha llegado a asegurar, desde la Fiscalía, que las autodefensas dejaron más de 400 000 víctimas. Se ha retratado el horror: los abortos forzados por los guerrilleros, las 31 modalidades de tortura de las autodefensas, los degollados pudriéndose al sol en la cancha de básquet de El Salado, las 875 437 víctimas de violencia sexual que a duras penas se han atrevido a ir a la justicia, los paramilitares que jugaron fútbol con las cabezas de sus víctimas, las mujeres subyugadas, los campos de concentración en los que las Farc encerraban a las personas que llegaron a tener secuestradas durante dieciséis o diecisiete o dieciocho años.
Dígame si usted recuerda, en la historia de la crueldad humana, una tortura semejante.
Fue el presidente Pastrana quien desde el principio de su Gobierno, mientras llevaba a cabo sus bienintencionadas y fallidas negociaciones de paz con las Farc, acudió a los Estados Unidos del presidente Clinton para proponerles un Plan Marshall –aquel plan para la reconstrucción de Europa después de la Segunda Guerra– para la reparación de Colombia: «Un conjunto de proyectos de desarrollo alternativo que canalizarían los esfuerzos de las organizaciones multilaterales y Gobiernos extranjeros hacia la sociedad colombiana…». De 2001 a 2016, Estados Unidos invirtió 9940 millones de dólares «en asistencia militar e institucional». Y el plan resultó ser, fundamentalmente, una estrategia para reducir la guerra contra las drogas «a sus justas proporciones».
Para evitar que las guerrillas y las autodefensas y las bandas criminales, que financiaban sus reivindicaciones del pueblo y sus refundaciones de la patria con hectáreas de coca, terminaran quedándose con todo.
Era un nombre cabal «el Plan Colombia»: quedaba claro de una buena vez que este país se llama Colombia porque tiene pretensiones de continente pero manías de colonia.
Y, sin embargo, habría que decir que pronunciarlo produce escalofríos porque –a cambio de contener la Violencia que seguía creciendo como una bola de sangre– abrió un nuevo capítulo del horror nacional. La sociedad entera, que a regañadientes le estaba dando una última oportunidad a las negociaciones de paz que habían empezado y terminado y empezado y terminado durante los últimos veinte años, tuvo en común el odio contra las obtusas Farc cuando Pastrana se cansó de los engaños de sus interlocutores y rompió los diálogos de paz en la recta final de su Gobierno: fue ese hartazgo por los secuestros, por las extorsiones, por las intimidaciones, por las versiones de la guerrilla, lo que en agosto de 2002 llevó al poder al vaticinado Álvaro Uribe Vélez.
La desilusionada, descorazonada, desolada Colombia, en ese entonces un país de unos cuarenta millones de personas, no daba más. Y, como suele suceder cuando una sociedad es traicionada una y otra vez por sus políticos hasta que ya no se cree el cuento aquel de que «tenemos los líderes que nos merecemos», el electorado terminó decidiéndose por el populismo reaccionario. Según las encuestas, en enero de 2002 era clarísimo que el liberal Horacio Serpa le iba a ganar la presidencia a la conservadora Noemí Sanín por un buen margen, pero, apenas se dio la noticia de la ruptura del diálogo con las Farc, miles, cientos de miles, millones de personas empezaron a seguir al astuto e inclemente Uribe Vélez de tal modo que el domingo 26 de mayo –avalado por el movimiento Primero Colombia y con una altísima votación de 5 862 655– se quedó con la presidencia en la primera vuelta. Y se selló, así, el fin del bipartidismo.
No es que el exliberal Uribe Vélez fuera un aparecido en la escena política, no, su disciplina de trabajo, su vehemencia y su impaciencia con las formas democráticas habían dejado un rastro de controversias en la Alcaldía de Medellín, en la Aeronáutica Civil, en el Congreso de la República y en la Gobernación de Antioquia. Pero la verdad es que la gente votó por él porque se resistía a jugarles el juego a los desprestigiados partidos, porque era el candidato que señalaba a las Farc, porque parecía un hombre nuevo que se negaba a hablar con eufemismos. Podría decirse que, aun cuando varios de los caciques de siempre se fueron subiendo al bus de la victoria, Uribe derrotó a las aceitadas maquinarias del liberalismo y el conservatismo gracias a la ayuda de un abrumador «voto de opinión».
Hubo normalidades y buenas intenciones en su Gobierno como ha sucedido en todos –hubo