Historia de la locura en Colombia. Ricardo Silva Moreno

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Historia de la locura en Colombia - Ricardo Silva Moreno

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      El del general Rojas Pinilla fue un Gobierno conservador con ministros conservadores y fue una tregua y un saqueo hasta que resultó ser otra dictadura en aquella Guerra Fría que la Colombia antisoviética se sentía peleando al lado de los Estados Unidos de América. Hubo amnistías para las guerrillas y hubo desbandadas de las policías políticas. Ciertos exiliados regresaron. Ciertas familias sintieron verdadero alivio. Pero un año después ya era clarísimo que el país estaba en manos de una tiranía. El miércoles 9 de junio de 1954 fueron asesinados, ni más ni menos que por el Batallón Colombia, trece de los cientos de estudiantes que protestaban por el crimen de un compañero que protestaba el día anterior. El Siglo, El Espectador y El Tiempo fueron hostigados desde el principio, censurados el sábado 6 de marzo de 1954 y clausurados el miércoles 3 de agosto de 1955. Se persiguió a los protestantes y a los protestadores. Se persiguió a los comunistas.

      Empezó a hablarse de reelección y a ensalzarse «el binomio» del pueblo y las fuerzas militares.

      Y en la tarde bogotana del domingo 5 de febrero de aquel 1955, en las gradas de la Plaza de Toros de la Santamaría, un montón de agentes del servicio de inteligencia del Gobierno –disfrazados de taurófilos enruanados y de cachacos de bota– se dedicaron a patear y a desnucar y a dispararles a todos los que se habían atrevido a abuchear y a chiflar a la hija del dictador en la corrida del domingo anterior: era, una vez más, el espectáculo brutal de Colombia.

      Diecisiete meses después, Santos Montejo, López Pumarejo, Gómez Castro, Lleras Camargo y Ospina Pérez, estaban plenamente de acuerdo en que Rojas Pinilla tenía que irse por usurpador y por refundador y por déspota. El martes 24 de julio de 1956 firmaron en la España franquista, frente al mar Mediterráneo, un pacto de paz que luego –con el apoyo de los curas, los comerciantes, los banqueros, los estudiantes y los militares– terminó llamándose el Frente Nacional: después de un siglo de dantescas guerras civiles, convertidas la sangre y la tortura en ritos de la Colombia confesional, el Partido Liberal y el Partido Conservador pactaban un Gobierno conjunto y equitativo durante cuatro periodos. Era una buena noticia y era demasiado tarde.

      La reflexión sobre la Historia, entendida como el relato de los cuerpos que se hacen conscientes de los espíritus hasta el punto de narrarlos, o como el desarrollo social que tarde o temprano conduce a la lucha de clases, o como la perenne puesta en escena de la tragedia humana que guarda la ilusión de que algún día sea la comedia, condujo a las teorías y a las prácticas comunistas a mediados del siglo XIX: la superación de la propiedad privada y de las clases y del Estado, señales de una ley de la selva que no cesa, que tarde o temprano acaba bajo la vigilancia implacable de los fanáticos y de los vivos de turno. Se habló en todo el mundo del colectivismo primitivo, del «todo es común entre amigos» que imaginaba Platón, de la igualdad espartana, de la «Conspiración de los iguales» perdida en la Revolución francesa, del socialismo utópico de 1835, del anarquismo, pero sobre todo, desde 1847, se habló de comunismo.

      De Marx y de Engels. De las cuatro Internacionales Comunistas que, de 1866 a 1963, reunieron a millones de sindicalistas y de partidarios de la clase trabajadora. De cómo la primera revolución marxista que consiguió llevarse a cabo, la Revolución rusa de 1917, había tenido que darse en un país campesino que no conseguía dejar atrás el feudalismo. De cómo el viejo territorio de los zares, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, se convirtió en una potencia mundial burocratizada e industrializada después de la Segunda Guerra Mundial. De cómo en plena Guerra Fría, en pleno pulso de los soviéticos con los gringos por el dominio del globo, fueron fortaleciéndose los partidos comunistas en Europa del Este, en China, en Corea del Norte, en Vietnam, en Cuba.

      En Colombia siempre se le temió a la palabra como a un aullido: «Comunismo…». Desde los primeros tiempos de la república, los artesanos se enfrentaron a los librecambistas –y fallaron– en el empeño de conseguir una industria que abasteciera el mercado interno sin asistencia extranjera. Cuando se creó la Sociedad Democrática de Artesanos, en 1847, más como un cuerpo de apoyo leal a la Nueva Granada que como una agremiación con conciencia revolucionaria, de inmediato se les recibió en ciertos despachos de las oligarquías de los dos partidos como un caballo de Troya que los judíos querían entrar en la patria católica. Pronto, cuando contaba ya con cuatro mil miembros, la Sociedad Democrática fue clave para la llegada de José Hilario López a la presidencia.

      Y desde esos días quedó clarísimo que en estas tierras virulentas, jerarquizadas desde la cuna hasta la tumba, las batallas políticas entre los jefes liberales y los jefes conservadores serían aplazadas siempre que el artesanado –«la chusma», se decía– se atreviera a anhelar un poder que reivindicara las luchas de los trabajadores. Ciertos periódicos enemigos del primer lopismo, como El Día o La Civilización, se dedicaron a convertir la palabra «comunismo» en sinónimo de «delincuencia»: El Día llegó a referirse a un robo como «una sesión práctica de socialismo». Y es evidente que se eligió al doctor José Raimundo Russi, uno de los jefes del movimiento popular, como el chivo expiatorio a sepultar enfrente de todos: La Civilización llegó a llamarlo «uno de los más ardientes apóstoles del socialismo i a cuya elocuencia se debe en parte la propagación de esta doctrina».

      En apenas unas semanas, desde finales de abril hasta finales de julio de 1851, el doctor Russi fue perseguido, acusado, juzgado en un juicio exprés conducido por un tribunal inventado para la ocasión, condenado y fusilado enfrente de todos en la Plaza de Bolívar por un asesinato que no habría podido cometer: desde entonces se ha hablado, en las callecitas de La Candelaria, de un fantasma que va por ahí reclamando justicia en un país que se traga vivos a todos los que se atrevan a inclinarse a la izquierda.

      Las sociedades artesanales del país, apenas escuchadas por los políticos en los días de las elecciones, se pasaron las décadas que siguieron de protesta reprimida en protesta reprimida, de desilusión en desilusión. Los Estados Unidos de Colombia no fueron capaces de cambiar. Y –tal como lo denunció en 1866, en el periódico La Prensa, el escritor artesano Manuel Barrera– se volvió lo común que los aristócratas supuestos apodaran «enruanados», «manetas», «guaches», «talabarteros», «indios», «zambos», con un desprecio que muchas veces era su único poder, a «las personas del pueblo» que no consideraran de su nivel. Vino una era en voz baja. Tanto el imperio de la Regeneración, como las guerras civiles que abordaron los ricos y los pobres en el paso del siglo XIX al siglo XX, consiguieron que poco se escuchara la palabra «comunismo».

      Por un rato se temió menos al color rojo. El viernes 21 de diciembre de 1917 los maquinistas de La Dorada entraron en una huelga que el diario El Tiempo elogió por haberse llevado a cabo «sin un solo acto de violencia, sin una sombra de amotinamiento, con la serenidad que hubiera precedido al más culto de los pueblos». Pero, aunque a los dueños de siempre les disgustara tanto, la industrialización del país trajo consigo a una clase obrera que empezó a pedir mejores tratos. Y desde entonces, a la caza siempre de revoluciones que jamás iban a darse, hubo cientos de persecuciones estatales a supuestos anarquistas y cientos de manifestaciones aplacadas por ejércitos al servicio de empresarios sin piedad. Fue en ese clima adverso en donde apareció, en diciembre de 1926, el Partido Socialista Revolucionario que cargó a cuestas la primera líder colombiana: la corajuda María Cano. Pero muy pronto la masacre de las bananeras volvió a dejar en claro, en 1928, cuál era el precio de la protesta social aquí en Colombia.

      Nunca cesó el esfuerzo de esa minoría ilustrada de convencer a un pueblo lleno de renegados e hijos ilegítimos de la necesidad de buscarse una sociedad que no le temiera al socialismo como a un monstruo de la infancia. El estudiante Gonzalo Bravo fue asesinado en aquella primera manifestación estudiantil, del sábado 8 de junio de 1929, que quería impedir e impidió el nombramiento

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