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en la República de la Nueva Granada en la que se volvieron frecuentes los pretextos para las guerras civiles. Por convertir los colegios en conventos en 1838. Por negar a las regiones y a sus caciques en 1839. Por aplazar en 1840 y por seguir aplazando en 1850 todo lo que tuviera que ver con Panamá. Por imponer en la Constitución de 1853 medidas demasiado liberales –fue en el Gobierno del cejijunto José Hilario López– como la abolición de la esclavitud, la expulsión de los jesuitas, el fin de la pena de muerte, el juicio por jurados, el voto popular, la libertad religiosa y la libertad de la prensa. Por darle un golpe de Estado al presidente caucano y liberal y perseguido José María Obando, hijo ilegítimo de Iragorri y enemigo del dictatorial Bolívar, en 1854: 4000 neogranadinos murieron en ese país habituado al desangre e inauguraron las estadísticas de este genocidio.

      La República de la Nueva Granada fue remplazada por la Confederación Granadina en el eterno intento de contener los desmanes que habían traído tanto el pulso entre el federalismo y el centralismo como la pregunta de hasta qué habitación debía intervenir la Iglesia en la sociedad neogranadina. La Confederación logró, aunque «logró» quizás no sea la palabra, que las guerras civiles fueran guerras localizadas, pero no siempre consiguió que los conservadores derrotaran a los liberales. Y, cuando el presidente conservador Mariano Ospina Rodríguez quiso que el Gobierno central recuperara algo del poder cedido, el gobernador caucano Tomás Cipriano de Mosquera lideró un levantamiento liberal que condujo a una guerra general –«por las soberanías», se ha dicho– que duró un poco más de dos años y miles y miles de muertos.

      Con la victoria de los liberales vino un país en plural, sí, un archipiélago: los Estados Unidos de Colombia.

      Desde su propio nombre aseguraba que era una suma de países que no había comenzado por la Conquista sino por el Descubrimiento. En un giro típico de estos parajes, en los que se habla del horror en pasado a ver si deja de pasar, fue de la bandera tricolor de bandas verticales de las revoluciones a la bandera tricolor de bandas horizontales de los estados apaciguados, que es la bandera de Colombia: el amarillo es el tesoro de la tierra, el azul es la riqueza de los mares y el rojo es la sangre de los héroes y de los villanos. Y se expidió desde Rionegro, Antioquia, una nueva Constitución –sí– que dio origen a una era de liberales implacables que suele llamarse la era del Olimpo Radical: veinte años de estados soberanos, de libertades individuales, de educaciones laicas, de autoridad parlamentaria, de curas echados a patadas.

      Puede ser que este pulso cruento, entre clericales y anticlericales, se encuentre en la base de nuestra locura. Caudillos lúcidos y demenciales como Tomás Cipriano de Mosquera, José Hilario López y José María Obando, que en las últimas décadas habían estado comandando las batallas para imponer el liberalismo en los Estados Unidos de Colombia, pertenecían a la federalista e irreligiosa logia masónica. Y, sin embargo, el poder mundano de los jerarcas de la Iglesia católica y de los godos –que así fueron llamados los españoles por los musulmanes en el Siglo de Oro y así fueron llamados los defensores de España por liberales e independentistas– seguía dando caciques políticos y seguía produciendo una fuerza popular que no se podía tapar con un dedo.

      En los Estados Unidos de Colombia hubo leyes liberales para un mundo que, habitado por 2 951 323 almas de Dios y cientos de miles de fantasmas, a duras penas salía del feudalismo. Se creó la Universidad Nacional de Colombia y se expandieron las comunicaciones. Pero también sucedieron un reguero de elecciones presidenciales y una cadena de cuarenta guerras civiles que fueron a dar –en 1876– a una confrontación dantesca entre las fuerzas liberales y un alzamiento de clérigos y oficiales y guerrilleros conservadores. Triunfaron al final las fuerzas gubernamentales. Y el general Julián Trujillo Largacha, que llegó a la presidencia como un popularísimo héroe de guerra, desterró a los obispos de Medellín, de Pasto, de Popayán y de Santa Fe de Antioquia por haber empujado e incendiado el levantamiento godo.

      Fue en la posesión del liberal moderado Trujillo, el lunes 1º de abril de 1878, cuando el presidente del Congreso pronunció una sentencia con vocación de profecía que hasta hoy sigue siendo una estrategia digna de El príncipe: «El país se promete de vos, señor, una política diferente, porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este preciso dilema –dijo el enfermizo e hipocondríaco Rafael Núñez, otro liberal moderado en ese entonces, antes de tomarse el poder–: regeneración administrativa fundamental o catástrofe». Se trataba de declarar oficialmente el desastre, que basta echar una mirada para verlo, en busca de la refundación de la patria. Se trataba de señalar el incendio para ofrecerse de bombero. Era ahora o nunca si la idea era evitar el regreso a la presidencia del Olimpo Radical.

      Y así, en los dos años que vinieron, el liberalismo moderado terminó convertido en el movimiento regenerador. Y el pálido e incontinente de Núñez fue, en 1880, el presidente que siguió.

      Fue la Regeneración liderada por Rafael Núñez la que consiguió que este país se llamara Colombia, la República de Colombia, por siempre y para siempre. Tanto en Ecuador como en Venezuela muchos patriotas de buena memoria sintieron –y además lo dijeron– que era una afrenta y una bajeza quedarse definitivamente con un nombre que había querido ser el nombre de todo un continente, pero el debate se fue desvaneciendo en las pesadillas diarias de la región. Núñez se fue encorvando y empequeñeciendo y exasperando, por culpa de todos sus males, en el par de décadas que gobernó estas tierras. Su proyecto regenerador, que volvió a una nación de naciones cosidas por la fe, resultó ser el único remedio que le hizo efecto.

      La Regeneración de Núñez recreó el Estado centralista, proteccionista, todopoderoso, confesional, que los liberales radicales habían tratado de desterrar, pero que era una cultura que estaba cumpliendo siglos y siglos. Vino otra guerra civil reticente al principio y siniestra al final, de 1884 a 1885, pues los estados soberanos del liberalismo se negaban a quedarse mudos y a encoger los hombros mientras el Gobierno acababa con años de luchas por las libertades. Sin embargo, tras la apocalíptica batalla de La Humareda, en El Banco, Magdalena, y con el apoyo de los conservadores y de los gobiernistas de turno –que el gobiernista ha sido, en realidad, el partido más sólido de la democracia colombiana–, el proyecto de Núñez se convirtió en la realidad del país.

      Espantado igual que siempre por las ovaciones de su pueblo, forzado por las voces que lo aclamaban y lo beatificaban desde la calle, el presidente Núñez salió al balcón del palacio de Gobierno a pronunciar una sentencia de muerte: «La Constitución de Rionegro ha dejado de existir –le dijo a aquella multitud–: sus páginas manchadas han sido quemadas entre las llamas de la Humareda».

      Colombia ya no iba a ser el experimento de los liberales, sino la sociedad de Dios, espeluznante y monárquica, que había sido desde antes de los embelecos románticos e independentistas. Desde ese momento sería el presidente de la república quien los nombraría a todos, a los alcaldes y a los gobernadores, desde las lejanas y frías lomas de Bogotá. A partir de esa victoria sería «evidente el predominio de las creencias católicas en el pueblo colombiano», advirtió. Luego lanzó una maldición: «Toda acción del Gobierno que pretenda contradecir ese hecho elemental, encallará», vaticinó. Y muy pronto se le devolvieron a la Iglesia sus privilegios y sus tierras y su dominio absoluto sobre la educación –y la vida íntima y la doble moral– de los colombianos.

      Resultó ser el hispánico y católico y gramático Miguel Antonio Caro, que fue vicepresidente en 1892 y presidente en 1894 en nombre del Partido Nacional de Núñez, quien despojó de sus libertades al Estado fuerte que perseguía el movimiento regenerador. En la Constitución Política de la República de Colombia de 1886, que él mismo redactó, no sólo se advierte que «la nación colombiana se reconstituye en forma de república unitaria», sino que lo hace «en nombre de Dios, fuente suprema de toda autoridad», porque sólo el catolicismo

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