Historia de la locura en Colombia. Ricardo Silva Moreno

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Historia de la locura en Colombia - Ricardo Silva Moreno

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presidente Caro refundó el país como si «Colombia» ya no significara «la tierra que entró a la Historia de Occidente por obra y gracia de Colón» sino «la nación fundada por el catolicismo en español». Su Constitución de 1886 dio paso al estado de sitio como modo de Gobierno, a la represión, a la censura, a la sociedad silenciosa, de campanarios, obligada a vivir de puertas para adentro hasta padecer su propio trastorno de identidad disociativo. Su Gobierno exacerbó el miedo patológico que el establecimiento –y sus agradecidos siervos– les tenían a las manifestaciones socialistas desde las protestas de los artesanos a mediados del siglo XIX: «El ideal comunista es un ideal falso y absurdo, como hijo, al fin, de la envidia», declaró Caro, «el socialismo cristiano, que procura ensanchar la esfera de la propiedad gratuita, es un ideal generoso y científico, hijo de la caridad».

      Así fue. La Regeneración, temerosa de la lucha creciente de las clases, estableció un imperio solemne y grave que remplazó el criterio de la solidaridad por el criterio de la caridad. Y, harto de las revoluciones fallidas de las últimas décadas, hizo regresar al país a un hispanismo que sin embargo no renegaba de la independencia ni de la figura mesiánica de Simón Bolívar: «¡Libertador! Delante / de esa efigie de bronce nadie pudo / pasar sin que a otra esfera se levante, / y te llore, y te cante, / con pasmo religioso, en himno mudo», escribió el señor Caro, en su oda «A la estatua del Libertador», como si quisiera dejar en claro que su República de Colombia era también la nación hispánica que Dios le había susurrado a Bolívar. El país fue asumiendo esa visión que exacerbaba el delirio y el abuso religioso, y que los aliviaba al mismo tiempo, pero no sucedió sin violencia.

      El martes 22 de enero de 1895, unas semanas después de la muerte del Regenerador Núñez, el jefe francés de la nueva Policía Nacional –el cándido monsieur Gilibert– frustró un golpe de Estado contra esa presidencia que se había conferido la facultad de detener a sus enemigos sin juicio previo. El viernes 15 de marzo los ejércitos del Gobierno liderados por el general Rafael Reyes derrotaron a las tropas liberales en una nueva guerra civil que duró un poco más de dos meses y que dejó un río de cadáveres. Hubo entonces unos pocos días de tregua. Pero cuatro años después, luego de escarceos y de conspiraciones para tumbar al Partido Nacional antes de que se lo tomara todo e impusiera su centralismo anacrónico, empezó esa brutal Guerra de los Mil Días que fue una pesadilla enfrente de todos.

      Las guerrillas liberales, lideradas por caudillos como Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, apoyadas por combatientes venezolanos que no soportaban las ínfulas de los nacionalistas colombianos, se alzaron contra los déspotas persecutores en Santander, en Cauca, en Tolima, en Panamá. Y, tras un año de enfrentamientos descarnados y feroces, el partido de Gobierno no soportó más los embates de la guerra civil. Y los conservadores implacables, que no se sentían del todo cómodos con los postulados de la Regeneración, pues eran un problema para los negocios, pero que apoyaban sin titubeos al ejército nacional, no sólo se tomaron la presidencia con argucias –con José Manuel Marroquín a la cabeza–, sino que se lanzaron a la defensa del país hasta quedárselo.

      Cuando se firmó la paz en el acorazado USS Wisconsin, realmente la derrota de las desquiciadas filas liberales a manos de los monolíticos ejércitos conservadores, la República de Colombia era un camposanto: doscientos mil muertos, doscientos mil huérfanos, doscientas mil familias atragantadas e insomnes en un país de –por mucho– unos cuatro millones de personas. Empezaba, además, el siglo XX.

      El siglo XX fue el siglo de la decadencia de la razón, el siglo de la vergüenza humana, el siglo que dejó en claro, por si acaso quedaba alguna duda, que el hombre es el único ser de la creación que no le ha servido de nada a la naturaleza. Este país, que desde su nombre estaba poniendo en claro que ya no tenía que ser España pero que sentía una profunda nostalgia de los días en los que era una colonia, comenzó su siglo XX el martes 3 de noviembre de 1903. Quizás lo empezó a vivir el viernes 6, pues fue sólo hasta entonces cuando se supo en Bogotá la noticia de que un puñado de líderes panameños cansados del infierno –y apoyados por aquel Gobierno gringo, perdonavidas e impaciente, que necesitaba construir un canal interoceánico– habían constituido una República de Panamá independiente de la República de Colombia. De nada habían valido las misiones diplomáticas del Gobierno ni las bravuconadas del Congreso colombiano.

      Dos semanas después, diecisiete países de la Tierra que no imaginaba el siglo XX, empezando por Estados Unidos de América y por Francia, reconocieron la soberanía de Panamá.

      Y Colombia se replegó aún más, como cualquier archipiélago que se respete, en esa hegemonía de presidentes conservadores que tal vez había empezado por los mandatarios del movimiento regenerador, pero que se fue consolidando con el paso de los Gobiernos. El general Rafael Reyes montó un Gobierno autoritario pero amable con los dos partidos, y progresista en ciertos sentidos, que resultó un alivio de posguerra hasta que empezó a tomar cara de dictadura. El estadista Carlos Eugenio Restrepo, una rareza y una tregua, cumplió con su promesa de gobernar para todos los departamentos, para todas las religiones y para las dos ideologías.

      Y no obstante, a su salida, aunque habría que reconocer que la guerra paró, empezaron a darse con cuentagotas las señales de la locura colombiana y los signos del resquebrajamiento de la hegemonía: del Gobierno godo de Concha al Gobierno godo de Abadía Méndez.

      Desde el martes 28 de julio de 1914 se dio la Primera Guerra Mundial para dejarle en claro a quien le correspondiera que, tal como se ve en la película La gran ilusión, habían llegado a su fin el honor y el heroísmo en el campo de batalla: aquel horror, sepia y negro y rojo, era el rito del fracaso humano. El jueves 15 de octubre de ese mismo año, Rafael Uribe Uribe, el veterano general de la Guerra de los Mil Días que era el único liberal en el Congreso y que sospechaba que de algo podían servirle al país las ideas socialistas, fue asesinado a hachazos por un par de artesanos en la Plaza de Bolívar de Bogotá. El martes 6 de noviembre de 1917 sucedió la revolución bolchevique que empujó a una nueva generación de liberales a incorporar a sus programas las reivindicaciones socialistas tan temidas en Colombia. En marzo de 1923, el presidente Pedro Nel Ospina, el primer delfín al poder que creía firmemente que lo mejor que podía pasarnos era que «Colombia» significara «colonia de los Estados Unidos», pidió los consejos de la llamada Misión Kemmerer que había estado poniendo en orden las finanzas de varios Estados Latinoamericanos. El lunes 2 de enero de 1928 murió el jefe resuelto e inquebrantable que prohibía las divisiones del Partido Conservador: el todopoderoso monseñor Perdomo. El martes 30 de octubre de ese mismo año se expidió la Ley 69, «La Heroica», que prohibía la lucha de clases, las huelgas, los ataques a la propiedad privada: los jefes conservadores y los curas les tenían pánico –y estigmatizaban con el grito de «¡comunistas!»– a los miembros de ese creciente movimiento obrero que estaba encontrando su lugar en el renovado Partido Liberal. Y el miércoles y el jueves 6 de diciembre de semejante bisiesto sucedió aquella matanza nauseabunda, la masacre de las bananeras, que recordó y predijo una cultura de la mortandad, de la aniquilación, del exterminio como resolución de los conflictos: «Y los fusiles quedaron impregnados de mierda», se lee en La casa grande de Cepeda Zamudio.

      Fue en la plaza de Ciénaga: unos tres mil huelguistas, de los veinticinco mil que en las últimas tres semanas se habían enfrentado a una United Fruit Company agrandada y envilecida por aquella «Ley Heroica» que legitimaba la explotación, escucharon tres toques fúnebres de corneta y escucharon un «¡Viva Colombia libre!» y un «¡Viva el ejército!» antes de ser masacrados por trescientos soldados. El editorial de El Tiempo dijo: «Pero resta averiguar si no hay medidas preferibles y más eficaces que las de dedicar la mitad del ejército de la República a la matanza de trabajadores colombianos…». Y el representante liberal Jorge Eliécer Gaitán, de veinticinco años, subió al escenario colombiano a probar en

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