Historia de la locura en Colombia. Ricardo Silva Moreno
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El Partido Liberal, en sus respetados Gobiernos de 1930 a 1946, desarrolló un sexto sentido para recibir en su casa a los socialismos y a los populismos de esos tiempos antes de que se le convirtieran en un problema peor.
El viernes 9 de abril de 1948, cuando el crimen de Gaitán dio paso a una simulación del fin del mundo y abrió la caja que contenía todos los males de Colombia, ciertos socialistas vieron en el acabose una oportunidad para una revolución inesperada, pero todo lo humano fracasó ese día. El poeta Luis Vidales, primer secretario del Partido Comunista, fue uno de los líderes de izquierda «con fama de organizador» que hicieron todo lo que pudieron para conducir a la masa de la rabia a la insurrección: «Yo intenté hablarles en el Parque de Santander, pero nadie me oyó, e intenté hablar en el alto del Palacio de Correos y nadie me puso bolas, y gritaba y seguía la gente allá gritando y ya estaban borrachos», dice Vidales en las inagotables páginas de El Bogotazo de Arturo Alape.
Durante la Violencia, esa guerra civil salvaje que no hemos querido firmar al pie, sino que hemos nombrado y vuelto a nombrar como una enfermedad que no va a volver, el Partido Conservador y la Iglesia católica se enfrentaron contra todo lo que fuera rojo: el liberalismo no era más que un refugio y un aliado y una máscara del comunismo. De 1948 a 1958 se dieron tanto las guerrillas liberales como las guerrillas comunistas. Hay quienes dicen que en 1952 llegó a haber miles de hombres armados que habrían podido poner en jaque al régimen. Y que fue entonces cuando los Estados Unidos de la Guerra Fría decidieron reclamar nuestro territorio. Y sin «¡yanquis: go home!», y sin debates, se asumieron como propias las políticas anticomunistas de los gringos.
El general Rojas Pinilla amnistió a cerca de cinco mil guerrilleros, que dejaron las armas, y condujo a su Asamblea Constituyente de bolsillo a prohibir «la actividad política del comunismo» –se cuenta, además, que los comunistas que no se entregaron fueron atacados con napalm en la provincia de Sumapaz–, pero los Gobiernos del Frente Nacional, que en verdad pacificaron al pueblo bipartidista, encontraron un país en el que empezaban a darse lo que el congresista Gómez Hurtado –el hijo mayor de Gómez Castro– llamó «repúblicas independientes» pues había que pedirles permiso a los guerrilleros para moverse por esos territorios. Y al principio de los sesenta, llenos de pruebas de que los comandantes amnistiados por la dictadura seguían siendo sitiados y asesinados, el contrariado Tirofijo se escondió en un corregimiento del Tolima para fundar las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) e inauguró así esta nueva república de alias.
Era demasiado tarde para la paz. Mientras los liberales y los conservadores libraban su pulso sangriento, y enfrentaban a los campesinos por siempre y para siempre, la población del país había ido de los cuatro millones de colombianos a los diecisiete. La Revolución Cubana no sólo probaba a los paranoicos Gobiernos norteamericanos que el comunismo ya no era el fantasma de sus pesadillas, sino que demostraba a los opositores y a los movimientos estudiantiles y a las guerrillas marxistas de acá –a las Farc se sumaron el Ejercito de Liberación Nacional, el Ejército Popular de Liberación, el M-19– que la toma del poder no era una locura. Se decía despectivamente que Colombia estaba llenándose de «mamertos» porque el Partido Comunista Colombiano (PCC) estaba repleto de dirigentes terminados en «berto», Gilberto, Filiberto, Alberto, que eran demasiado mesurados, demasiado «mamones», demasiado dados a «mamarse».
Hasta hoy, pues hasta hoy sigue usándose a la izquierda como un coco, como un espantajo, la palabra «mamerto» suele ser un estigma.
Sea como fuere, en los sesenta era claro que la clase política había hecho las paces por su bien y el de sus fieles, que no era poco, pero empezaba a verse que la Violencia tenía vida propia y que la guerra seguía.
El Frente Nacional, dieciséis años de Gobiernos bipartidistas buenos, malos y peligrosos, se mantuvo en el poder a punta de reformas de verdad, de reformas para que todo siguiera igual, de gestos populistas que aplazaron la desazón, de estados de sitio y de toques de queda. Se sostuvo a punta de política y a punta de fuerza. El liberal Lleras Restrepo, que presidió una administración reformista e inteligente que no obstante persiguió a los revolucionarios y a los estudiantes como si fuera una dictadura, resolvió las sospechosísimas elecciones del domingo 19 de abril de 1970 –en las que el general Rojas Pinilla le ganó al frentenacionalista Misael Pastrana hasta que el Gobierno suspendió las transmisiones de los resultados electorales– con una alocución televisada en la que lanzó la célebre advertencia «a las nueve de la noche no debe haber gente en las calles: el toque de queda se hará cumplir de manera rigurosa y quien salga a la calle lo hará por su cuenta y riesgo».
El Frente Nacional se terminó, cansado e iracundo, el día que dijo que terminaría: el miércoles 7 de agosto de 1974. Y, por haberse pasado dos décadas con los ojos puestos en el desarrollo de las ciudades y en las maniobras de inteligencia para tener a raya a los movimientos alternativos, les dejó a los Gobiernos siguientes un país acostumbrado – para bien y para mal– a seguir adelante como si no estuviera en guerra.
VIII. LA GUERRA PARA LAS DROGAS
No fueron los Gobiernos siguientes los que consiguieron exorcizarles el comunismo a las guerrillas: desde los días del Frente Nacional, acostumbrados al método turbio del estado de sitio, los Gobiernos tuvieron en común que persiguieron y estigmatizaron y criminalizaron y torturaron y aniquilaron a todo aquel que encajara en su amplia definición de «subversivo». Las guerrillas colombianas no se desdibujaron y se envilecieron aún más por culpa de las autodefensas perversas que empezaron a combatirlas, ni por culpa de la perestroika que acabó con la cuarteada Unión Soviética, ni por culpa de la caída del muro que durante veintiocho años pretendió proteger a la Alemania comunista de las garras de la Alemania occidental. El paso del tiempo a sus espaldas y el negocio de la droga: eso fue.
Podría decirse, sin ambages, que la Violencia siguió, que la Violencia sigue. Que, empujada por la Guerra Fría y el bipartidismo ciego y el estado de sitio permanente, la Violencia se convirtió en el «conflicto armado interno» que creció como un infierno en las tres últimas décadas del siglo XX.
El liberal López Michelsen, el hijo del presidente López Pumarejo que les ganó las elecciones de 1974 al hijo de Gómez Castro y a la hija de Rojas Pinilla, terminó su mandato con un paro cívico que acabó en un sangriento toque de queda. El liberal Turbay Ayala, que empezó su carrera política como concejal de Usme en 1936 y desde entonces estuvo presente en cada evento de la Historia del país, enfrentó a las guerrillas por medio de un Estatuto de Seguridad que produjo torturas y desapariciones y exilios y que terminó ensombreciendo su periodo: su lapsus «hay que reducir la corrupción a sus justas proporciones», que pretendía ser un llamado a la cordura en lo público, sigue usándose como ejemplo del fracaso de la política. El conservador Betancur Cuartas, que consagró su Gobierno a la paz, soportó los primeros embates del narcoterrorismo y el miércoles 6 de noviembre de 1985 fue testigo del peor holocausto colombiano desde el Bogotazo: la toma a sangre y fuego del Palacio de Justicia en la que, en medio de la desquiciada confrontación entre enajenados guerrilleros del M-19 y delirantes soldados del ejército, hubo 98 asesinados y once desaparecidos.
Dígame usted si para ese entonces no era claro que este era un país salvaje plagado de sociópatas. Dígame si la degradación que vino luego no fue una infame redundancia.
Fue el negocio de las drogas, atizado por la prohibición de acá y promovido por la prohibición de Estados Unidos, lo que acabó de enloquecer a la sociedad colombiana y la sumió en el horror y en la indiferencia ante su conflicto armado interno. A finales