Historia de la locura en Colombia. Ricardo Silva Moreno

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Historia de la locura en Colombia - Ricardo Silva Moreno

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por parte de los militares pecados contra los artículos del Código Penal», reclamó el valeroso Gaitán en su discurso.

      La violencia es la corrupción del poder y el fin de la autoridad: el conservatismo estaba prohibiendo lo último que podía prohibirles a los colombianos, que seguían siendo piadosos y temerosos del cielo, porque –después de medio siglo de arañar posiciones en los Gobiernos de turno– era el momento de que llegara a la presidencia ese nuevo Partido Liberal con vocación al desagravio y a la redención social: el momento de que empezara ese capítulo desafiante e impulsivo, el de la República Liberal, que le impuso la modernidad a la Colombia confesional y feudal de siempre como metiéndole un sistema operativo revolucionario a una ominosa computadora vieja. Las presidencias decorosas de Olaya Herrera, López Pumarejo y Santos Montejo, miembros de aquella generación del Centenario que se había tomado el liberalismo y se había tomado El Tiempo, quisieron imponer la reivindicación de los trabajadores, la redistribución de las tierras, el reconocimiento de las mujeres, la libertad de cultos, pero, por medio de Gobiernos en los que se tenía en cuenta a los líderes godos, también trataron de alcanzar cierta estabilidad en medio de la típica zozobra.

      Hasta el domingo 8 de enero de 1939: fue esa mañana cuando un mitin del Partido Conservador en Gachetá, Cundinamarca, terminó en una serie de disparos a los nervios y en una gritería entre rojos y azules y en una matanza de nueve muertos y diecisiete heridos. El líder del conservatismo Laureano Gómez Castro, el opositor inclemente que fue creciéndose y ensombreciéndose hasta ser apodado el Monstruo por hacedores de prejuicios, asumió de inmediato que el Gobierno de su excompañero de luchas Santos Montejo estaba detrás de la masacre y prometió en los altares del senado que a fuerza de aniquilamientos y atentados –ya lo había escrito en el diario El País– haría «invivible la República». Dígame usted si no era claro desde entonces que esta no era una nacionalidad sino un trastorno.

      El bolcheviquismo conquistaba a un puñado de ilusos y el fascismo conquistaba a la derecha ciega a los términos medios. Pero, como lo que de verdad entretenía y abrumaba a los líderes colombianos era lo que había estado sucediendo en España, empezaba a simularse aquí una versión inverosímil –una versión al revés– de la catastrófica y traumática Guerra Civil española. Y era notorio que los liberales se veían a sí mismos como el bando republicano que servía de refugio a los rojos de todos los tonos: el Frente Popular de acá. Y era claro que los conservadores se arrogaban la representación del bando nacionalista que reunía a los más monárquicos y a los más católicos y los más asqueados por la «revolución del proletariado».

      Del viernes 1º de septiembre de 1939 al domingo 2 de septiembre de 1945 ocurrió la miserable Segunda Guerra Mundial: una parodia impía e inhumana e irreversible de la Primera –una suma de conflictos a medio resolver, nacionalismos, megalomanías, racismos, sin ningún rezago de romanticismo– que dejó llenos de ruinas a los países colonizadores del mundo más viejo y dejó por lo menos cincuenta millones de fantasmas en los dos hemisferios y dejó en claro a quienes aún tenían fe en el alma que el hombre había sido desde el principio –repito– el único animal que era su propio depredador. Colombia rompió relaciones con las potencias del Eje, la Alemania Nazi, el Reino de Japón y el Reino de Italia, el viernes 18 de diciembre de 1941: sus estrechas relaciones con los Estados Unidos, de colonia, la llevaron a indignarse por el ataque a Pearl Harbor, a perseguir y a expulsar y a encerrar a los alemanes, a declararse en estado de beligerancia luego del hundimiento de tres de sus buques.

      El señor López Pumarejo, como un personaje trágico que se niega a oír los vaticinios del resto del mundo, se dejó tentar por la reelección en 1942. Y su regreso al poder, luego de un primer mandato valeroso que emparentó al liberalismo con el socialismo, no trajo las reformas de fondo que esperaban los 673 169 que votaron por él, sino el Gobierno lánguido y decadente y escandaloso y resignado al sino de Colombia que vaticinaron propios y extraños desde la campaña presidencial. El Partido Liberal se partió en dos desde esas elecciones: los incapaces de juntarse con el conservatismo hasta permitirse esta violencia hecha en Colombia y los que insistían en que nunca había salido bien un Gobierno colombiano que despreciara la colaboración del partido opuesto.

      Esa esquizofrenia liberal, sumada a las acciones domingueras de aquella Iglesia católica repugnada por las veleidades comunistas de los Gobiernos rojos, y a las jugadas del Partido Conservador, liderado por el altavoz inescrupuloso del señor Gómez Castro, de verdad hicieron invivible e irrespirable la república.

      Fue invivible e irrespirable, salvo durante un par de treguas breves, en los quince, dieciséis, diecisiete años que siguieron: habrá gente que diga «durante las siete décadas que vinieron» o «por siempre y para siempre». Pero lo que es seguro es que el Partido Liberal perdió las elecciones de 1946 porque el caudillo Jorge Eliécer Gaitán, de cuarenta y tres años, se negó a apoyar al candidato Gabriel Turbay y se lanzó a encabezar una disidencia que también sirvió para convertirlo en un mito, en un pueblo, en un héroe que quería obligar al «país político» a servirle al «país nacional». Ese domingo 5 de mayo el disidente Gaitán consiguió 358 957 votos, el liberal Turbay logró 441 199, y el conservador Mariano Ospina Pérez, el nieto del dirigente conservador Mariano Ospina Rodríguez que daba mucho menos miedo que Gómez Castro, sacó 565 939.

      Y esas eran las cifras de lo que vendría: una embravecida y descontrolada mayoría liberal, a punto de pegar un grito y desatar el fin del mundo, pacificada a sangre y fuego por una policía conservadora.

      El sábado 7 de febrero de 1948, Gaitán, que a los cuarenta y cinco se había vuelto el jefe absoluto del liberalismo porque le habían dado la razón tanto las bajezas de los oligarcas de su colectividad como las puñaladas traperas de ciertos conservadores, lideró del Parque Nacional a la Plaza de Bolívar la llamada Marcha del Silencio. Fue en aquella Bogotá de cuatrocientos mil habitantes, ante una multitud de cien mil ciudadanos con crespones negros en las solapas, cuando el caudillo denunció sin vacilaciones las persecuciones de aquella policía política que quería asegurarse de que los conservadores no perdieran el poder que tanto les había costado recuperar. Se estaban azuzando los odios –y las ganas de matarse a machetazos– entre godos y cachiporros. Se querían echar para atrás los avances en la redistribución de tierras. Se empuñaban los crucifijos para armar una guerra santa del diablo en los campos colombianos.

      Y Gaitán lo dijo y fue lo único que se escuchó en la disciplinada y estremecedora Marcha del Silencio: «Señor presidente: os pedimos cosa sencilla para la cual están de más los discursos», gritó e hizo una pausa de actor en el centro del escenario en el que suele inaugurarse el desastre en esta tierra. «Os pedimos que cese la persecución de las autoridades y así os lo pide esta inmensa muchedumbre. Os pedimos pequeña y grande cosa: que las luchas políticas se desarrollen por cauces de constitucionalidad. Os pedimos que no creáis que nuestra tranquilidad, esta impresionante tranquilidad, es cobardía. Nosotros, señor presidente, no somos cobardes: somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este piso sagrado. Pero somos capaces, señor presidente, de sacrificar nuestras vidas para salvar la tranquilidad y la paz y la libertad de Colombia…».

      En la Semana Santa de ese año bisiesto una multitud se lanzó a la arena sangrante de la Plaza de la Santamaría de Bogotá a despedazar con sus propias manos y sus propios dientes a un toro cansado y sudoroso que se negaba a seguir dando la batalla: «¡Carajo!», exclamó el poeta Gómez Valderrama con el índice alzado. Quince días después el grito que se fue tomando la capital fue «¡Mataron a Gaitán!». Sucedió al mediodía del viernes 9 de abril de ese 1948. Un gaitanista frustrado le pegó cuatro tiros en la carrera Séptima con la Avenida Jiménez. Y, ya que el caudillo en verdad encarnaba a su pueblo y era obvio que el conservatismo se estaba tomando en serio esa «guerra civil no declarada», los dolidos liberales saltaron a las calles para –este fue

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