Historia de la locura en Colombia. Ricardo Silva Moreno
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Y no sobra creerle a nuestra literatura, que al menos se ha preocupado por dar forma y dar belleza, y que algo de sanidad mental nos ha devuelto en estos siglos, que entonces la Historia despojó y desplazó y sepultó al mito: que el pensamiento católico marginó y ocultó al pensamiento mágico sin piedad. Y Colombia, como cualquier tierra de espanto plagada de campanarios, fue levantada sobre un cementerio indígena.
Fue el prodigioso Francisco de Miranda, que también dio con los tres colores de nuestra bandera, quien regresó –de su odisea por las revoluciones de la Tierra del siglo XVIII– con semejante nombre sin rima: Colombia. La verdad es que había sido pronunciado de hemisferio a hemisferio desde el siglo XVI, «Columbia», «Colonia», «Colombiada», para bautizar ciudades, universidades, poemas, ríos, en el continente barroco con el que se encontró el ejército de Colón. Pero fue Miranda, el caraqueño universal que estuvo en el parto de las naciones en las que estamos viviendo, quien en el empeño refundador empezó a preferir la palabra «Colombia» a la palabra «América», la práctica a la teoría: el territorio exuberante e infinito hallado por el formidable navegante Cristóbal Colón al mapa fabuloso relatado por el razonable cartógrafo Américo Vespucio.
El libertador Simón Bolívar, que hasta el día de su muerte fue un semidiós, de los de su tiempo, en busca de un poema épico para la eternidad, daba por hecho ese nombre mucho antes de que fuera el nombre nuestro: «¿Habrá un solo hombre en Colombia tan indigno de este nombre que no corra a engrosar nuestras olas?», le preguntó a su ejército en 1813. Bolívar fue un quijote premeditado: el solitario errante e imperioso sobre el mar de las nubes, del óleo de Friedrich, que no sólo nació para protagonizar la reinvención de un continente, sino que se lo creyó. Bolívar fue un héroe romántico de aquellos, megalómano e hipocondríaco, bilioso e igualado con las fuerzas de la naturaleza, obsesionado hasta el delirio con ser irrepetible, pero también fue un héroe trágico condenado a dejar su obra sin terminar.
Y liberó de España a estos pueblos tan españoles, pero no logró convencerlos de su libertad, ni mucho menos consiguió poner en marcha su transformación.
Ese sueño suyo y sobre todo suyo, que no pudo alinear a los personajes secundarios, a los figurantes y a los extras que iba dejando regados por el camino, está claro en aquella Carta de Jamaica del miércoles 6 de septiembre de 1815: si finalmente los criollos patriotas consiguen la independencia de esa España represora que ha ido de «madre patria» a «madrastra», si finalmente se logra la unión de la Confederación Venezolana y de las Provincias Unidas de la Nueva Granada, dos sumas de villas coloniales en dos tierras inabarcables, entonces «esta nación se llamaría Colombia», escribe, «como un tributo de justicia y gratitud al criador de nuestro hemisferio». Seis años después, a las once de la mañana del miércoles 3 de octubre de 1821, en el Congreso de la Villa del Rosario de Cúcuta que se llevó a cabo para conseguir aquella nación, Bolívar toma posesión como el primer presidente de la República de la Gran Colombia.
«El juramento que acabo de prestar en calidad de Presidente de Colombia es para mí un pacto de conciencia que multiplica mis deberes de sumisión a la ley y a la patria», les dijo a los cincuenta y ocho miembros del Congreso, mirándolos a los ojos, en el salón de la iglesia de piedra de la villa.
«La espada que ha gobernado a Colombia no es la balanza de Astrea: es un azote del genio del mal que algunas veces el cielo deja caer a la tierra para el castigo de los tiranos y escarmiento de los pueblos», les vaticinó. «Esta espada no puede servir de nada el día de paz, y éste debe ser el último de mi poder, porque así lo he jurado para mí, porque se lo he prometido a Colombia y porque no puede haber república donde el pueblo no está seguro del ejercicio de sus propias facultades», les recordó. «Un hombre como yo es un ciudadano peligroso en un Gobierno popular: una amenaza inmediata a la soberanía nacional», les reconoció. «Prefiero el título de ciudadano al de Libertador porque éste emana de la guerra y aquél emana de las leyes», les confesó antes de terminar su discurso, «yo quiero ser ciudadano para ser libre y para que todos lo sean».
Y entonces lanzó a la Historia una plegaria que resultó ser una condena: «Cambiadme, Señor, todos mis dictados por el de buen ciudadano», oró, ante todos, a un Dios que no lo oyó.
Y el día de diciembre de 1830 en el que murió, que predijo el fin del Romanticismo y la llegada del realismo bestial, muy poco quedaba de la tal Gran Colombia. Quedaba el Estado de Ecuador. Quedaba el Estado de Venezuela. Y un país sin nombre y en guerra civil, con una bandera tricolor de bandas verticales que parecía el vestigio de una civilización, semejante en los pulsos y en los reveses a este país trastornado que ha sido un país a duras penas.
Ese país tan parecido a este hizo todo lo que pudo, durante un poco más de medio siglo, para no llamarse Colombia. Primero, y en busca de la identidad perdida en las guerras y los monólogos románticos de los héroes de la Independencia, revivió el nombre que le había dado la monarquía española: se puso República de la Nueva Granada. El caballeresco y cortés y enamorado Gonzalo Jiménez de Quesada había bautizado así la tierra tomada, el Nuevo Reino de Granada, en conmemoración del Estado musulmán que el reino católico de Castilla y Aragón había reconquistado –y había expulsado a los judíos y había convertido a los moros en moriscos– en los últimos veintipico de años. Recuperar semejante nombre era recuperar un mundo gobernado y negado desde Santa Fe de Bogotá.
El mapa de diecinueve provincias de la República de la Nueva Granada se parece al mapa de Colombia. En el afán de conseguir una nación, una comunidad con una historia y una cultura y una lengua, se promulgó una nueva Constitución –la neogranadina de 1832– para un Estado centralista y presidencialista con un congreso que representaba un poco mejor a las regiones. Se habló de departamentos y de asambleas y de gobernadores. Se volvió tradición, cuando Márquez se propuso desmontar la obra de Gobierno de Santander, aquello de construir sobre lo destruido: «Nada que huela a…». Se fueron reagrupando los criollos, barajando y rebarajando según los reveses, hasta darles vida al Partido Liberal y al Partido Conservador: fueron federalistas y centralistas, y progresistas y retrógrados, hasta convertirse en liberales y conservadores.
Por supuesto, nada es exacto, ningún gesto humano es preciso. ¿Ha visto usted a estos políticos de ahora que van cambiando de doctrinas y se van refugiando en estos borrosos partidos de ahora a la sombra del caudillo que tenga hipnotizada a una manada? Así era entonces. Podría decirse, en procura del árbol genealógico de nuestros dos partidos, que comenzaron a ser llamados «liberales» muchos santanderistas y federalistas y progresistas y masones que abogaban por una nación libre con un Estado limitado. Y que fueron apodados «conservadores» muchos bolivarianos y centralistas y retrógrados y eclesiásticos que perseguían una nación católica con un Estado vigilante. Pero habría que agregar que tenían en común el intento de sacudirse las estructuras y las mañas coloniales.
Y tenían en común la sangre en la punta