ORCAS Supremacía en el mar. Orcaman
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Luego de la captura –y mientras el resto de los catorce cachorros se unen a la colonia y ponen distancia con la zona de acción–, Bernardo efectúa bruscos balanceos dorso ventral que le permiten girar hacia el mar. Allí nada hasta encontrarse con su hermano Mel (B5), con quien compartirá el alimento.
Luego del alejamiento de las dos orcas, permanezco algunas horas en mi puesto de observación. Los lobos marinos retornan a sus actividades: algunos ingresan al mar para alimentarse, otros para disfrutar de su temperatura, otros para jugar entre las restingas y las algas.
La brisa marina rodea mi cuerpo con un frío abrazo mientras la luna va dibujando sobre la superficie del mar una vigorosa arteria plateada que palpita aunque no tiene autos, semáforos o gente apurada. En este escenario rigen aún las normas naturales de la vida y la muerte, que me dan un lugar: el del observador que decidió cerrar una ventana de un cuarto piso para adoptar las playas de la Patagonia como forma de vida y a las orcas como compañeras de trabajo.
Hoy puedo decir que soy feliz. Pero la decisión no fue fácil: nací, me crié y viví hasta los veintiséis años en el micro centro de la ciudad de Buenos Aires. El departamento que alquilaba y mi cómodo trabajo como cajero en el Jockey Club distaban unos mil quinientos kilómetros de Puerto Madryn, ciudad patagónica que elegí para radicarme con quien era, en ese entonces, mi esposa Diana y nuestra primera hija Jéssica Valeria, que tenía sólo un año.
Las orcas no fueron el motivo determinante para que dejara Buenos Aires. No era –ni soy– biólogo; además, en aquel año 1972 no tenía idea alguna de lo que podía ser una orca. La historia de mi vida cerca y dentro del agua comenzó en realidad nueve años antes, en 1963, cuando tuve mi primer y decisivo contacto con el mar. Mi amigo José Pepe Dueñas me llamó para comunicarme, muy entusiasmado, que acababa de conocer a un buzo de Puerto Madryn y que quería presentármelo. Me esperaban en una confitería.
Para los argentinos de mi generación, inclusive para aquellos que teníamos algún interés en el tema, el buceo local se limitaba a la clásica serie televisiva Caza submarina, que protagonizó el legendario Lloyd Bridges, y algún equipo Plaf (¿quién no lo tuvo?) recibido como regalo de Navidad, Reyes o cumpleaños. Ver a un buzo de verdad era una propuesta imposible de rechazar.
Máximo Nicoletti resultó ser un buzo deportivo joven y muy ameno, poseedor de una gran sonrisa y un enorme entusiasmo. Como resultado de esta reunión de varias horas, me lancé a mi primer viaje, en el verano de 1964, a Puerto Madryn.
A los tres días de nuestra llegada, Pepe y yo ya nos sentíamos integrados: casi todos nos conocían y conocíamos a casi todos, algo habitual en una ciudad chica. Ubicada a orillas del Golfo Nuevo, Puerto Madryn tenía sólo cinco mil habitantes, pero su atractivo principal no era el urbano sino un mar azul y transparente que permitía observar el fondo a treinta metros de profundidad. Hoy las aguas del golfo se mantienen transparentes, pero la visibilidad no es tan perfecta como entonces, cuando daba vértigo meter la cabeza bajo el agua y observar el distante fondo. Recuerdo que la primera vez que lo hice tuve la sensación de estar suspendido en el aire y no flotando en la superficie del mar.
Acostumbrados al calor húmedo y pegajoso de Buenos Aires, el clima seco nos asombraba: se podía lavar un jean a las diez de la mañana y usarlo dos horas más tarde. También la ausencia casi total de contaminación ambiental era una sorpresa: aspirábamos un aire de pureza única y podíamos utilizar una misma camisa dos días seguidos sin que mostrara marcas de suciedad en el cuello y los puños, como sucede en Buenos Aires a las pocas horas de uso. Hoy, en cambio, es imprescindible renovar a diario la remera o camisa, a las que se adhiere suciedad como pago por el beneficio del crecimiento industrial y poblacional.
Aquella pureza ambiental nos sorprendía, además, con un cielo nocturno donde las estrellas parecían multiplicarse a cada instante alrededor de la Cruz del Sur. Noche a noche nos sometíamos a un trance casi hipnótico ante ese escenario iluminado donde la luna era la única vedette, hasta que en algún momento una estrella fugaz nos sacudía.
Pepe y yo recibimos las primeras clases prácticas de buceo de Máximo y su primo Cristóbal, quienes nos permitieron ingresar al mundo del silencio, como se decía entonces. A la vez, Pino y Bruno Nicoletti –renombrados buzos y propietarios de una fábrica de equipos para la actividad y representantes de Cressi-Sub, de Italia– nos brindaron sus conocimientos sobre fisiología y física del buceo con la ayuda de unos textos en italiano.
Éramos tan felices que ni siquiera nos importaban las incomodidades del antiguo regulador Mistral de dos mangueras que acompañaba al botellón de aire. Si por alguna causa el regulador se salía de la boca, había que hacer malabarismos para quitarle el agua alojada en su interior. Por lo general, si la técnica –inclinación del cuerpo, giro de cabeza, movimiento del brazo y mano con la boquilla en la posición correcta para colocar en la boca– no se llevaba a cabo correctamente, la alternativa era tragar el agua que permanecía en la manguera: algo así como tomar un vaso de agua debajo del agua.
2
DONDE NACEN LOS GIGANTES
“Pocos son entre los hombre que llegan a la otra orilla;
la mayor parte corre de arriba a abajo en estas playas” Buda
La costa de Puerto Madryn tenía un encanto especial: la alternancia de playas de arena con una suave inclinación hacia el mar y playas de pedregullo (rodado patagónico) con una fuerte inclinación y profundidad. Pocas casas, ondulantes médanos, el permanente susurro del viento, el ruido del flujo y reflujo del mar contra las hilachas de tierra y una soledad interrumpida apenas por gaviotas y gaviotines completaban el atractivo del paisaje.
Una mañana, al salir de la carpa que ubicamos frente al mar (en un terreno donde Bruno Nicoletti construiría luego su casa) vimos con asombro dos grandes rocas que sobresalían del agua a pocos metros de la costa. Ni Pepe ni yo recordábamos haberlas visto antes, pero mayor fue nuestra sorpresa cuando Luisa, la mamá de Máximo Nicoletti, nos informó que no eran rocas sino dos ballenas francas del sur. Entre risas, Luisa nos informó que todos los años llegan al golfo para reproducirse y ésas que veíamos seguramente estaban descansando.
La explicación no hizo menos increíble el espectáculo que sucedía a pocos metros de nuestra carpa. Esa primera observación de una ballena viva me dejó absolutamente fascinado. Aún hoy, luego de cientos de avistajes de distintas especies de cetáceos, nada ha superado a aquel primer encuentro.
Guiados por los Nicoletti, visitamos algunos de los importantes apostaderos de lobos marinos del sur (Otaria flavensces) y elefantes marinos del sur (Mirounga leonina) ubicados en la Península Valdés. También conocimos a los guardafaunas encargados de protegerlos, y la vida de esos hombres solitarios me atrapó.
Meses antes, atraído por la noticia de la creación de dichas reservas, había enviado una carta a la Dirección de Turismo de la Provincia de Chubut para preguntarles cuáles eran los requisitos para ser guardafauna y para manifestarles mi interés en serlo algún día. Semanas después recibí una respuesta: los cargos estaban cubiertos, pero me tendrían en cuenta para el futuro. Ahora que los Nicoletti