Bloggerfucker. Antonio González de Cosío
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Lo segundo, ser profesora, tampoco fue lo suyo. Al inicio de su carrera impartió clases de periodismo, pero al muy poco tiempo se dio cuenta de que no quería hablar de él, sino ejercerlo, y eso justamente había venido haciendo por casi cuarenta años. Uf. Cuarenta. No le pesaban, pero sí los sentía. Cuántas revistas no había editado, cuántas historias de moda no había producido, cuántos Fashion Weeks no había cubierto de principio a fin. Alguien que pasaba a su lado fumando le echó, sin verla, una bocanada de humo. Agitó la mano para esparcirlo, aunque más bien, el gesto le sirvió para espantar sus pensamientos nostálgicos. ¡Ay, cómo odiaba la nostalgia! En eso no podía estar más de acuerdo con Lagerfeld. “La nostalgia —dijo Helena en una entrevista para la televisión— es tan inútil como unos zapatos que te quedan chicos: no te llevan a ninguna parte más que a lamentar tu presente.” Pero al igual que los malos pensamientos, la nostalgia era inevitable; no obstante, su inquebrantable orgullo se encargaba siempre de devolverla de golpe al presente. Al jodido presente.
Ésa era la razón de su presencia en aquel sitio: estaba tomando un máster en comunicación digital donde no sólo debía aprender a mejorar sus skills en social media (mandato de su jefe), sino que tenía que averiguar —y luego entender— hacia dónde diablos se estaba dirigiendo esta vorágine virtual que asestaba golpes, cada vez más mortales, a la industria editorial. Veía las nuevas formas de comunicación digital como un Godzilla que, alimentado de ignorancia y deseo de fama, arrasaba todo a su paso. Incluso lo que a gente como ella le había costado tanto tiempo y trabajo construir.
Antaño, su cabeza estaba poblada con expresiones como “couture”, “acabados de la prenda”, “esta colección es brillante y osada por…”, “exclusividad”, “lujo” y, por supuesto, con toda la jerga editorial que era su lenguaje del día a día. Ahora, términos como “likes”, “loops”, “instagramers”, “trolls”, “haters”, “hashtags”, “tiktokers” o “youtubers” parecían ocupar mucho más su atención que su gusto.
Levantó la mirada tratando de ver si Víctor llegaba. Estaba haciendo un calor infernal y detestaba sudar porque era pésimo para su cabello. Era tan amante del look retro en los peinados, que variaba su corte de tanto en tanto replicando estilos de los años cincuenta y sesenta, que le daban un aire muy sofisticado sin necesidad de trabajar mucho en ello: sólo un poquito de secadora y plancha y listo. Ahora llevaba un corte muy a lo Elizabeth Taylor en sus años mozos que acompañado de su eterno fucsia en los labios la hacían sentirse una celebridad… como las que ya no había.
Con un rechinido de llantas, que hizo que varios estudiantes lo miraran, Víctor se estacionó justo enfrente y corrió a ayudarla a cargar el maletín de la computadora. Ella, remilgada, con un ademán de la mano le hizo entender que no era necesario y sola abrió la portezuela posterior del coche. Víctor sintió las gotas de sudor correr por su frente y no por el calor, sino de nervios. Sabía que a su jefa no le gustaba esperar en la calle.
Con un movimiento pronto y grácil, ocupó el asiento posterior. Se dejó llevar por un instante por el paradisiaco relax que le ofrecía el aire acondicionado. Víctor la miró por el espejo retrovisor y respiró aliviado: no lo iba a reñir por no llegar a tiempo. Aunque ya le había dicho que encontrar lugar para estacionarse cerca de la universidad era casi imposible, ella era más partidaria de que Víctor resolviera problemas, no de que le diera más de los que ya tenía. O sea: no había excusa que valiera. Así que trataba de ser lo más eficiente posible, aunque tuviera que hacer malabares para cumplir las peticiones de su jefa. ¿Le tenía miedo? Por supuesto, pero también un gran cariño porque a pesar de ser dura, nunca dejaba de ser humana. Él y su esposa la apodaban “la Ostra”, porque a pesar de tener un exterior tan duro, por dentro era blandita y hasta solía tener una perla de cuando en cuando. Volvió a mirarla por el retrovisor; se había quedado dormida.
Esta calma no duraría sino un par de minutos, porque su teléfono empezó a sonar de nuevo. Ignoró las dieciséis llamadas perdidas que tuvo durante la clase —ése fue el acuerdo con su jefe, desconectarse para involucrarse más con el curso—, pero una vez fuera del salón volvía a ser esclava de la editorial. Aunque la verdad es que le encantaba. No en lo profundo, sino en la superficie. Dudó un momento antes de contestar. Era impresionante la cantidad de pensamientos fatales que le venían a la cabeza entre un tono de llamada y otro. Pensó que no habían autorizado la foto para la portada del próximo número (o que Vogue se la había ganado de nuevo), temió que algo hubiera sucedido en el shooting que estaban haciendo con Salma Hayek en Miami. “Más merezco por haber puesto a cargo al inútil de Gerardo”, se dijo en una anticipación fatalista a los hechos.
—Diga —exclamó con un golpe de aire.
—¡Buenos días, Helena! —dijo Carmen.
Ella era la asistente perfecta, no sólo porque estaba siempre de buen humor, sino porque tenía una piel tan gruesa que trabajar en una revista tan caótica y complicada como Couture no le hacía mella alguna.
—Carmen, cariño, estaba en el bendito curso. No podía responder.
—No fui yo, Helena. Te están buscando de la dirección general. Parece que Adolfo necesita hablarte de algo.
—¿Sabes de qué?
—No, la pesada de su secretaria no me quiso decir nada. Pero creo que tiene que ver con tu viaje a París.
—Pues quizá sea eso. El cabrón querrá recortarme los gastos. A este paso voy a tener que hospedarme en un albergue. ¿Por qué piensan que vamos de vacaciones? Cuando voy a los desfiles trabajo hasta catorce horas diarias. En fin, qué te voy a contar a ti que ya lo sabes todo. Transfiéreme por favor con su asistente, a ver qué quiere.
Después de la exasperante musiquita del hold, escuchó el aún más exasperante tono de voz de la secretaria de Adolfo.
—Hola, Helena, llevo marcándote toda la mañana.
—Adolfo sabe que estoy en el curso y que no tomo llamadas— dijo con la intención de ponerla en su lugar. Después de un cortísimo silencio incómodo y un extraño balbuceo, sólo le dijo—: El señor Narváez te quiere ver a las cinco.
—¿Sabes para qué?
—No, Helena. Nunca pregunto. No me gusta meterme en lo que no me atañe…
—Perfecto entonces— dijo cortándola antes de que continuara—. Dile que ahí lo veo —y terminó la llamada—. No me gusta meterme en lo que no me atañe —la imitó con voz gangosa—. Excepto cuando se trata de tapar sus aventuras con las becarias o tiene que sacarlo a escondidas de la editorial por ir ahogado de borracho. Ahí sí que se mete, la muy imbécil —agregó con una sonrisa cínica. Víctor le dedicó una mirada de complicidad a través del retrovisor. ¡Cuántas cosas no había escuchado a lo largo de los diez años que tenía trabajando con ella! Pero sabía que Helena lo consideraba una persona discreta. Y salvo a su mujer, que adoraba oír historias terribles de famosos, Víctor jamás repitió nada de lo