Bloggerfucker. Antonio González de Cosío

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Bloggerfucker - Antonio González de Cosío El día siguiente

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sus viajes y sus presupuestos en la cama del jefe. Y esto era completamente falso. Helena se metía a la cama con su jefe, sí, pero la única negociación que tenían en ese momento era quién estaría arriba: a ambos les encantaba dominar.

      Helena sabía que tirarse a Adolfo era un lujo sin el cual la oficina no le resultaría igual. Su relación databa de unos tres años, y a pesar de que al principio Adolfo parecía querer algo más serio con ella, Helena tenía clarísimo que tener un novio veinticinco años menor que ella era el camino directo al fracaso. “Se lo dije tantas veces a Demi, pero nunca me hizo caso”, pensó cuando supo que su amiga se divorciaba de Ashton Kutcher. En fin. Por eso quiso ser cauta al relacionarse con su joven jefe y pronto establecieron un pacto mundano y adulto: ambos se gustaban, adoraban este juego de poder laboral e íntimo, así que podían tener sexo o incluso hacer algún viaje corto sin ninguna clase de compromiso personal y mucho menos profesional. Sí, sí. Claro. Pero la verdad era que tanto uno como el otro tenían influencia mutua, y cada uno podía lograr sus fines en el trabajo sin necesidad de un intercambio explícitamente sexual: una sonrisa, un discreto toque prohibido o algún regalito caro movían montañas si de salirse con la suya se trataba.

      Adolfo Narváez, que había empezado su carrera editorial desde muy abajo, entendía a la perfección los tejemanejes de la industria. Siendo un tipo guapo, atractivo y poderoso, decidió no casarse, porque ¿para qué tomar un desayuno continental si en la editorial tenía todo un buffet?, les decía a todos sus amigos. Y con su buen apetito, jamás se quedaba sin probar nada: a pesar de que las mujeres eran su delirio, no era tan ñoño como para dejar pasar de largo a algún chico que le hiciera “tilín”. Siempre fanfarroneaba con los camaradas diciéndoles: “Créanme: las mejores mamadas las dan los chicos”, mientras su grupete de amigos se reía, lo llamaba cerdo o bien hacía alguna mueca de fingido asco. No: nadie sabía a ciencia cierta quiénes habían escalado posiciones gracias a ensabanarse con el jefe; lo que todo mundo tenía claro era que, ya fuera por placer o estrategia profesional, nadie había quedado decepcionado.

      Con el tic tic de sus finísimos tacones, Helena anunció su llegada a la oficina de Adolfo. Su asistente, al verla, tomó el teléfono y apretó dos teclas para decir: “Ya está aquí”. Miró a Helena con una mueca mezcla de sonrisa y cólico menstrual, y le dijo: “Puedes pasar”. Pisando firme, Helena entró al despacho de Adolfo, quien estaba sentado en su escritorio frente a un platito con nueces y bebía algo que parecía jugo de manzana.

      —¿Comiendo apenas? —preguntó con un dejo de sarcasmo, sabiendo que lo que había en el vaso seguramente no era jugo.

      —No, no pude salir. Estoy picando algo para engañar el hambre. ¿Tú comiste?

      —Tampoco. Entre el cierre del número, el bendito máster de social media y un elemento de mi equipo que me está dando problemas, no me dio la vida.

      —Qué cosas —dijo él mientras terminaba de teclear algo en su computadora.

      Helena miró aquellas manazas que hacían que el teclado pareciera un juguete. La luz de la pantalla reflejada en su rostro resaltaba el verde claro de sus ojos y esas ojeras de cansancio que a Helena le parecían tremendamente sexys. Se sentó frente a él un poco para recordarle que estaba ahí, y otro poco para echarle un vistazo a sus pectorales que parecían luchar por desabotonar su camisa. Desvió rápidamente la mirada porque sabía que no era el momento de permitir que el poder que ejercía en ella la hiciera bajar la guardia. Adolfo tecleó triunfal un par de veces más. Cuando tuvo su atención, Helena lo miró esperando que disparara. Sabía que no le gustaba enrollarse; acaso sólo lo hacía cuando trataba de llevarse a alguien a la cama, e incluso ahí, trataba de ser lo más sucinto posible.

      —Bueno, dime —dijo Helena, que sabía leer perfectamente a su jefe—. ¿Para qué me llamaste casi veinte veces?

      —Veinte…

      —Dieciséis seguro, las tengo como perdidas en el teléfono.

      —Helena, estoy preocupado —dijo de una vez—. Los números están de la chingada. Las ventas se cayeron casi veinticinco por ciento con respecto al año pasado y voy a tener que cerrar dos revistas.

      Helena palideció tan de golpe que el color de su lipstick rebotó en su rostro. Sintió en un instante que la oficina de Adolfo daba vueltas y que sus cuadros de arte contemporáneo iban a devorarla. Cerró un momento los ojos porque sentía, de verdad, que esos rostros amorfos que tanto le gustaba coleccionar a su jefe la iban a devorar. Al volverlos a abrir, se dio cuenta de que él ya estaba de nuevo mirando la pantalla de la computadora. Cabrón indolente. Respiró hondo y se estiró para tomar el vaso de Adolfo y darle un gran sorbo. Él intentó detenerla pero ya era tarde. Frunció la cara por la sensación rasposa en su garganta, regresó el vaso a su lugar y se quitó con el dorso de la mano una gotita del whisky que le había quedado en el labio.

      —Pero no te preocupes, no vamos a cerrar la tuya.

      Helena respiró aliviada.

      —Helena, de arriba me están presionando cada vez más con las ventas. Necesitan que entre dinero a como dé lugar en la compañía. Y Couture es una revista muy lujosa, muy cara…

      —Es un lujo —dijo ella contundente—. Ése es su ADN. Siempre lo ha sido.

      —Sí, lo sé. Pero ahora se ha convertido también en un lujo para la compañía, y no están los tiempos para lujos.

      —Adolfo, cut the crap, querido. ¿Qué me estás tratando de decir? Venga ya: tú no eres de darle muchas vueltas a las cosas.

      —Estamos viviendo el tiempo de los millennials, de la información digerida, encapsulada, como la comida de los astronautas —dijo Adolfo—. No estamos para adornos innecesarios, historias largas de ocho páginas como las que publicas. Hoy todo son “likes” y “follows”. Los reyes del mambo son los instagramers, youtubers, influencers, bloggers y toda esa sarta de mamadas que ni yo siquiera entiendo.

      —Es la conjura de los necios —dijo Helena con una sonrisa.

      —Es lo que hay. Ni hablar. Pero lo aceptamos, nos lo tragamos y lo digerimos en forma de un producto que nos atraiga más lectores, o nos vamos a la mierda, Helena. Couture tiene que volverse más joven, más accesible, más inmediata. No sólo tiene que estar apoyada, sino caminar al lado de su versión digital. Muchos dicen que en un futuro muy próximo las revistas sólo existirán en formato virtual. Y yo digo que no es el futuro: está sucediendo ahora.

      —Me queda perfectamente claro, Adolfo. Y por ello me estoy preparando ahora para el reto. Esas “mamadas” del internet que tú aceptas no entender a mí me resultan cada vez más familiares y estoy aplicándolas en la versión digital de la revista. Nuestras redes han aumentado mucho del año pasado a éste…

      —Pero no las ventas…

      —¿No deberías estar teniendo esta charla también con el área comercial? —dijo empezando a alterarse—. Yo hago mi trabajo no bien: impecablemente bien. Y si estoy mintiendo, detenme ahora mismo. Estoy haciendo milagros con un presupuesto que baja veinte por ciento cada año. Con lo que me costaba antes producir un editorial de moda, ahora estoy produciendo cuatro. ¡Cuatro! Muchos de mis colaboradores internacionales están trabajando conmigo por la mitad de sus tabuladores…

      Elena notó que Adolfo comenzaba a tener uno de esos gestos de impaciencia que anunciaban cosas nada buenas. Lo vio rascarse, discretamente, eso sí, la nalga derecha. Luego se echó el cabello para atrás, se rascó bruscamente también la nariz y le tiró a la cara su conclusión:

      —Los

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