Bloggerfucker. Antonio González de Cosío

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Bloggerfucker - Antonio González de Cosío El día siguiente

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es un pendejo. Un pendejo con iniciativa y poder. No hay nada más letal para la industria editorial que eso —dijo Lorna—. Por eso no pude con él y me largué de AO justo a tiempo. Y en mi editorial también trabajo con pendejos, pero por lo menos tienen una idea más clara de lo que quieren.

      —Bueno, Adolfo sabe lo que quiere: vender y ganar más dinero. Y a costa de lo que sea.

      —Él y todo el mundo, mamita. Lo que pasa es que no tiene ni puta idea de cómo hacerlo y por eso va dando palos de ciego a diestra y siniestra. Quiere ganarse la lotería encontrando la fórmula mágica para sacar sus publicaciones de la crisis. Pero adivina qué, mi perfumada amiga: eso no existe. Y lamento romper tu corazoncito diciéndote que los reyes magos no van a traerte una revista mágica que venda todo su tiraje y sea un negocio millonario —dijo Lorna, y remató dando un gran sorbo a su café.

      —Lorna: a mí no me rompes nada y deja de bitchearme, que si hay alguien que sabe esto, soy yo. Pero, o le entrego un buen proyecto para volver más rentable Couture, o me vas a tener que contratar como becaria en Elle para traerte los cafés a ti y a tu jefa.

      —¡Uy, le cumpliríamos un sueño a la chamaquita! —dijo Lorna con una carcajada sonora—. Ya le encantaría a la imberbe tenernos de chachas. Pero no te preocupes, vamos a trabajar en esto y le vas a entregar un proyecto que se va a cagar pa’rriba. A ver, ¿las niñas de marketing y de ventas te han dado algo que podamos usar? ¿Estudios, encuestas?

      Helena la miró y no tuvo que decir más.

      —Son una bola de inútiles. Bonitas y con Birkin de cocodrilo, pero no sirven para una chingada. Ellas son las que tendrían que estar trabajando aquí contigo, ellas son las que reciben un sueldo por vender. A ti te pagan por hacer una revista y lo haces como dios. ¿Qué hacen estas niñas? ¿Se rascan todo el día los huevos? O el coño, más bien…

      A pesar de que Helena estaba habituada a la sucísima boca de su amiga, Lorna siempre encontraba nuevas formas de escandalizarla. Pero detrás de esos choques moralinos que le provocaba de vez en cuando se escondía un sentimiento de admiración: ya le gustaría a Helena poder decir exactamente lo que pensaba y, en lugar de andarse por las ramas, mandar a la mierda a la gente, derechito y sin escalas.

      El camarero, que había llegado justo en el momento del coño, decidió regresar por donde había venido; ya lo llamarían si necesitaban algo. Lorna lo miró de reojo pensando que una vez más alguna madre de familia lo había mandado a pedirle que moderara su lenguaje. Le pasaba todo el tiempo, y todo el tiempo igualmente les mandaba decir que se fueran a McDonald’s, que aquél no era un restaurante familiar.

      —Sí —continuó Helena—, seguramente se rascan el coño todo el día con sus uñas de acrílico con cristalitos. Es lo único que hacen y tengo que vivir con ello. Sé que hago lo posible por desempeñarme bien en mi trabajo, pero dirigir una revista de moda en este tiempo no sólo tiene que ver con entregar un producto bien hecho. Hay que promoverla, venderla, hacerla viral, comentada, likeada… y prostituida, según lo que me dijo ayer Adolfo. El lujo y lo exclusivo, como lo conocíamos, ya no existen. Y si no descubro para el lunes en qué se han convertido y cómo vamos a amalgamarlos con Couture, estoy fuera.

      —No, fuera no estarás. No digas tonterías. Eres una profesional única y no te van a dejar ir. Y worst case scenario, si tu revista no funciona más, te darán otro proyecto. Que tienes veinticuatro años en la compañía, chingaos.

      Veinticuatro años. Dios. De hecho, eran casi veinticinco. Helena recordó cómo los primeros veinte se habían ido como agua. Con problemas, sí, pero con un alto nivel de satisfacción. Pero los últimos se habían convertido en un verdadero lastre, un infierno en el que había caído después de disfrutar tanta gloria. Su sueño se había ido deteriorando y, encima, sus superiores le querían hacer creer que era una mujer privilegiada por conservar su empleo. Y ante cualquier queja suya o de nadie, decían siempre: “Seamos agradecidos. Hay mucha gente que quiere trabajar, mucha gente que cobraría menos”. Y con esto, no había más remedio que aguantar abusos, injusticias laborales y una absoluta prostitución de la objetividad periodística: en las revistas se publicaba sólo a quien pagaba, no a quien le interesara al lector.

      Lorna y Helena pidieron la cuenta y decidieron ir de compras para despejarse y pensar. Aunque sonara paradójico, esta actividad las había ayudado en innumerables ocasiones como desbloqueante creativo. Así, un par de horas más tarde, con algunas shopping bags y un apetito feroz, llegaron al María Castaña, su restaurante español favorito, a pedir su fascinación: fideuá y una buena botella de Rioja, que quedó vacía justo antes de que el plato principal hiciera su llegada a la mesa. Eran bien conocidas en el restaurante como “las señoras que jamás se empedan”. Y sí, ambas tenían buena resistencia al alcohol y, en buena compañía, podría fluir en abundancia sin que ninguna perdiera jamás el estilo. Faltaría más.

      Ya para el postre y con la tercera botella de vino casi vacía, estaban en su elemento. El gerente siempre les daba el mismo apartado al fondo que ellas llamaban “su oficina”, porque ahí es donde gustaban reunirse para juntas de trabajo menos formales. La tarde se convirtió en noche y ellas tomaban notas y más notas. Discutían y bebían. Pidieron la cena y luego una botella más de vino. Para entonces, cualquier persona estaría tirada en el piso con una congestión alcohólica, pero ellas se sentían de lo mejor: Lorna más clara y expresiva, y Helena más relajada y receptiva. Para ese momento hasta la obvia decoración de abanicos y pinturas con escenas taurinas no les parecía tan terrible como cada vez que entraban. El lugar tenía un estilo tremendamente anticuado de biombos de madera y sillas tapizadas en terciopelo rojo, además de las paredes revestidas con símbolos ibéricos. Pero era el mejor restaurante español de la ciudad y adoraban su comida. Sobra decir que después de un par de copas, hasta se sentían en casa.

      —Couture es un trademark. Las encuestas dicen que cuando le preguntas a la gente de este país si conoce una revista de moda, noventa por ciento inmediatamente menciona la tuya. Ni Vogue ni la mía ni ninguna otra. Eso es algo que tienes a tu favor —dijo Lorna.

      —Sí, pero se volverá más rentable cuando deje de ser sólo una revista. Tiene que ser un referente, visual, auditivo… sensorial. Tenemos que volvernos un state of mind, no un lifestyle, que eso ya está muy pasado de moda. Crear necesidad en nuestros seguidores, no darles lo que quieren, sino lo que creen que quieren…

      —Y lo que van a querer —dijo Lorna.

      —Muy importante. Fiestas. ¡Y concursos!

      —Helena, no chingues. Eso lo hace todo el mundo y los concursos son una mierda soberana. Todo se amaña, todo se vende y no aportan nada a nadie. Tenemos que pensar más allá… ¿Qué es lo que todo mundo quiere hoy? Pues entonces, hay que darles justo lo contrario.

      Helena la miró con una chispa en la mirada y llevó a lo alto su copa para brindar con su amiga por esa buena idea. A lo tonto, llevaban ya varias hojas llenas. Lorna, que era más de mente computarizada, tenía ya un esquema prácticamente terminado. Eran las tres de la madrugada del domingo y el gerente del restaurante, como lo hacía siempre, preguntó a Helena si su chofer la esperaba.

      —Hoy manejé yo —dijo.

      —Les pido un taxi entonces, señoras, el coche lo guardamos aquí.

      —Gracias, Joaquín. Será lo mejor.

      Fueron las últimas clientas en abandonar el restaurante. Ya en el taxi, Lorna cayó dormida de inmediato y Helena miraba a través de la ventanilla del coche la ciudad iluminada. Pensamientos arbitrarios iban de un lado a otro de su cabeza, en parte por el alcohol o quizá por la adrenalina de haber trabajado una idea que no estaba segura de si le gustaría a su jefe. Pensaba

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