Bloggerfucker. Antonio González de Cosío

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Bloggerfucker - Antonio González de Cosío El día siguiente

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prostitutas buscando clientes y personas sencillas que estarían saliendo de trabajar y esperaban un taxi parados en la esquina. El perverso pensamiento de que ellos no tenían sus problemas la asaltó, pero automáticamente se sintió estúpida, porque era muy probable que tuvieran otros, incluso más vitales que el suyo. Basta. Decidió cerrar los ojos un momento y dar permiso al vino que le quitara un poco de conciencia. Así le daría una tregua a su fatalista cabeza.

      —¿Me veo muy apaleada, Víctor?

      —No, señora, se ve usted muy bien. Como siempre.

      No sabía si creer a su siempre cariñoso chofer o a su estado de ánimo. El resto del domingo, Lorna y ella trabajaron maquetando la propuesta, montando imágenes en PowerPoint y tratando de mantenerse vivas y en pie a pesar de la resaca del sábado. Y aunque estaba complacida con la propuesta que habían creado, no pudo pegar ojo en toda la noche y se había levantado con zozobra. Aun así, tomó valor, se maquilló a la perfección y se enfundó en aquel traje de Dior rojo que le quedaba tan bien. Necesitaba proyectar poder, fuerza. Llegó a la editorial y antes de bajarse del coche, vio que frente a ella pasaba Claudine. Decidió esperar un momento en el coche, porque no le apetecía nada cruzarse con ella y tener que hacerle plática, máxime cuando ese día iba a despedirla. Una vez que la perdió de vista, Helena se bajó y fue hasta su oficina.

      —Buenos días, Carmen. ¿Sabes si Adolfo ya llegó? —preguntó Helena nada más llegar.

      —Lo acabo de ver, yo creo que casi se cruzan en el elevador.

      —Muy bien. Dejo mis cosas en la oficina y subo a la sala de juntas. ¿Cómo me veo?

      —Perfecta, impecable. Como siempre, se rendirán a tus pies —dijo Carmen, orgullosa de su jefa.

      —Gracias, cariño. Si no fuera por ustedes… ¿Dónde está Claudia? —dijo al ver su lugar vacío.

      —No ha llegado.

      —Pero si la vi pasar delante de mí frente a la editorial…

      —Debe de estar en el baño. O se habrá ido a desayunar a la cafetería. Cualquier cosa que la mantenga fuera de su escritorio es buena —dijo Carmen.

      Helena suspiró. Tomó su iPad y se dirigió a la sala de juntas. En el camino, examinó su imagen reflejada en una puerta de cristal. No era inseguridad preguntar a los demás o al espejo cómo se veía: le costaba trabajo creerles porque se sentía devastada. Los últimos meses, entre el famoso curso, las vicisitudes de la editorial y un inesperado sentimiento de soledad física —sí, le hacía falta sexo, para qué negarlo—, habían sido bastante desgastantes. Y el fin de semana fue la cereza del pastel. Ahora sí, después del Fashion Week, me voy a tomar unas vacaciones a la playa aunque la deteste. Quiero dormir todo el día y sólo despertar para comer.

      Entró a la sala de juntas y ya estaba ahí Adolfo con Anita, la directora de ventas, sentados juntos en las sillas frente a la entrada. Aquel sitio era un espacio alargado con una mesa rectangular al centro, austero y descuidado. La mesita del proyector estaba un poco caída hacia la derecha, por lo que cuando un grupo estaba viendo una presentación parecía sufrir de tortícolis colectiva. Por un lado del salón, las ventanas daban a la calle y las persianas desvencijadas dejaban pasar el sol todo el tiempo; y por el otro lado, las ventanas que daban al pasillo de la editorial estaban cubiertas con unas cortinas que antaño fueron beiges y que ahora sólo eran pardas.

      —Buenos días —dijo Helena. Y no hubo necesidad de preguntar una vez más cómo se veía, porque tanto Adolfo como Anita se quedaron impresionados.

      —Buenos, guapa. Siéntate. Enséñanos lo que tienes —dijo él. Helena sonrió discretamente porque recordó que Adolfo usaba mucho esa frase también en otros ámbitos… más íntimos.

      Y así, con una energía sacada de las entrañas, Helena hizo una gloriosa presentación; vamos, que si el dueño de la editorial hubiera estado ahí, seguro hasta le daba el trabajo de Adolfo. Por los rostros de sus interlocutores, supo que lo había hecho bien, que podía llevar a un siguiente nivel a su publicación. Satisfecha, tomó asiento en la cabecera de la mesa para recibir feedback. Anita quiso hablar, pero de reojo miró a Adolfo y no se atrevió. Él, por su parte, miraba la pantalla de su laptop y tecleaba a toda velocidad. Helena había estado tan entregada a su presentación que no recordaba si había estado haciendo eso también mientras ella hablaba. Es un cabrón maleducado, pensó. Aquello era importante y para él era como si ella hubiera recitado una poesía a la bandera en la escuela primaria. Pasaron un par de minutos que se le hicieron horas y, por debajo de la mesa, comenzó a clavar sus uñas en la silla. Anita había sacado su teléfono. Por fin, con el último golpe teatral al teclado, Adolfo volvió de donde estaba.

      —Me parece muy interesante y bien aterrizada tu propuesta, Helena, pero creo que necesitamos más.

      —¿Más qué? —dijo Helena con una sorpresa que alcanzó niveles insospechados de rabia. Estas mezclas emocionales se le daban mucho cuando no dormía.

      —Más radicalismo, Helena. Más novedad. Necesitamos hacer una nueva revista. Los jefes dicen que Couture sólo la leen las abuelas ya. Y en cuanto se muera la última lectora, se llevará en el ataúd lo que quede de la revista.

      —¿Eso es lo que le has dicho a los jefes? Digo, porque sabes que eso es mentira y que nuestra lectora tiene un promedio de treinta años…

      —Ésas son las abuelas —dijo Adolfo—. Hoy día si no te leen los jóvenes, estás perdido. Y las niñas de diez años ya están interesadas en la moda. Por eso…

      —No sé si estás consciente del enorme insulto que acabas de proferir, Adolfo. Pero voy a pasarlo por alto porque en el fondo creo que a veces no eres consciente de lo que dices. Y si escuchaste la presentación, pienso bajar el nivel de edad de la revista para lectoras en sus veinte…

      —Los veinte siguen siendo gente mayor, Helena. No sabes cuánto me están presionando con este tema. Los de arriba creen que hay que ser más drásticos…

      El teléfono de Adolfo se iluminó como señal de que había recibido un WhatsApp. Presuroso, lo tomó y respondió. Helena lo miró ponerse de pie y levantar un poco la cortina de la ventana que daba al pasillo, buscando sabía Dios qué. Volvió a sentarse en su sitio y cerró su laptop, poniendo ambas manos empuñadas encima de ella. Helena lo miraba con atención tratando de leerlo. ¿Era la presentación o algo más? ¿Sería que sus jefes habían decidido ahora sí cerrar Couture? Un golpe en la puerta la puso aún más nerviosa. Quería que Adolfo le dijera ya qué estaba pasando.

      —¿Se puede? —dijo Mary Montoya, la directora de Recursos Humanos de la editorial, entrando a la sala de juntas… seguida por Claudine.

      Helena las miró y recordó el memo que había dejado listo el viernes. Con tantas cosas en que pensar no recordaba que hoy también tenía que ocuparse de despedir a Claudine.

      —Querida, no es el momento. Si me esperan tú y Claudia en mi oficina, ahora bajo para hablar con ustedes.

      Montoya la miró extrañada. No sabía de qué estaba hablando Helena.

      —Yo les pedí que vinieran —dijo Adolfo.

      Helena se puso de pie y con toda discreción se acercó a Adolfo para decirle en voz baja: “¿La quieres despedir ahora? Acabemos primero con el otro tema”. Pero Adolfo sólo le pidió que regresara a su lugar e invitó a sentarse a las recién llegadas.

      —Le

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