Bloggerfucker. Antonio González de Cosío

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Bloggerfucker - Antonio González de Cosío El día siguiente

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Son los idiotas que se han quedado con el prejuicio del siglo XIX, cuando una mujer de más de cuarenta ya era una anciana. A ver: nuestras madres se sentían así. Son los mismos idiotas que creen que una mujer es inferior, y ya no te digo si es madura. Pero hemos trabajado muy duro para erradicar esos prejuicios. Algo habremos logrado, ¿no crees?

      —Parece que no lo suficiente.

      Se dieron un largo y emocionante abrazo, de esos que llegan hondo y calientan el interior como una sopa en invierno. Pero Lorna sabía que hasta el consuelo debía limitarse antes de que se convirtiera en conmiseración. Así que decidió echar adelante el plan “vuelve a la vida”.

      —Deberíamos pedir algo para cenar aquí. No querrás salir a la calle con esa pinta —dijo Lorna suspirando y recomponiéndose.

      —Perfecto. Sí, tengo hambre. ¿Pedimos una pasta a O’ Sole Mio? Ésa con piñones y zucchini.

      —Me encanta la idea. ¿Tienes vino?

      —Una caja que compré el mes pasado.

      —Okey. Supongo que nos alcanzará. ¡Ah! Por cierto, se me había pasado decirte: también a mí me echaron del trabajo.

      Muchas cosas pasaron esa noche, pero todas tenían que pasar. Fueron parte de la gatarsis, como siempre la llamaba Lorna: era una especie de catarsis pero con mayor cantidad de melodrama y toques de telenovela. “Uno de los privilegios de ser mujer”, decía. Pero después de tirar esa bomba, Lorna quiso jugar a la indiferente, al “todo esto no me importa”, y eso hizo enfurecer a Helena. El silencio era más denso que la polución de Pekín. Y quizá más difícil de soportar.

      Helena estaba fúrica. Primero Lorna le venía con una perorata sobre ellas siendo ellas y dejarse de tonterías, y se guardaba esto. Y se hace la chistosa queriendo minimizar lo que le sucede, como siempre, y poner una fachada de humor ante algo que la lastima. A veces pensaba que lo hacía para sentirse la interesante. Sí, estaba furiosa.

      —Tuviste que decírmelo.

      —Te lo dije.

      —Antes, quise decir antes. Vienes a hacerte cargo de mí cuando ya tienes suficiente en tu plato.

      —Puede que sí, Helena, pero tú tienes problemas de digestión y yo no. Puedo comer todo lo de mi plato y ayudarte con el tuyo. Y cagarlo divino después. Tú tienes gastritis y úlcera y necesitas Ranitidina. Yo soy tu Ranitidina.

      —¿En serio vas a bromear con todo esto?

      —Nena: tú has sido la que ha estado encerrada todos estos días, no yo. Soy yo quien vino a buscarte, y por eso las cosas se dieron en ese orden: primero tú y luego yo. Si hubiera sido al revés… pues hubiera sido igual porque tú eres más dramática y egocéntrica que yo. Pero así te he querido siempre.

      Helena apretó los dientes porque parecía que, por lo menos esa noche, no podría tener una charla seria con Lorna.

      —Okey, cariño, muy bien. Mi ego está satisfecho por hoy. Vamos contigo, ¿por qué no me llamaste siquiera?

      —Sí llamé, pero… —y extendió el dedo señalando su celular muerto sobre la mesa—. A ver, pasó ayer y fue bastante tranquilo. No dejó de ser una ojetada, pero fue menos teatral que lo tuyo. Hace un par de semanas le dijeron a mi jefa que había que deshacerse de la gente con mucha antigüedad en la revista: nueva política de emergencia en la editorial. Pero la idea era tratar de hacer que la gente se fuera motu proprio, para ahorrarse liquidaciones millonarias. De modo que la estrategia fue hacernos la vida imposible para obligarnos a renunciar.

      —Sí, ya sé de lo que me hablas. Lo hicieron también en AO.

      —Incluso la muy rastrera de mi jefa quiso recomendarme para un trabajo con la competencia, como si tratara de ayudarme. “Las cosas están muy mal aquí”, me dijo. Pero cuando decliné la oferta porque pagaban una mierda, comenzó a portarse conmigo como una hija de puta sin razón alguna. Me extrañó, pero ya sabes que a mí se me resbalan bastante las cosas. Apenas la semana pasada me llevó a la cafetería y me dijo toda la verdad: quería joderme para que renunciara. Le dije que no había problema, que si me querían fuera estaba perfecto, pero no sería gratis. Ya parece que después de tantos años de trabajo les regalaría mi liquidación. Entonces me dijo que justo esa mañana había hablado con Recursos Humanos y conseguido que la editorial me ofreciera una jubilación temprana.

      —¿Jubilación? —chilló Helena como si se tratara del peor de los insultos.

      —Jubilación, nena. Como si fuera yo Maggie Smith. Sólo me faltaba el sombrero de bruja. Ayer estuve todo el día con ellos: me amenazaron con hacerme auditorías, con revisarme hasta la laringe. Les dije que no tenía nada que temer, pero que yo sí podía demandarlos por acoso laboral. “Puedo ir a juicio sin problema: sé de buena fuente que muchas personas importantes los traen entre ceja y ceja y que sólo necesitan un escándalo para tirárseles a matar. Yo voy a ser ese escándalo”, les dije. Se cagaron, nena. Ya ves que puedo tener ese efecto en la gente. De modo que al final logré que me liquidaran… y que, además, siguieran pagando mi seguro social para jubilarme cuando me toque. Faltaría más.

      —¡Los pusiste a raya! ¿Por qué Dios no me dio tus cojones? —le dijo Helena con los ojos brillantes.

      —¡Qué dices! ¡Pero si tú no usas falda porque los huevos se te asoman, nena!

      Y ambas rieron a carcajadas con una risa explosiva, casi histérica. De esa que hace que te orines, llores y que te deja sin resuello.

      —Y además —dijo Lorna entre risas— el día que vaya a recoger mi cheque les voy a llevar un frasco con arañas de las gordas para soltarlas en la redacción.

      —No, cariño, no hagas eso —respondió Helena, y tras callar unos segundos continuó—: Mándalas por mensajería. Es más elegante.

      Y siguieron riendo hasta que la comida llegó.

      Al abrir el único ojo que no cubrían las sábanas de seda impregnadas del perfume de vainilla de Aerin Lauder que usaba Helena para dormir, una punzada en la cabeza la hizo cerrarlo de nuevo. Repitió la operación, pero esta vez con más cautela para que la luz del día no volviera a taladrarla. Se incorporó un poco y miró bajo las sábanas: sí, se había puesto el pijama. Se pasó una mano por la cara y, sí, también se había desmaquillado. Qué sueño más bizarro había tenido. No recordaba haber soñado algo así de raro desde que le recetaron Wellbutrin. ¿Lorna se habrá ido a su casa?, se preguntó mientras sentía la necesidad de cafeína. Intentó ponerse de pie, pero al perder el equilibrio, decidió volver a la cama un momento más y quedarse quietecita. Tenía años de no emborracharse de esa manera. Cuando se sintió con más fuerzas, se incorporó poco a poco con fin de ir a la cocina y hacerse un expreso. Triple.

      —¡Lorna! —gritó.

      Pero el propio sonido de su voz latigueó una vez más su cabeza y decidió hacer una rápida búsqueda de su amiga… en silencio. Le preocupaba que la muy inconsciente se hubiera marchado en aquel estado, aunque no sería la primera vez que lo hiciera. Se asomó a la sala y nada. Tampoco en la cocina. Ni en el comedor. Entró al baño para lavarse la cara y por el espejo distinguió un bulto dentro de la bañera.

      —¡Cariño, despierta! ¿Estás bien? —dijo, sacudiéndola preocupada. Lorna abrió los ojos y se llevó rápidamente la mano a la cara para tapar la luz. Gruñó.

      —¡Ay!

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