Bloggerfucker. Antonio González de Cosío
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—¿La chica esta que te recomendé, la blogger esta… Alegría algo?
—La perseguimos una semana para que entregara un texto de media página, lleno de errores de dedo y con faltas de ortografía cada dos palabras. No sirvió de nada.
—Pues tiene como un millón de seguidores…
—Analfabetas seguro. No creo que ni diez de ellos lean Couture.
—Ahí lo tienes —dijo Adolfo contundente—. Lo que quiero es que por lo menos uno de esos diez millones se interese en leer la revista. Necesito que cambies el enfoque, que la hagas masiva.
—El lujo, en cuanto se vuelve masivo, deja de ser lujo.
—Entonces llamémoslo de otra forma, nuevo lujo, “luxury”. Lujo sin pompa o estiramientos. ¿Ves a los chinos que hacen cola fuera de Louis Vuitton en París? ¿Los ves lujosos a ellos? ¿Crees que sepan realmente por qué están comprando? No, ¿verdad?, pero lo consumen. Vaya que lo consumen. Eso quiero: que haya colas para comprar tu revista, aunque quien la compre no la entienda. Los tiempos han cambiado.
Después de un largo respiro, alcanzó el vaso y apuró el whisky restante. No hizo gesto alguno.
—Necesito que para el lunes me presentes un proyecto de renovación para Couture. Quiero que sea atractiva para nuevos lectores y seguidores en redes sociales.
—Pero es viernes por la tarde, Adolfo…
—Esto urge, Helena. Nuestros trabajos penden de un hilo. Si no quieres que nos cargue la chingada, tiene que entrar más dinero a la editorial. Tú eres la maestra de la creatividad, lo sabes todo de este negocio. Piensa en cosas novedosas, populares. ¿Qué tal poner en portada a la niña esta, Vivian Vi?
—¿La que subió el video tatuándose una nalga y se le escapa un pedo? ¿Eso quieres en la portada de Couture?
—Era sólo una idea. Tú eres la que sabe de esto. Te espero el lunes entonces, no me falles. Si no, tú y yo… —e hizo con la mano el gesto de degüello sobre su garganta.
Helena abandonó la oficina de su jefe desolada. La cabeza le estallaba. Le esperaba un fin de semana de mierda.
Esa noche llegó a su casa y se tiró en el sofá. Ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los zapatos. Todo le daba igual. En medio de su amplio salón decorado en tonos blanco y beige, parecía un borrón negro en una página blanca. Levantó los ojos y vio su retrato sobre la ultramoderna chimenea: era una pintura que le había hecho veinte años atrás un pintor alemán que comenzaba su carrera y ahora era uno de los artistas más relevantes del momento. La imagen con dejos picassianos mostraba el rostro de Helena de forma abstracta, pero los ojos tenían una vida impresionante. Por eso le gustaba tanto esa pintura: porque sentía que ella misma se veía desde fuera y, a veces, esa otra le daba consejos. Esa noche le dijo: “Cariño, vuélvete taxidermista”.
Se puso de pie y caminó hasta el bar que estaba junto al ventanal para servirse un coñac. El viento que se había levantado esa tarde apenas se había calmado, y el cielo se veía brillante y despejado. Abrió la ventana para aspirar profundamente una bocanada de aire frío que la reanimara… pero no funcionó. Decidió volver al sofá y prendió el video para ver un documental sobre Hubert de Givenchy que llevaba días queriendo mirar. Pero, extenuada por el cansancio, se quedó dormida en el sofá. Ya le hubiera gustado soñar que era Audrey Hepburn y que su vida era perfecta. Pero siendo consecuente con la rachita que llevaba, soñó que era la mano derecha de Givenchy cuando vendió su negocio a LVMH y… que se había quedado sin trabajo. Después de algunas horas de sueño, despertó de golpe. El cielo ya estaba claro: eran las doce del mediodía del sábado. Corrió a arreglarse: había quedado a las 12:30 para hacer brunch con Lorna.
Lorna Lira no sólo era la mejor amiga de Helena, sino muy probablemente la única. A pesar de dedicarse a la misma profesión, eran muy distintas. Lorna trabajaba para la revista Elle como subdirectora. Llevaba muchos años ya en esa posición y no le interesaba ninguna otra. Varias veces sus jefes quisieron darle la dirección de la revista, pero ella se negó siempre: estaba muy bien donde estaba. Lo suyo era el periodismo y la edición, y sabía que siendo la directora, lo último que haría sería eso. Adoraba el bagaje intelectual de la moda, su importancia sociológica, sus similitudes con el arte. Y si bien le gustaba mucho la ropa, jamás fue esclava de la moda. Usaba jeans o faldas rectas con blazers e impecables blusas blancas; el cabello siempre corto dejaba lucir sus aretes grandes y contundentes, su sello más característico. En el calzado no tenía punto medio: o se montaba en tacones altísimos o bien iba con zapatos planos. ¿Tenis? A veces, blancos, impecables, sencillos.
Lorna era una rara avis en la industria de la moda. Respetada, pero nunca temida, jamás le gustó ser diva: eso de pelear por un lugar mejor en un desfile, montar escándalo cuando no era invitada a una fiesta o pedir productos a cambio de publicaciones. La competencia entre editores de revistas le parecía tan inútil como cuando los adolescentes se pelean para ver quién la tiene más grande. Se había casado y divorciado, y de su matrimonio había nacido un hijo que ahora tenía veinticinco años y que jamás le había causado problemas. No solía presionarse demasiado por las cosas que, según la sociedad, te dan estatus: casarte, tener hijos, mantener una gran figura, ser exitosa y estar a la moda, y quizá por eso todo le fue llegando de forma suave y a su debido tiempo, lo cual le daba una personalidad bastante pragmática. Eso sí, nunca se mordía la lengua para decir lo que pensaba, y cuando se enojaba, había que salir huyendo. Se entendía tan bien con Helena porque, a pesar de ser ambas dos mujerzotas, no competían entre sí. Lorna siempre se sintió honradamente feliz por los logros de su amiga, por sus conquistas profesionales y por que fuera la número uno. Pero también, siempre le había dicho la verdad, y cada vez que creía que Helena estaba haciendo una idiotez, se lo hacía saber directamente y sin adornos. Y del otro lado funcionaba exactamente igual.
Helena llegó quince minutos tarde al restaurante con el cabello graciosamente recogido en la nuca y un impermeable de Burberry que prefirió no dejar en el guardarropa. “No se preocupe, me lo llevo conmigo”, le dijo a la hostess. Miró a Lorna de pie en la recepción vestida en skinny jeans, un suéter de cashmere rojo y unas slippers de terciopelo de Gucci. Vio cómo sus enormes aretes esféricos se movían frenéticamente mientras discutía con un mesero.
—Me caga este lugar porque no te dan la mesa hasta que llega tu acompañante. No sea que les vaya a dar mala imagen una mujer esperando sola. Pendejos —dijo mientras besaba en la mejilla y abrazaba con fuerza a Helena.
—Perdóname. Me quedé dormida. Venga, vamos a darnos un atracón de los muffins esos que nos encantan.
Ya en su mesa, con café circulando en su sistema, huevos benedictinos al frente y en un extremo una bandeja de muffins recién horneados, las dos mujeres daban una imagen más de sábado por la mañana. Fuera hacía un día precioso, y por un momento Helena olvidó la semanita que había tenido. Sintió la mirada de un par de mujeres en las mesas cercanas: señoras que la reconocían o que la veían con esa mezcla de admiración y envidia que muchas de su edad le dedicaban constantemente. Su estrategia para hacerlas sentir mal por mirarla fijamente era levantar su copa —o, como ahora, su taza— y dedicarles una sonrisa. No fallaba: las hacía desviar la mirada inmediatamente, llenas de mortificación. No entendía muy bien la envidia porque quizá la había sentido pocas veces en su vida; y no era por arrogancia, simplemente porque había trabajado tanto por lo que tenía que sería una idiota si