Bloggerfucker. Antonio González de Cosío
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—Claudia, ¿crees que éste es el sitio más adecuado para hacer eso?
Claudine, sorprendida al no haberla sentido llegar, bajó de golpe los pies del escritorio llevándose con ellos el libro, el barniz de uñas y, por si fuera poco, un vaso de café. Para su suerte —y la mala de Helena— vio cómo todo el café que le había caído encima resbaló por su falda de vinilo de Raf Simons y escurrió hasta el tapete beige, que lo absorbió rápidamente. Se echó atrás un mechón de su cabellera rubia y entonces se percató de lo que Helena estaba viendo: el frasco del barniz de uñas había ido a parar justo encima del libro de Chanel.
—Dios mío —dijo mortificada—. Perdóname, Helena. Yo te pago el libro.
Fúrica, Helena recogió del suelo su ejemplar manchado con un salpicón de color carmesí que parecía sangre. Ya le hubiera gustado a ella que lo fuera: la de Claudine.
—No, Claudia, no puedes pagarlo. Este libro no tiene precio. Me lo regaló Lagerfeld hace diez años cuando lo presentaron en París. Creo —dijo mientras ponía el libro en un lugar seco— que deberías irte a tu lugar ahora mismo. Y llévate tus zapatos —agregó mientras los apartaba de su camino, asqueada, con la punta de sus stilettos Valentino. Claudine tomó sus zapatos y corrió al baño. Helena sintió que se le revolvía el estómago, no sabía si de la furia o por el hedor a acetona mezclado con el café que había quedado en el ambiente. En su escritorio, gotas de café y esmalte habían ido a parar a documentos por firmar, algunas de las páginas por aprobar de la revista y su estuche de bolígrafos de piel de Montblanc. Qué mujer más pendeja, se decía para sus adentros. Al intentar sentarse, su disgusto subió al siguiente nivel: el chal de cashmere que había dejado el día anterior estaba en su silla… lleno de café.
Carmen, que había mirado toda la escena desde fuera, entró a la oficina de su jefa para ayudarla a limpiar el desastre que la otra había causado.
—Debe de estar llorando en el baño. Esta niña llora por todo —dijo Carmen.
—Perfecto, que llore ahí donde yo no la vea. No soporto las lágrimas fáciles de las mujeres.
Helena estaba desencajada. Hacía mucho que Carmen no la veía tan enfurecida. A pesar de que el “mito de Helena” era el de una mujer dura y mal encarada, sabía que su jefa era una mujer firme, pero rara vez colérica. De hecho sonreía más de lo que se enojaba, pero eso no era lo que la gente identificaba en ella. Le dedicó una mirada no de compasión, sino de solidaridad: que la babosa esa la hiciera enojar era lo único que le faltaba después de la temporadita que estaba teniendo con todos los cambios en AO. La ayudó a limpiar lo que pudo y arregló el escritorio.
—¿Por qué la conservas si es tan inútil, Helena? Además de que no sabe nada de nada, tiene una actitud repelente la chica. Nadie la soporta, nadie quiere trabajar con ella. No tiene idea de moda: todo se lo escriben las becarias. Y encima, cuando tú no estás, siente que es la jefa y maltrata a todos los que no considera “a su altura”.
—Pero ¿qué altura? —dijo Helena—. Esta niña no tiene educación. Tiene mucho dinero, pero clase, ninguna. Mira que pintarse las uñas de los pies en mi escritorio…
—Quise impedírselo, pero me dijo que tenía que hacer una llamada en privado. Y hasta me ordenó que fuera a comprarle un café.
—No lo habrás hecho, ¿verdad?
—No, hasta ahí podíamos llegar.
—Tienes razón, no sé por qué la conservo. Sí es muy hábil con las redes sociales y tiene impoluta la página web. Pero me pregunto si no estoy pagando un precio demasiado alto.
Helena trató de concentrarse y ponerse a trabajar. No pasó mucho tiempo cuando una Claudine con los ojos hinchados y maquillaje retocado tocó la puerta de su oficina.
—¿Puedo pasar, Helena?
Helena alzó la mirada y, con resignación, asintió. Sin cerrar la puerta, Claudine se sentó frente a ella, quien la miraba atenta en espera de cualquier disculpa hueca.
—Helena, me gustaría decirte algo que he venido pensando desde hace mucho…
—Me alegra saber que piensas —dijo, mirándola fijamente.
Pero Claudine ni siquiera se dio por aludida y continuó con su perpetuo monólogo. No sabía escuchar y, quizá por ello, no se enteraba de la mitad de las cosas que le contaban su novio, su padre… o sus jefes. En su mente, ella tenía una idea clara de las cosas y parecía que sólo escuchaba aquello que le fuera útil para apuntalar sus argumentos. Así que continuó.
—… y creo que necesito tener mi propia oficina. Privada. No me siento cómoda en un escritorio junto a todo el mundo. No puedo hacer bien mi trabajo si me siento una del montón.
Helena sintió cómo su cara ardía mientras clavaba las uñas en los descansabrazos de su silla. Sus labios se iban apretando de tal manera que su boca se convirtió en una línea tensa de color fucsia. Su rostro se transformaba segundo a segundo al escuchar las palabras de Claudine. ¿Se estaba burlando de ella? ¿Ésta era su forma de disculparse?
—Lo que pasó hoy —continuó Claudine— se pudo haber evitado si yo tuviera una oficina.
Ya con el rostro en un rictus, Helena tomó una larga respiración para no perder el control, pero no sabía por cuánto tiempo más podía permanecer ecuánime.
—Claudia…
—Claudine. Me llamo Claudine.
—No: te llamas Claudia. Claudia Refugio Mendoza. Recuerda que yo te contraté, en mala hora. No eres Claudine Cole. Tu nombre, tu talento y tu visión editorial son una invención tuya. Nada de lo que viniste a ofrecer aquí es verdad. Es un cuento: para eso eres buena, para inventar historias. Ni siquiera para escribirlas.
—Bueno, ésa es tu opinión —dijo Claudine envalentonada—, y hoy día los jóvenes tenemos derecho a decir lo que…
—En este momento, tu único derecho es a guardar silencio. Ya dijiste lo que tenías que decir. En lugar de disculparte por hacer mal uso de mi oficina, subir tus pezuñas en mi escritorio y dañar irreparablemente un objeto muy preciado para mí, vienes a decirme, encima, que la culpa de todo esto es mía por no darte una oficina. ¿Te das cuenta del tamaño inmenso de esta estupidez?
Una ráfaga de aire que entró por la ventana cerró de golpe la puerta de la oficina e hizo que Claudine pegara un rebote, pero Helena no se dio por enterada. Su enojo era tan grande que podía ser ella quien estuviera