Los reinos en llamas. Sally Green
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Читать онлайн книгу Los reinos en llamas - Sally Green страница 4
—Voy a recorrer el campamento. Me gustaría ver a mis soldados.
Davyon frunció el ceño.
—Necesitará que parte de la Guardia Real la acompañe.
—¿En mi propio campamento?
—Usted es la reina. Puede haber asesinos —murmuró Tanya en voz alta, como sólo ella podía hacerlo—. Y en caso de que lo haya olvidado, hay un ejército hostil al otro lado de esa colina.
—Muy bien —dijo Catherine—. Convoca a la Guardia Real.
Davyon se inclinó.
—Yo también la acompañaré, Su Alteza.
—¿Necesitará su armadura, Su Alteza? —preguntó Tanya.
—¿Por qué no? —suspiró Catherine—. Estoy segura de que la protección adicional complacerá a Davyon. Vamos a deslumbrarlos.
Aunque no se sentía en absoluto deslumbrante.
Mientras el sol ascendía sobre el campamento, Catherine, con un traje blanco bajo su brillante armadura, el cabello trenzado alrededor de la corona y suelto sobre la espalda, salió con Davyon (con una sonrisa rígida en el rostro), Tanya (los ojos cansados, un traje azul y chaqueta blanca que Catherine no había visto antes) y diez hombres de la Guardia Real, todos con el cabello teñido de blanco.
Catherine sintió que mejoraba su estado de ánimo en el momento de saludar a los guardias por nombre y se detuvo a preguntar a uno de ellos:
—¿Cómo sigue su hermano, Gaspar?
—Mejorando, Su Alteza. Gracias por enviar al médico.
—Me alegra que haya sido de ayuda.
Catherine no había puesto un pie fuera del recinto protegido desde la batalla del Campo de Halcones. Había estado en reuniones, cuidando a Tzsayn o durmiendo. Ahora, mientras daba unos pasos afuera de las altas paredes de las tiendas reales, vio al ejército de Pitoria. Su ejército.
El campamento se extendía hasta donde Catherine alcanzaba a divisar y, aunque no se había movido de sitio desde la batalla, estaba por completo irreconocible. Siempre había sido un poco caótico, con tantas tiendas de campaña, caballos y personas, incluso pollos y cabras, pero se había instalado en agradables y extensos pastizales. Siete días de lluvia y miles de botas pisoteando el suelo lo habían cambiado todo. Ya no quedaban rastros de hierba, sólo se veía el fango espeso intercalado con charcos de agua marrón, sobre los cuales nubes de diminutas moscas colgaban como humo a la luz de la mañana.
—Mosquitos —se quejó Tanya, golpeándose el cuello—. Ayer me picaron todo el brazo.
Davyon eligió una ruta por el campamento que estuviera lo más seca posible, pero mientras se movían entre las tiendas percibieron algo más suspendido en el aire, además de los mosquitos: un olor —no, un hedor— de restos humanos y animales.
Catherine cubrió su rostro con la mano.
—Este aroma es bastante abrumador.
—He estado en granjas con aromas más dulces —dijo Tanya.
Un poco más adelante, algunas de las tiendas estaban completamente anegadas. Los soldados caminaban con barro hasta los tobillos y nubes de mosquitos a su alrededor.
—¿Por qué no han trasladado sus tiendas? —preguntó Catherine a Davyon.
—Son los hombres del rey. Necesitan estar cerca del rey.
—Necesitan estar secos.
—No esperábamos que las lluvias duraran tanto, pero los hombres son resistentes. Es sólo agua, y como Su Alteza dijo, las lluvias parecen haber terminado.
Catherine salpicó de fango al pasar a un grupo de soldados en una pequeña isla de tierra relativamente seca. Los hombres saludaron y sonrieron.
—¿Cómo se las arreglan con la lluvia? —preguntó.
—Podemos con cualquier cosa, Su Alteza.
—Ya puedo sentir que mis botas están empapadas y sólo he estado aquí un momento. ¿No tienen los pies mojados?
—Sólo un poco, Su Alteza —admitió uno.
Pero otro hombre más osado agregó:
—Empapados, y así llevo varios días. Mis botas están podridas, los pies de Josh se han vuelto negros y Aryn tiene fiebre roja, por lo cual es posible que no lo volvamos a ver.
Catherine se volvió hacia Davyon.
—¿Fiebre roja?
Davyon hizo una mueca.
—Es una enfermedad. Los médicos están haciendo lo que pueden.
Catherine agradeció a los hombres por su honestidad y partió de nuevo. Cuando estuvieron fuera del alcance del oído de los soldados, le susurró a Davyon:
—¿Hay hombres muriendo de fiebre? General, esto no es lo que esperaba de usted. ¿Cuántos han enfermado?
Davyon rara vez mostraba sus emociones y su voz ahora reflejaba más cansancio que irritación.
—Un hombre de cada diez muestra síntomas. No quería molestarla con eso.
Catherine estuvo a punto de maldecir.
—¡Son mis hombres, mis soldados! —dijo—. Yo quiero saber cómo están. Usted debería haberme informado. Debería haber trasladado el campamento. Hágalo hoy, general. No podemos asumir que las lluvias no volverán. E, incluso si así fuera, este lugar ya es un lodazal, lleno de moscas y suciedad.
Davyon se inclinó.
—En cuanto Su Alteza regrese sana y salva al complejo real comenzaré el proceso…
—Comenzará el proceso ahora. Tengo diez guardias conmigo, Davyon, no necesito que usted también venga. Y me parece que ahora tengo más probabilidad de morir ahogada o de fiebre que por la flecha de un asesino.
Los labios de Davyon permanecieron apretados cuando volvió a inclinarse y se marchó sin decir palabra. Catherine continuó su recorrido, deteniéndose eventualmente para hablar tanto con sus hombres cabezas blancas como con los cabezas azules de Tzsayn. La mayoría parecía feliz de verla y todos preguntaron por su rey.
—Sabíamos que lograría escapar de Brigant. Si alguien podía hacerlo, era él.
Catherine sonrió y dijo lo orgullosa que estaba Tzsayn de sus hombres por su lealtad y coraje. Era evidente que ninguno sabía que Tzsayn estaba enfermo y quizá sería mejor mantener así las cosas.
La joven se detuvo en el extremo norte del campamento desde donde podía ver el Campo de Halcones. También estaba irreconocible, al igual que el