Los reinos en llamas. Sally Green
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El rostro del canciller nunca parecía demostrar ninguna emoción verdadera; su sonrisa era aduladora, el ceño distante, la tristeza rutinaria. Y a Edyon siempre le daba la impresión de que ese hombre necesitara desesperadamente soltar una flatulencia y estuviera haciendo un gran esfuerzo por retenerla.
Quizás ése sea su pequeño problema.
—¿Qué problema? —Thelonius frunció el ceño.
—Habladurías, Su Alteza. Rumores. Chismes. Relacionados con Edyon —el canciller hizo una mueca como si la flatulencia le estuviera provocando muchas molestias internas.
—Espero que no haya más objeciones a que Edyon sea legitimado —la frase venía de lord Regan, el amigo más querido de Thelonius, el hombre que se había encargado de localizar a su hijo y entregarlo a salvo en Calidor. Aunque, por supuesto, no había resultado según el plan, debido a Marcio…
Pero ahora Edyon no pensaba en Marcio.
El canciller se giró hacia Regan y lo corrigió.
—En realidad, no hubo objeciones a la legitimación, sólo preocupaciones sobre un precedente que se está sentando.
Regan asintió.
—Por supuesto, así es, preocupaciones, no objeciones.
—Y ya las hemos resuelto. No hemos sentado ningún precedente —lo interrumpió Thelonius.
—Muy bien, Su Alteza —aceptó el canciller.
El primer obstáculo para la legitimación de Edyon era que Thelonius no se había casado con la madre de Edyon. Un buen número de nobles estaban preocupados por el hecho de que al colocar a Edyon en línea al trono, se permitiría que todos los hijos ilegítimos se presentaran a reclamar tierras nobles. Nadie tendría seguridad. El sistema se desmoronaría. Reinaría el caos donde ahora había orden.
Edyon se había preguntado cómo lidiaría su padre con esta difícil situación y asumió que llevaría semanas o meses considerar y analizar los puntos legales, pero el rey había ignorado el tema con facilidad. Thelonius había afirmado que él se había casado con la madre de Edyon en una ceremonia en Pitoria. Que se habían casado y se habían divorciado rápidamente. Los papeles se habían extraviado, pero Thelonius tenía un diario de los acontecimientos. Lord Regan, quien había viajado con él a Pitoria dieciocho años atrás, había sido llamado para confirmar todo. Y así, con tal facilidad y velocidad, la mentira se había convertido en verdad.
A Edyon, no obstante, le resultaba menos fácil confirmarlo. Estaba sorprendido de descubrir que, aunque podía mentir sobre la mayoría de las cosas, no podía mentir sobre su madre o su propio nacimiento. Él era el hijo ilegítimo de Thelonius. Sus padres no habían estado casados y toda su vida había sido moldeada por ese hecho. Ese hecho lo había convertido en la persona que era ahora y siempre había estado decidido a no avergonzarse de ello. Cuando el canciller lo presionó para confirmar la mentira de Thelonius, Edyon descubrió que lo máximo que podía hacer era no negarlo. Había argumentado:
—Yo no estaba allí. Estaba en el vientre de mi madre. Y ella nunca me habló de aquello —Edyon sintió que sólo podía decir eso, ya que no era una mentira completa, pero tampoco era toda la verdad.
Thelonius no tenía tales reparos e incluso una noche embelleció la mentira, aunque es cierto que lo hizo después de unas copas de vino, hablando de la boda como si hubiera sucedido:
—Una relación sencilla, unas promesas intercambiadas, una playa, el mar, jóvenes amantes, pero estábamos casados —había mirado a los ojos de Edyon con una sonrisa—. Y todos están de acuerdo en que eres mi viva imagen. Tu cara, tu estatura: eres igual a como era yo hace veinte años. Es obvio que eres mi hijo —y eso era verdad. Al menos no había argumentos, preocupaciones u objeciones sobre eso.
—Aunque todavía hay aprensiones entre los nobles —la voz del canciller interrumpió los pensamientos de Edyon.
—Ah, entonces ahora son aprensiones —murmuró Regan.
—Los nobles siempre tienen motivos de aprensión —Thelonius suspiró, miró a Edyon y agregó—: Acerca del dinero, del poder, del futuro.
Y ahora aprensiones respecto a mí.
—Y siempre debemos tener cuidado de calmar sus preocupaciones —continuó el canciller—. La carta que Edyon trajo de Pitoria, la solicitud de unir fuerzas con Pitoria, despierta una vez más el temor de que Calidor pueda perder su independencia ante un vecino más fuerte. Es un viejo temor, pero no menos convincente por lo antiguo, Su Alteza. Existe la preocupación de que cualquier asociación con Pitoria sea desigual, puesto que Pitoria, un reino mucho más grande y más poblado que Calidor, pasaría a dominar. Lo que puede comenzar como ayuda, podría terminar con nosotros siendo infiltrados y dominados.
—Una conversación que tuvimos muchas veces durante la última guerra—dijo Thelonius.
—Cuando luchamos solos, nos defendimos solos y salimos victoriosos solos —agregó lord Regan.
—Y estas preocupaciones han regresado, más fuertes que nunca. Los nobles necesitan asegurarse de que Calidor seguirá siendo independiente. Ellos necesitan saber que su futuro está en buenas manos —el canciller miró a Edyon y puso una cara extraña; su cólico parecía haber regresado—. Se habla de que el heredero fue enviado por el rey Tzsayn de Pitoria, hay preocupaciones de que su cercanía con ese reino pueda influir en la lealtad del príncipe.
—¿Dices que mi hijo es un traidor? ¿Un espía? —Thelonius parecía horrorizado.
—Nadie iría tan lejos, Su Alteza —replicó el canciller—. Pero debemos proceder con cautela. Necesitamos que los Señores de Calidor apoyen a Edyon. Por fortuna, creo que unos pocos y sencillos acuerdos garantizarán que así suceda.
—¿Y cuáles son estos sencillos acuerdos, lord Bruntwood? —preguntó Thelonius.
—Una declaración explícita en la investidura de Edyon que permita asegurar que Calidor conservará su independencia.
Thelonius asintió.
—No tengo problema con eso. Parece razonable y una solución impecable. Por favor, organícelo, lord Bruntwood.
—Con todo gusto, Su Alteza.
—¿Eso es todo?
La flatulencia del canciller parecía empeorar.
—Qué pena. Yo también creo que además de una declaración, debemos asegurarnos de no aparentar lazos demasiado estrechos con Pitoria. Si bien su idea de enviar una delegación, una pequeña delegación, resulta comprensible, no se debe disponer de tropas, armas, hombres y ningún tipo de equipo.
—Pero ¿qué pasa con el humo de demonio? —preguntó Edyon—. ¿El ejército de jovencitos? —el canciller no parecía estar tomando el asunto con seriedad.
—Con el debido respeto, Su Alteza, el hecho de que nosotros aceptemos enviar una delegación, aun cuando sea pequeña, parece una reacción muy exagerada frente a un grupo de infantes sin entrenamiento que se autodenominan “ejército”.
—Pero