Los reinos en llamas. Sally Green

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Los reinos en llamas - Sally  Green Los ladrones de humo

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agua marrón: los restos de la carreta a la cual había sido encadenada, y que de alguna manera había sobrevivido tanto al fuego como a la inundación. En la orilla lejana, donde las tropas de su padre se habían reunido, no quedaba más que hierba. En los días posteriores a la batalla, los soldados de Brigant se habían replegado hasta las afueras de Rossarb, a medio día de viaje hacia el norte. Nadie sabía cuándo atacarían de nuevo o si lo harían, pero mientras su padre tomaba una decisión, no había sido tan insensato para quedarse más tiempo en un pantano.

      Mientras Catherine examinaba el suelo, sintió una presión en el estómago. En los mapas mostrados durante las reu­niones de guerra, todo parecía de alguna manera remoto, pero aquí el verdadero alcance de su difícil situación se sentía incómodamente real.

      Incluso si Catherine había escapado de sus garras, Aloysius había conseguido casi todo lo que quería con su invasión: oro del rescate de Tzsayn para financiar su ejército y el acceso al humo de demonio en la Meseta Norte. Su ejército se había retirado, pero no había sido derrotado, mientras que los hombres de Catherine estaban hundidos hasta las rodillas en el barro, asolados por la fiebre.

      Apretó la mandíbula. Deseó que Tzsayn pudiera ayudarla, pero por ahora tendría que arreglárselas por su cuenta.

      AMBROSE

      CAMPAMENTO REAL,

       NORTE DE PITORIA

      La enfermería se sentía fresca a la luz de la mañana. El coro de la madrugada, compuesto de gemidos, toses y ronquidos había dado paso a conversaciones tranquilas salpicadas con maldiciones y débiles gritos de ayuda. Ambrose yacía de costado en su desvencijado catre mirando hacia la puerta, deseando que la próxima persona que entrara fuera Catherine. Ella le sonreiría mientras se acercaba, caminando rápidamente y dejando a sus doncellas muy atrás, como solía hacerlo cuando lo veía en el patio del establo del castillo de Brigant. Ella tomaría su mano y él se inclinaría para besar la de ella. Él rozaría con los labios la piel de Catherine, respirando sobre su mano, inhalando su olor.

      El hombre detrás de Ambrose tosió ruidosamente, luego escupió.

      Ambrose llevaba ahí una semana. Al principio había estado seguro de que Catherine lo visitaría, pero cada vez menos ahora. Había pensado en ella todos los días, recordando los días que había pasado a su lado, desde aquellos primeros en Brigant, cuando cabalgaba junto a la joven por la playa, hasta aquellos gloriosos días en Donnafon, cuando la había sostenido en sus brazos, acariciado su suave piel, besado sus manos, sus dedos, sus labios.

      El bramido de dolor de un hombre llegó desde el otro extremo del recinto.

      ¿Pero en qué estaba pensando? Catherine no debía venir aquí. El lugar estaba lleno de miseria y enfermedad. Él tenía que salir y buscarla. Pero para hacer eso, tendría que caminar. Había sido herido en el hombro y la pierna en la batalla de Campo de Halcones. Algunos soldados sanaban de peores heridas que las suyas, mientras que otros hombres se daban por vencidos y morían de heridas menos graves. Hubo un momento, después de la batalla, cuando pensó que no podría continuar, pero esa desesperación lo había abandonado y ahora sabía que nunca se rendiría. Lucharía por Catherine y por él.

      Ambrose se sentó en su cama y comenzó sus ejercicios, doblando y estirando lentamente el brazo derecho como el médico le había indicado. Pasó al siguiente ejercicio: hacer círculos con el hombro vendado. Esto era más doloroso y tenía que hacerlo muy despacio.

      La batalla de Campo de Halcones había sido ganada, pero la guerra estaba lejos de acabar. Y en cuanto a la participación de Ambrose en combate… bueno, él había intentado salvar a Catherine, pero sólo había logrado dar muerte a Lang. Habría querido enfrentarse a Boris, pero un grupo de soldados de Brigant había dominado a Ambrose, y había sido Catherine, vigorizada por el humo de demonio, quien había arrojado una lanza directo al pecho de Boris. Ella había salvado a Ambrose y dado muerte a su propio hermano. ¿Cómo se sentiría? ¿Matar a tu propio hermano? Para Ambrose era algo imposible de imaginar; su propio hermano, Tarquin, era todo lo contrario a Boris. Aunque ahora ambos estaban muertos. Y Ambrose no tenía la menor idea de qué pensaba Catherine de todo aquello. ¿Por qué no había venido? ¿Estaría también enferma? Tantas preguntas y ninguna respuesta.

      —¡Diantres! —gritó con dolor agudo al balancear el brazo demasiado rápido.

      Tenía que salir de esta cama. ¡Tenía que salir de esta enfermería! El lugar era lúgubre. Cada catre tenía un hombre, pero pocos eran heridos de guerra; la mayoría había enfermado en el campamento. La fiebre roja, la llamaban, por el color que adquiría tu rostro cuando tosías como si estuvieras vaciando las entrañas. Un buen número de hombres había muerto la noche anterior y ahora sus catres estaban vacíos, pero Ambrose sabía que pasaría poco tiempo antes de que otro cuerpo tembloroso yaciera en medio de esas sábanas sucias. Era un milagro que no aún no se hubiera contagiado.

      Ambrose giró hasta que ambos pies se plantaron con firmeza en el suelo. Con la ayuda de una silla logró ponerse en pie con dificultad, haciendo una mueca y temblando levemente mientras concentraba más peso sobre su pierna izquierda. Estaba débil, pero el dolor era soportable; podría salir caminando de allí si lo intentaba. Los médicos le habían extraído la flecha de la pantorrilla y le habían cosido con esmero la herida. La mayoría de los médicos habría amputado ante una lesión así, pero los del campamento lo habían operado con cuidado, y le habían dado tratamientos a base de hierbas, licores y compresas.

      Ambrose contaba con los mejores médicos: enviados por Tzsayn.

      La mejor medicina: enviada por Tzsayn.

      La mejor comida: enviada por Tzsayn.

      Las mejores prendas y la ropa de cama y… todo.

      Todo excepto una sola palabra de o sobre Catherine. ¿Estaba Tzsayn manteniéndola alejada de él? Ésa debía ser la explicación.

      —Tiene buen aspecto, sir Ambrose.

      Ambrose estaba tan inmerso en sus pensamientos que se perdió el momento en que Tanya entraba en la habitación. Miró hacia la puerta a la espera de que Catherine apareciera.

      —Uno de los médicos me pidió que le diera esto. Para la fuerza o algo así —Tanya extendió un plato de avena y notó la dirección de la mirada del joven—. Es lo único que traigo. No hay nadie más conmigo.

      Ambrose asintió, tratando de ocultar su decepción.

      —Es bueno verte, Tanya —extendió la mano para tomar el cuenco, pero perdió el equilibrio y tuvo que aferrarse del respaldo de la silla para mantenerse erguido; el movimiento le causó tal molestia en el brazo que soltó un gruñido por el sorpresivo dolor. Se bajó a un lado del camastro con tanta naturalidad como pudo.

      Tanya reprimió una risa.

      Ambrose la fulminó con la mirada.

      —¿Siempre te burlas de los heridos?

      Tanya sacudió la cabeza.

      —No siempre, sólo cuando su cabello es de un extraño color verde.

      —Ah, es eso. Intentamos infiltrarnos entre los hombres de Farrow —comenzó a explicar, mientras tocaba su cabello inusualmente corto, pero Tanya siguió sonriendo—. Como sea, no se desteñirá con una lavada.

      —Tendrá

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