No me toques el saxo. Rowyn Oliver
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Marina es de Muro, como yo, autóctona de pura cepa, y por mucho que mueva sus caderas al ritmo de Shakira, siempre bailará mejor las jotas y boleros con zapatos planos y rebosillo .
—En serio —me dice Marina con ojos resacosos—. Ya está bien de ser un asno, a partir de mañana... seré una pantera.
Asiente con total convicción, ajena a nuestras carcajadas.
Irene y yo nos aguantamos el estómago y cuando nos calmamos, la abrazamos. Nuestra Marinita es una joya, un diamante en bruto que la vida intenta pulir a base de desengaños amorosos.
Entre sus ocurrencias y el show de anoche, estamos más que animadas.
—No ligas porque no quieres —le digo sincera.
—Anoche me hubiese gustado ligar, pero como le robaste el saxo, pues creo que ya no podrá ser.
Hundo los hombros y hago el fingido gesto de escupir en el suelo.
—¡Puaj! ¿Querías ligar con eso? —le pregunto con mi cara de haber chupado un limón.
Ella se ríe e Irene menea la cabeza.
—Está buenísimo y tiene talento —me dice Irene—. Si no lo odiaras tanto, estoy convencida de que te gustaría. Pero creo que nuestra Marinita no tenía los ojos puestos en tu saxo, sino en otra parte.
Las miro con interés.
—¿Qué parte? —pregunta picarona, Marina.
Irene niega con la cabeza.
—No te hagas… sé perfectamente que no quitabas ojo al cantante.
—¿A quién vamos a mirar si no? ¿Cuando vas a un concierto miras al guitarrista? No, miras al cantante.
—Bueno, Cristina miraba al saxofonista.
Pongo los ojos en blanco.
—Digo la gente normal...
—¡Oye! —me ofendo.
—Cuando miras al escenario, quien capta tu atención es el vocalista —se defiende Marina—. Y este en concreto... Vaya pedazo de…
—¿De qué?
—De voz —me responde.
—Sí, sí, de voz. —Irene se sienta frente a ella en el taburete que está justo al lado de la isla de la cocina.
Menea la cabeza y vuelve a por Marina.
—Tú no le estabas mirando las cuerdas vocales, precisamente.
—Qué sabrás tú. Muy concentrada estabas ojeando la fauna intercontinental.
Escupo el sorbo de café sobre la isla de la cocina y me río cuando nuestra amiga hace referencia a la predilección de Irene por los mulatos bien bronceados.
—Te gusta el cantante —le dice Irene entrecerrando los ojos y apuntándola con un dedo.
Marina alza la mano y la señala de igual modo.
—¡Puede! —Marina no dice nada y lo dice todo—. Además, tiene los dedos largos —dice, volviéndose a incorporar en el taburete alto—. La distancia de la punta de su pulgar al dedo índice… era bastante grande.
Minutos después aún nos reímos de la teoría de Marina que sigue pensando que está científicamente demostrado, que se puede medir el pene de un hombre sin echarle una ojeada a sus atributos, solo observando sus manos.
—De todas formas, después de semejante show, olvídate de que volvamos a cruzarnos con ellos, si es que no queremos salir por patas.
Las dos me miran y yo me hago pequeña. De repente, la hazaña de anoche ya no nos parece tan divertida.
—Dejadme en paz —farfullo algo compungida.
Pero no voy a tener suerte. De nuevo se ponen a hablar entre ellas, esta vez como si yo no estuviera.
—Yo creo que algo le gusta —le dice Irene volviendo al molesto tema del saxofonista.
—Ni de coña. No me gusta nada...
—Yo también lo creo.
—... demasiado delgado y es... —sigo hablando, pero ninguna de las dos le interesan lo más mínimo mis réplicas.
—Se lo comía con los ojos.
—Le pone muy cachonda cuando toca el saxo. —Marina asiente después de meterse el último trozo de magdalena en la boca.
—... es idiota —acabo de decir finalmente.
—¿Cómo va a ser idiota? No conoces al pobre chico.
¿Ahora de repente me hacen caso?
—No has hablado con él ni media palabra. Porque no hablaste con él, ¿no?
Ahora Irene también se muestra muy interesada.
—¿Hablaste algo o directamente le arrancaste la ropa?
Mis ojos en blanco no las desmotivan en su empeño de sacarme información.
Meneo la cabeza y me niego a seguir hablando del saxofonista de ojazos de chocolate.
—No pienso decir nada más del tema. Y no necesito conocerlo para entender que lo que tiene en el cerebro es poco más que aire y chicas en bikini.
—No, no lo conoce en absoluto —se mofa Irene con cinismo—, solo lo suficiente para dejarlo en pelota picada.
—Bueno... —vacilo.
No debería haber vacilado, son caimanes, notan el olor a sangre.
Me echo hacia atrás ante sus inquisitivas miradas.
—¿Qué pasó en la furgo? —Irene sabe que oculto algo.
—Ya os lo conté.
—¡Bah! Muy por encima y sin detalles.
—¡Nada! No pasó nada —mi grito las alerta—. En serio, no quiero pensar en eso.
Marina entrecierra los ojos.
¡Genial! Ahora también sabe que no les he contado toda la verdad. Y sus dedos índices vuelven a estar estirados, pero esta vez me señalan a mí exigiendo una respuesta, y más me vale que tenga una convincente.
—Nos dijiste que el tipo te pidió rollo y se desnudó él solito.
Silencio.
Marina está flipando.
—¿Le quitaste tú