Una escuela en salida. Javier Alonso Arroyo
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–Padre Antonio, me gustaría ayudarle en la escuela. Tiene ya muchos niños y creo que necesita de más ayuda. ¿No es cierto? Cuando estaba como arcipreste de Tremp, tuve la ocasión de conocer algunas escuelitas parroquiales que apoyé con verdadero celo. Creo que debemos promover estas iniciativas, porque de ellas depende la reforma de la sociedad cristiana.
–¡Por supuesto, padre! Usted será una bendición para nuestra escuela. Ya ve que soy viejo y estoy cansado. No solo necesitamos braceros para trabajar con los niños, sino nuevas ideas. Así que puede comenzar cuando quiera.
Y así comenzó a visitar diariamente la escuela junto con otros cofrades de la Doctrina Cristiana: el señor Marco Antonio Arcangeli y Santiago Ávila. Era la primavera de 1597.
Después de las visitas a los enfermos y de practicar las devociones propias, el padre José no fallaba un día a la escuela para ayudar en lo que hiciera falta. Estaba muy feliz. Por fin había encontrado un lugar donde canalizar su deseo de servir a los pobres.
Sin embargo, todavía quedaban muchos niños en la calle, porque no podían pagar el dinero que el párroco pedía por recibir clase. Aseguraba que era muy difícil, por no decir imposible, conseguir personas voluntarias que se dedicaran con diligencia a la educación de los niños pobres por puro amor de Dios.
El padre José llevaba unos días con la preocupación de abrir la escuela a más niños, pero eso implicaba hacerla completamente gratuita para todos. Eso ayudaría mucho a las familias pobres que no tenían recursos para que sus hijos recibieran una buena educación. Así que se decidió a comentar con el párroco su genial intuición.
–Ya sabe, padre Antonio, la cantidad de niños que no pueden venir a la escuela porque no tienen dinero para pagarla y están todo el día en la calle entregados a los vicios. Cuando ya tienen edad de trabajar, los jovencitos están tan corrompidos que ya es imposible enderezarlos.
–¿Qué está tramando, padre José? –replicó inquieto el viejito de Brendani.
–Creo que debemos dejar de cobrar para que los niños reciban clases. Así vendrían más niños y podríamos sacarlos de las calles. ¿Qué le parece?
El párroco miraba al P. José con asombro y admiración. Lo de hacer la escuela gratuita era una buena idea, pero había que buscar los recursos económicos. Los maestros tenían que comer, había que comprar plumas, papel, hacer bancos para escribir. No era tan fácil y, de hecho, nadie se había atrevido a hacer algo tan ambicioso. Y, además, con los pobres.
–Es una buena idea, P. Antonio. Dios, en su divina providencia, proveerá cuanto sea necesario con tal de que sirvamos con diligencia a los niños pobres. ¡No nos abandonará! Solo quiero su bendición para este proyecto.
–Confiemos en Dios, pues su entusiasmo me ha convencido. Disponga todo para que en septiembre ya comencemos gratis las escuelas.
No se daba cuenta el P. José de Calasanz de la trascendencia de esta decisión. Al ser gratuita, los niños llegaron a la parroquia de Santa Doroteo por decenas, hubo que buscar maestros y prepararlos, organizar las aulas por grados y buscar recursos económicos para mantener la escuela.
Gianluca, Pierino, Mario y tantos otros ya podían aprender bien a leer y escribir, los fundamentos de la gramática y la aritmética. En pocos años serían aptos para tener un oficio digno en cualquiera de las cancillerías de la ciudad, como contables en un negocio o ingresando con buen nivel en la universidad. Y, cuando eso sucediera, ya nunca más tendrían que pasar su vida en la calle dependiendo de las migajas que les daban los poderosos.
En el otoño de 1597 había comenzado la primera escuela popular cristiana de Europa en el Trastévere, un barrio de la periferia de Roma. Dios había escuchado por fin la voz de un pueblo pobre por el derecho a la educación de sus hijos. Y Dios envió al padre José de Calasanz para llevar a este pueblo a la tierra prometida.
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