Dame tiempo. Carmen Guaita Fernández

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Dame tiempo - Carmen Guaita Fernández

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mirar con detenimiento el reloj de arena. Ahora me llama la atención la austeridad del reloj de sol.

      A mí, personalmente, me gusta llevar siempre un buen reloj, y, sin embargo, no son pocas las personas que, cuando inician sus vacaciones, se desprenden de ese instrumento horario.

      El tictac parsimonioso, previsible, es lo opuesto a la ansiedad del niño. El tictac de un reloj por la noche puede adormecerte o desvelarte.

      Y, cuando se tiene mucho sueño y se prevé que en breve suene el despertador, ¡qué sensación de impotencia!, y aun de desamparo.

      El tiempo, qué gran tema. La espera, de un autobús, de un ser querido. La espera en una consulta médica, de una sentencia judicial.

      Cadena perpetua o un tiempo que no avanza mientras el cuerpo envejece.

      Hay quien quiere que lleguen rápido los viernes, las Navidades, las vacaciones estivales, y se le va la vida.

      Si hay alguien que sabe emplear el tiempo, vivir el tiempo, son los niños, y, sin embargo, muchos adultos se confunden y creen que pierden el tiempo.

      Lo triste, lo realmente triste, es matar el tiempo. Permítale al niño que va con usted un guiño, un jugar con el tiempo.

      TIEMPO DE VIVIR.

      UNA REFLEXIÓN PARA LOS PADRES DE LOS LECTORES DE ESTOS CUENTOS

      CARMEN GUAITA

      Mi padre me enseñó solamente dos cosas:

      a escuchar a los demás y a medir el tiempo.

      MARÍA ZAMBRANO

      Hola mamá, hola papá, ¿cómo estáis?

      A simple vista se adivina que muy implicados en vuestros roles de padres jóvenes y trabajadores. Tal vez convivís en pareja, como tantos; tal vez, como tantos, estáis solos. El caso es que vais a velocidad supersónica durante el día entero y hay mañanas, al llegar al trabajo, en que no sabéis si habéis desayunado una tostada o un par de calcetines.

      Sacar adelante la tarea profesional y a los hijos sustenta una paradoja que descorazona un poco: cuando ajustamos las prioridades a ese orden exacto –profesión y familia–, nos encontramos con frecuencia a punto de estallar, agobiados, estresados, insomnes, culpables de casi todo y muertos de agotamiento. Pero cuando el orden se invierte –hijos y trabajo–, podemos sentir los mismos síntomas de desequilibrio. ¿Por qué sucede esto?

      Crear una familia supone un compromiso de vida, tal vez el más importante; del trabajo dependen buena parte de la realización personal y, desde luego, el sustento. Si estos dos ámbitos se situaran en los platillos de una balanza, nosotros actuaríamos de peso hacia uno u otro, pero siempre como yo, una persona plena que no se puede desdoblar, de ahí la dificultad. El fiel de esa balanza es el tiempo. Él tiene la clave, así que nos conviene reflexionar sobre su significado y, desde luego, aprender de quienes mejor lo entienden, que son los niños.

      Las tres dimensiones del tiempo

      Todos sabemos que el tiempo es mucho más que el paso de las horas; sin embargo, precisamente porque vivimos en él, disueltos como la sal en el agua del mar, no nos resulta fácil entenderlo. La verdadera comprensión del tiempo sigue siendo patrimonio de los sabios. No de los intelectuales, ojo; quiero decir de los abuelos que cuentan historias, de quienes modelan el barro, componen sinfonías, escriben poemas, meditan al modo místico o esperan los resultados de experimentos científicos. Y, por supuesto, de los niños.

      Habitualmente, vivimos atrapados por el tiempo que se puede contar y medir, marcado por el movimiento de los astros. A lo largo de la historia, los seres humanos hemos organizado nuestros días con la arena de la clepsidra, las campanadas del carillón o la alarma del smartphone. El tiempo cronológico es la sustancia inasible que se malgasta en un atasco de tráfico; el déspota que marca nuestros horarios de trabajo; el alimento ajeno que devora con glotonería un jefe pesado. Esta variedad del tiempo pasa y no vuelve, se mide y se pierde. Hace crecer a nuestros hijos cuando no estamos delante y saca a la luz defectos de nuestro cuerpo que no habíamos visto antes. Luis de Góngora lo describe de esta manera en un soneto que se titula «De la brevedad engañosa de la vida»:

      Mal te perdonarán a ti las horas.

      Las horas que limando están los días,

      los días que royendo están los años.

      En la mitología griega, Cronos, el dios del tiempo, devoraba a sus hijos. Mucho me temo que hoy lo sigue haciendo. A qué negarlo, los horarios mandan. La mayoría de nuestras dificultades está relacionada con el tiempo que podemos dedicar a las cosas y al orden de prioridades en que las hemos situado. Una vez escuché a Ferran Adrià exponer la receta de la creatividad: «Pasión por lo que se hace, riesgo, afán por compartir, tiempo y libertad». Aunque estemos dispuestos a poner en juego la pasión, las ganas de compartir y el riesgo, nadie duda de que, para ser plenamente creativos –es decir, capaces de encontrar soluciones nuevas a los problemas viejos–, necesitaríamos un poco más de tiempo y libertad.

      Pero hay otras dos dimensiones del tiempo, simultáneas, que pasan inadvertidas ante la fuerza de los cronómetros y, sin embargo, son esenciales. Una de ellas es la duración completa de nuestra vida: una incógnita que acaricia los bordes del misterio. Conviene pensar de vez en cuando en ella para agradecer el inmenso regalo que es un amanecer de lunes, con sus prisas y sus nervios. Si comprendiésemos que «cada segundo es un instante más y un instante menos», como suele decir Federico Mayor Zaragoza, tal vez nos tomaríamos con menos drama algunos problemas, ordenaríamos de otra forma la escala de valores y tendríamos más cosas en cuenta.

      Existe además otra dimensión del tiempo, tal vez la más próxima a su esencia. En la Grecia clásica se denominaba kairós –que significa «la oportunidad»– y nos habla del momento presente.

      Si fuésemos capaces de observar al microscopio nuestra propia historia, veríamos una cadena de instantes que interactúan entre sí y en relación con los demás. Esta sucesión de emociones, sentimientos, proyectos, sueños, alegrías, tristezas, actos, palabras y silencios convierte a cada uno de nosotros en persona única, distinta a quienes hayan existido y existirán, siempre la misma en el fondo pero nunca igual.

      Esas tres dimensiones temporales –el reloj, la duración de la vida y el presente– constituyen nuestro marco de referencia. Y es que el tiempo está personalizado. Si lo observamos bien, comienza con nuestro nacimiento y llega a su final en nuestro último día. El tiempo somos cada uno de nosotros, por eso nadie puede escribir un libro sobre él, pero, a la vez, sobre él –literalmente mientras dura– relatamos nuestra historia.

      La prisa del hoy, la memoria del ayer y las expectativas para el futuro están relacionadas con ese don que nos ha sido otorgado para vivir. Esa paradoja de la que hablábamos al principio proviene de haber olvidado que el tiempo es una categoría vital y de haber otorgado todo el poder a una sola de sus dimensiones. Porque, debemos reconocerlo, los minuteros mandan mucho y hoy es la alarma del smartphone la que rige las decisiones de nuestra vida.

      El reloj, príncipe de nuestro tiempo

      Todos aquellos que en 2001 tuvieran

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