Dame tiempo. Carmen Guaita Fernández
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•establecemos los límites claramente;
•distinguimos entre lo negociable y lo no negociable y sabemos mantenernos firmes;
•somos líderes cuando hace falta y sabemos ser también compañeros que aprenden cosas de los hijos.
Pero no cuando:
•nos mostramos ambivalentes o incoherentes;
•somos demasiado estrictos, demasiado permisivos o las dos cosas a la vez;
•lo negociamos todo;
•no les facilitamos rutinas previsibles, con lo cual no saben a qué atenerse con las normas;
•esperamos que les parezca bien todo lo que hacemos.
Somos gobernantes del hogar cuando:
•en casa hay cinco o seis normas básicas y fijas;
•sabemos ceñirnos a las necesidades y características de la familia;
•establecemos de antemano las consecuencias, concretas y pertinentes;
•procuramos que los castigos se ajusten a las faltas;
•sabemos perdonar y restaurar un buen clima; sabemos pedir perdón;
•somos congruentes y hablamos con claridad;
•felicitamos a nuestros hijos cuando lo hacen bien, y no solamente reaccionamos ante sus errores;
•no caemos en las guerras de nervios; recordamos quién es el adulto;
•sabemos flexibilizar las normas para acompasar su crecimiento.
Pero no cuando:
•dictamos los castigos proporcionales solo a nuestro enfado;
•somos incongruentes;
•mantenemos las normas «de boquilla» y nosotros mismos las incumplimos;
•no distinguimos las normas importantes de las irrelevantes;
•gritamos por todo.
Somos orientadores cuando:
•compartimos con los hijos nuestros conocimientos y habilidades;
•compartimos las historias de familia y transmitimos los valores familiares;
•escuchamos sus historias; los niños de cualquier edad ya tienen «recuerdos de infancia»;
•damos importancia a nuestros ritos y celebraciones;
•les mostramos nuestra visión del mundo sin dar por hecho que ya la conocen.
Pero no cuando:
•desaprovechamos las ocasiones en que ellos tienen ganas de hablar o de aprender;
•descuidamos a la familia extensa; a los niños les enriquece.
Somos consejeros cuando:
•vemos a nuestros hijos como personas completas, únicas y distintas a nosotros;
•confiamos en sus capacidades;
•les escuchamos y dejamos que sus sentimientos se expresen;
•les ayudamos a tomar decisiones libres;
•les formulamos preguntas que les permitan abrirnos su corazón;
•les escuchamos atentamente y en silencio;
•les miramos.
Pero no cuando:
•asumimos sus sentimientos como si fueran únicamente responsabilidad nuestra;
•les sermoneamos a todas horas;
•les permitimos tomar una decisión y después les aconsejamos;
•tratamos de adivinarles el pensamiento en lugar de escucharles;
•no permitimos ni un momento de silencio;
•nosotros encontramos siempre las soluciones;
•minimizamos la importancia de sus sufrimientos;
•tenemos un guion preestablecido sobre el comportamiento de los hijos ante cualquier situación;
•tomamos decisiones por ellos y confundimos estas con sus deseos.
Esto es una descripción ideal, no un catálogo de mandamientos. Supone, como en la vida laboral, ir aprendiendo cada día. Así que no es difícil entender que, para ejercer la profesión de madre o padre en toda su complejidad, hace falta tiempo para convivir.
Bienvenido, momento presente
Comprender que el tiempo de convivencia familiar es una gran oportunidad conlleva un cambio de actitud. Padres e hijos debemos disfrutar más de nuestra mutua presencia. Por la parte adulta supone un esfuerzo consciente.
En cada jornada se escribe una página de la «Historia de nosotros». Para componerla conscientemente y que la vida no pase como un soplo necesitamos congelar cada día al menos un momento concreto, un aquí y ahora. Cuando hay un niño o una niña, siempre ocurre algún pequeño milagro. Sería bonito saborearlo mientras está sucediendo en vez de diluirlo en la agonía del reloj. Érase una vez un padre y una hija que...
A veces, cuando nos faltan horas de presencia en casa, nos han tranquilizado la conciencia con la expresión «tiempo de calidad», sin explicarnos bien en qué consiste. Y en realidad se trata de un ejercicio de concentración que debe realizar el adulto: «¿Con quién estoy ahora? ¿A quién voy a hablar? ¿A quién voy a escuchar? ¿Qué se merece de mí?». Mirar a un hijo con el interés y la asertividad con que se atiende al CEO de la empresa cuando nos llama a su despacho es dar al tiempo y al hijo la importancia que merecen. Y a la pregunta de para qué, solo puede responderse de forma esencial: para conocerlo mejor, para que me conozca mejor, para educarlo, para vivir. En resumen, y con lenguaje de mi abuela, se trata de estar a lo que uno está. Mindfulness lo llaman ahora. Hay que intentarlo.
No es difícil. Podemos elegir un momento cualquiera y vivirlo des-pa-cio, a cámara lenta. Por cierto, la primera película en que se emplea la cámara lenta es Los siete samuráis, de Akira Kurosawa, un tesoro artístico. Ver todos juntos una película en blanco y negro, en japonés con subtítulos y pasarse luego otra hora y media comentándola mola mucho. Por favor, compruébalo, pero no con este consejo –que proviene de mi propia experiencia de madre–, sino con la actividad que te apasione.
Dar la bienvenida al presente puede consistir en algo tan sencillo como apagar las pantallas individuales y reírse juntos con el mismo monólogo o jugar a inventar cosas raras.
Dar la bienvenida