El Acontecer. Metafísica. Antonio Gallo Armosino S J
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Se cuestiona Levinas (ibid., p. 92): ¿qué hay detrás de esta pregunta? Y responde: ya no hay verdad, solo hay bien. Por esto es posible analizar nuestra «adhesión» al ser, ahí donde se ve su separación. Un hombre se propone conquistar la existencia, porque esta va a satisfacer su necesidad: es la lucha por la conquista de la vida. La vida es la que establece la relación con el ser, pero no es solamente la lucha por la vida la que explica la existencia. Hay algo más: en la economía de la situación donde aparece la vida, se descubre como una lucha por el porvenir «como la cura que el ser toma de su duración y conservación» (loc. cit., p. 30). El fenómeno de este nacimiento precede la vida misma: lo que ya existe, pretende prolongar su existencia.
Esto conduce a Levinas (ibid., p. 102) a considerar la pereza y la fatiga como elementos ontológicos previos a toda reflexión, aunque solamente la reflexión es la que da forma a los acontecimientos de nuestra historia. Sin embargo, la pereza y la fatiga cumplen con una tarea: rechazar la negatividad y la impotencia. Psíquicamente, por así decirlo, dan la impresión de una actitud negativa, pero ontológicamente no son un retroceso frente a la existencia, sino su arranque. Hay una debilidad, una flojedad frente al ser, pero es una debilidad de sí, un abandonar el yo para que exista el ser. Es necesario realizar algo, es preciso iniciar, aspirar a algo nuevo, superar el yo: la existencia se hace esencial. Es como el recuerdo de un compromiso: es la obligación de un contrato, es inevitable; el rechazo se vuelve imposible. No es posible una evasión, sería sin sentido y sin dirección. Esta flojedad no se determina como un juicio, es solo una debilidad; es el «mal de ser»: es la percepción, no de una verdad, sino de un bien atractivo, pero pesado, y abandonarse sería «abdicar a la existencia».
El análisis de la pereza pone en luz el comienzo de este nacimiento: es el comienzo antes del comienzo. La pereza no es un rechazo a la existencia, no es ocio ni reposo, más se parece al cansancio. La pereza no discute la necesidad de la acción, solo la hace más lenta, crea un instante de espera. El rechazo es interno a la debilidad: «La flojedad, por todo su ser, lleva a cabo este rechazo de existir» (ibid., p. 132). Se coloca después de la intención, como un instante entre la necesidad y la acción; posee un carácter propio y específico. La pereza está esencialmente atada al comienzo del acto: «Se refiere al comenzar como si la existencia no le permitiera el acceso, sino que la “previviese” en una inhibición» (ibid., p. 133). Más bien parece que la inhibición de la pereza ilumina cada instante en la revelación del comienzo, lo que cada instante es en virtud de ser instante, porque es inherente al acto de comenzar. Con ella, claro está, la ejecución se hace más difícil, como correr sobre un pavimento mal empedrado, sacudida por los instantes de los que cada uno es un recomenzar.
Por esto se remonta a la idea de juego, el juego de una representación. La realidad del juego es inferior, es esencialmente hecho de irrealidad. La representación escénica ha sido siempre interpretada como un juego. Es una realidad pasajera que no deja rastro. El juego no tiene historia, no deja nada después de haberse apagado, puede terminar espléndidamente, porque nunca ha empezado realmente. Esto se realiza en el instante de la pereza. El comienzo del acto no es libre, simplemente se da; el impulso está presente de una vez: es como un incendio donde el fuego arde y consume su propio ser.
«En el comienzo ya hay algo de pérdida, y algo que es ya poseído» (loc. cit., p. 135). En el comienzo no hay solo partida, de una vez hay regreso sobre sí mismo, hay una necesidad de curarse de sí mismo. De acuerdo con Heidegger, la cura no es como un acto al borde de la nada: «Es impuesta por la solidez del ser que comienza y que desde ya es preñado por el exceso de plenitud de sí mismo» (loc. cit., p. 36). Esta posesión es inalienable, no hay marcha atrás. La pereza no hace más que poner de relieve la plenitud del acto. Aunque se quiera detener el acto y se frustre, solo sería un fracaso en la aventura de la existencia. El acto ya es, por sí mismo, una inscripción en el ser: «La pereza en cuanto pereza si retrocede delante del acto, demuestra una hesitación de cara a la existencia: es una pereza de existir» (loc. cit., p. 137).
Entonces, la pereza acaba con la alegría de vivir. Por lo tanto, el hecho de existir implica establecer un nexo entre el ser y la existencia: es dualidad. La existencia abarca los términos integrantes de este nexo. Como se opone a un «mí», a un «sí», en la dualidad se integra la unidad como si la existencia llevara consigo su sombra. La degeneración de la pereza no puede liberarse de la sombra. La pena del acto por el cual el perezoso se abstiene, no es algo psicológico, sino un rechazo al actuar, al poseer, al intentar: el miedo de vivir. Pero lo esencial de la pereza «es» su «lugar originario» en el comienzo del acto, y en algún modo «es» su orientación hacia el porvenir. Pero si esta se desborda y se extrema, luego se «abstiene» del porvenir: es el cansancio del porvenir. El acto no la arrastra hasta el comienzo del renacer, o bien, solamente anuncia que para un «sujeto» solo, separado, sería imposible un porvenir, un momento nuevo.
3. Este ser y el esfuerzo
La pereza nos ha colocado frente a la «necesidad de ser» y la «necesidad de actuar». Y ha descubierto este ser en su perpetuo comienzo, porque el comienzo del acto revela el nacimiento del ser, como estructura fundamental de la existencia, con su doble aspecto de ser y de haber, agobiada bajo el peso de su plenitud de haber. Y esto es lo que produce la fatiga. Una fatiga que se da en el acontecer, en el instante en que se descubre el evento. Y realmente no hay fatiga más que en el esfuerzo y en el trabajo, si el actuante se encuentra en la imposibilidad de continuar. En esta rendición es donde acontece la fatiga: es esta rendición misma. Esta tiende a neutralizar el esfuerzo que produce la actividad, y realiza un trabajo. Ahora se apunta al conocimiento del ser existente desde un nuevo momento fenomenológico: el objetivo del trabajo. La situación del trabajo es fruto de un esfuerzo, pero implica también la fatiga.
Figura 30
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La fatiga destaca el esfuerzo en su instante. Con el instante se hace «presente». Se descubre, entonces, la relación «esfuerzo-fatiga» en la acción. Por supuesto, la fatiga física produce cansancio, agotamiento, debilidad: una dualidad en el yo. En el esfuerzo y la producción del trabajo, se hace visible el yo, en el instante. El filósofo debe colocarse en el instante de la fatiga y detectar el acontecer: la dimensión ontológica del instante. La fatiga se encuentra en el esfuerzo del trabajo, en la imposibilidad de continuar. Es característico el entorpecimiento de la fatiga. Este decaimiento del ser, en relación con sí mismo, que se descubre en la fatiga, constituye el advenimiento de la conciencia: «Es decir de un poder neutralizador, que suspende el ser, con el sueño o con la inconciencia» (ibid., p. 143). Está en nuestro poder interrumpir, y de hecho se hace, y se vuelve un acto de la rutina diaria, pero no impide que los objetivos de nuestra voluntad impongan una obligación y una servidumbre al esfuerzo. Además, hay una dependencia más grande: el trabajo y el esfuerzo humano suponen un compromiso en el cual se les va su ser como tarea. Estamos atados a esta tarea: «Hay humildad y abandono en la entrega del hombre a su incumbencia» (ibid., p. 144). La fatiga no es solo un fenómeno concomitante, sino que el esfuerzo recae sobre la fatiga. Por su misma tensión, se combina el impulso del esfuerzo con la fatiga; para producir el esfuerzo, debe superar la fatiga. Para que la creación del trabajo humano sea efectiva, debe triunfar de la desesperación y de la fatiga. Tendremos así una oposición:
Figura 31
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Una