El Acontecer. Metafísica. Antonio Gallo Armosino S J
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También, en el caso del espíritu de este actor, se trata de un ser en sí particular, con su apertura hacia las cosas que se dan sucesivamente en el proceso experimental, y con la apertura hacia los otros «yo», que actúan con él en un nivel y una potencialidad más elevada de expresión. De este modo, «este yo» particular se apodera de la historia, de la cultura y de la sociedad. El acto de «ser» de este yo con el otro yo ensancha su horizonte en el presente y en el pasado, y proyecta su propio futuro. Se crea, así, todo un mundo de «seres» para su espíritu particular y el acceso al espíritu, igualmente particular, de otro y de otros, en una avanzada que promete llegar hasta el infinito. Se habla entonces de expresiones comunes, de lenguaje común, de cultura común y de vida comunitaria. Entidades que cesan de ser simples abstracciones para convertirse en el medio real de expansión y de historicidad de cada uno de nuestros «yo». Con esto puede hablarse, consecuentemente, de un mundo del espíritu, como se habla de un mundo de las cosas, cada uno con su propio ser particular y su efectiva potencialidad.
4. El ser en el lenguaje
Las expresiones, el leguaje y la cultura descansan ahora en esta particularidad de vida que se multiplica, más allá de lo subjetivo, y más acá de lo objetivo, porque esta terminología se ha vuelto inadecuada e inútil, y ha sido relegada al ámbito de la gramática y del discurso. No se va a negar el mundo del lenguaje y del discurso, ni el mundo del arte, ni el de la política y de la sociedad, pero se determinan en un horizonte diferente del reinado del ser particular. De hecho, toda expresión de esta clase puede fraguarse como una realidad concreta: el signo, la palabra, los símbolos, las estructuras, las organizaciones. Al entrar a esta dimensión, se incorporan al campo del «acontecer»: los mundos reales del arte, de la moral, de la vida civil. Pero su valor principal, su sentido, responde a generalizaciones conceptuales que no pretenden nunca agotar la conquista del ser en sí, que es particular, y mucho menos hacerse a su individualidad. En este contexto se habla de la ciencia de la cultura, de la ciencia del lenguaje, de la ciencia de la sociedad y de la vida política, con todo el valor y el límite de la ciencia en cuanto tal.
5. El ser de las cosas
En otro campo de realidades, el individuo en su identidad es la unidad límite hacia la cual tienden, y en la cual se encuentran las propiedades que se experimentan. Y por ser un límite (análogo al signo de infinito que se utiliza en el álgebra), señala una dirección real hacia un punto real al que nos acercamos sin realizar por completo su conquista. Por esto, el ser particular en sí, que se ilumina y brilla en la experiencia, es ciertamente real y concreto, pero nunca acabado y perfecto. El poder del ser de las cosas se degrada, en razón del nivel de los entes conocidos, desde lo más elevado, que es el ente humano:
Figura 27
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Esta escala de degradación del ser de los entes es meramente hipotética; sin embargo, es también experimental, si se ve la potencialidad de actividades en los diversos niveles. Si observamos la caracterización de los entes desde el primer nivel hacia abajo, resulta evidente que la diferencia entre un ente y otro, en el nivel humano, es máxima; y que va disminuyendo, de grado en grado, hasta llegar al «ser pura energía», que es todavía un ser material y, por tanto, con alguna «diferencia» que lo hace ser. El «ser cero» sería el puro vacío, y por tanto, inconsistente como materia (sin ninguna «diferencia»), es decir inexistente, o existente solo como una idea de la mente.
Al apreciarse esta escala en su conjunto, aparece deslumbrante el hecho de que cada grado superior asume en el ente las virtualidades de los niveles inferiores, para ser lo que es. Entonces, no es la estructura energética de la materia la que determina el ser, sino la potencialidad del ser, la que asume y organiza la materia en el ente. Con esto le reconocemos al ser del ente toda su dignidad y misterio, aunque cristalizado en una jerarquía de poder. Que el dominio máximo sea el del ser humano, creemos que es un hecho fuera de discusión y, por tanto, la máxima expresión del ser de un ente. Lo que realmente nos intriga es ver la merma de poder que se da en cada grado inferior hasta llegar a la «nada de ser» en la supuesta posición final. ¿Terminar en la «nada»? Esto significa que el «ser pura materia» no existe, y nos cuestiona. ¿Dónde se apoya la escala? Evidentemente no en un ser inexistente, sino en un poder cuya máxima expresión es un ente racional e individual. ¿Habrá que buscar en otra parte su fundamento real, desde el lado del cero? Aquí, lo único que se nos ocurre, es en las manos de Dios Creador (quien es poder, pero no posee ninguna diferencia material en el ser). Nuestra materia no puede existir sola: si existe es por una virtud de grado superior que le da la «diferencia». Pero este nivel superior no ha creado el mundo. Este poder existe en el mundo, como en los demás niveles del ser.
Tampoco puede pensarse que el poder superior en cualquier nivel se origina en la materia misma (concepción derivada de santo Tomás: de potentia materiae), lo cual supondría que de un ser inferior derivara un ser superior, causalidad contraria a toda lógica: que la nada produzca un ser. Esto tampoco se opone a la teoría de la evolución: todo puede evolucionar, y nada se lo impide, por el hecho de que las diferencias de niveles ya existen desde tiempos inmemoriales; y también las relaciones variables entre un ser y otro. Los cambios no serían efectos de la materia, sino del ser particular de cada caso.
Esta escala propuesta invierte nuestro modo corriente de imaginar los seres de los entes. El poder está en los niveles superiores. No podemos decir que deriva de la materia, sino que deriva de la clase de ser que se encuentra en la existencia. Esto no le quita al ser su fragmentariedad ni su pluralidad existencial, pero le restituye su prioridad y la capacidad de organizar el universo. Esta organización depende de las relaciones que cada ente particular establece con otros entes particulares, limitados; y de uno a otro, nos conduce hacia el infinito de los entes, lo cual no impide que cada ente posea su propio ser independiente. La justificación de un concepto unitario, que no deja de ser solo una idea, se apoya sobre esta red ilimitada de relaciones: el concepto es pura idealidad; sin embargo, las relaciones son reales y facilitan los nexos lógicos de una red sin fin. Al seguir las posibilidades reales de la multiplicación de los seres, tendremos entonces una concepción unitaria, que encuentra su origen en la multiplicidad de la experiencia.
6. El ser del yo
Al dirigir ahora la atención hacia el actor de la experiencia, el «yo» ocurre en el mismo fenómeno de aproximación a un «ser en sí» de otra clase. Se descubre el ser particular de mi yo. El ser del yo se vuelve evidente por lo que es: un particular «ser en sí». Las propiedades de la reflexión, del entendimiento, de la penetración transparente del espíritu lo vuelven concebible, con una visión evidente, pero nunca completa. Nunca podemos decir que vemos nuestro espíritu en cuanto constituye el «ser del yo». Sin embargo, podemos afirmar su realidad evidente, que nunca se realiza cumplidamente, sino que permanece ahí, como un límite inalcanzable. Y no falla este cumplimiento por una deficiencia de este ser, que «es en sí», sino por constituir él mismo, un proceso en el dominio de la vida.
En Sens et non sens, Merleau-Ponty (1948) considera esta imposibilidad:
El vidente que soy está siempre algo más allá del sitio que miro o que mira el otro. Posado en lo visible, como un pájaro agarrado a lo visible, no en lo visible. Y con todo, formando un quiasmo con ello (p. 114).
Hay una separación entre el yo que actúa y el «ser del yo» que deviene en esta actividad. No llega nunca a coincidir el vidente con lo visible, aunque esto sea mi yo mismo: