Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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en medio de la gran ciénaga de Grimpen devolvían su reflejo en manchas doradas. También se veían las torres de la mansión de los Baskerville y más allá una remota columna de humo que indicaba la situación de la aldea de Grimpen. Entre las dos, detrás de la colina, se hallaba la casa de los Stapleton. Bañado por la dorada luz del atardecer todo parecía dulce, suave y pacífico y, sin embargo, mientras contemplaba el paisaje mi alma no compartía en absoluto la paz de la naturaleza, sino que se estremecía ante la imprecisión y el terror de aquel encuentro, más próximo a cada instante que pasaba. Con los nervios en tensión pero más decidido que nunca, me senté en un rincón del refugio y esperé con sombría paciencia la llegada de su ocupante.

      Finalmente le oí. Desde lejos me llegó el ruido seco de una bota que golpeaba la piedra. Luego otro y otro, cada vez más cerca. Me acurruqué en mi rincón y amartillé el revólver en el bolsillo, decidido a no revelar mi presencia hasta ver al menos qué aspecto tenía el desconocido. Se produjo una pausa larga, lo que quería decir que mi hombre se había detenido. Luego, una vez más, los pasos se aproximaron y una sombra se proyectó sobre la entrada del refugio.

      —Un atardecer maravilloso, mi querido Watson —dijo una voz que conocía muy bien—. Créame si le digo que estará usted más cómodo en el exterior que ahí dentro.

      12. Muerte en el páramo

      Durante unos instantes contuve la respiración, apenas capaz de dar crédito a mis oídos. Luego recobré los sentidos y la voz, al mismo tiempo que, como por ensalmo, el peso de una abrumadora responsabilidad pareció desaparecer de mis hombros. Aquella voz fría, incisiva, irónica, sólo podía pertenecer a una persona en todo el mundo.

      —¡Holmes! —exclamé—. ¡Holmes!

      —Salga —dijo— y, por favor, tenga cuidado con el revólver.

      Me agaché bajo el tosco dintel y allí estaba, sentado sobre una piedra en el exterior del refugio, los ojos grises llenos de regocijo mientras captaban el asombro que reflejaban mis facciones. Mi amigo estaba muy flaco y fatigado, pero tranquilo y alerta, el afilado rostro tostado por el sol y curtido por el viento. Con el traje de tweed y la gorra de paño parecía uno de los turistas que visitan el páramo y, gracias al amor casi felino por la limpieza personal que era una de sus características, había logrado que sus mejillas estuvieran tan bien afeitadas y su ropa blanca tan inmaculada como si siguiera viviendo en Baker Street.

      —Nunca me he sentido tan contento de ver a nadie en toda mi vida —dije mientras le estrechaba la mano con todas mis fuerzas.

      —Ni tampoco más asombrado, ¿no es cierto?

      —Así es, tengo que confesarlo.

      —No ha sido usted el único sorprendido, se lo aseguro. Hasta llegar a veinte pasos de la puerta no tenía ni idea de que hubiera descubierto mi retiro provisional y menos aún de que estuviera dentro.

      —¿Mis huellas, supongo?

      —No, Watson; me temo que no estoy en condiciones de reconocer sus huellas entre todas las demás. Si se propone usted de verdad sorprenderme, tendrá que cambiar de estanquero, porque cuando veo una colilla en la que se lee Bradley, Oxford Street, sé que mi amigo Watson se encuentra por los alrededores. Puede usted verla ahí, junto al sendero. Sin duda alguna se deshizo del cigarrillo en el momento crucial en que se abalanzó sobre el refugio vacío.

      —Exacto.

      —Eso pensé y, conociendo su admirable tenacidad, tenía la certeza de que estaba emboscado, con un arma al alcance de la mano, en espera de que regresara el ocupante del refugio. ¿De manera que creyó usted que era yo el criminal?

      —No sabía quién se ocultaba aquí, pero estaba decidido a averiguarlo.

      —¡Excelente, Watson! Y, ¿cómo me ha localizado? ¿Me vio quizá la noche en que Sir Henry y usted persiguieron al preso, cuando cometí la imprudencia de permitir que la luna se alzara por detrás de mí?

      —Sí; le vi en aquella ocasión.

      —Y, sin duda, ¿ha registrado usted todos los refugios hasta llegar a éste?

      —No; alguien ha advertido los movimientos del muchacho que le trae la comida y eso me ha servido de guía para la búsqueda.

      —Sin duda el anciano caballero con el telescopio. No conseguí entender de qué se trataba la primera vez que vi el reflejo del sol sobre la lente —se levantó y miró dentro del refugio—. Vaya, veo que Cartwright me ha traído algunas provisiones. ¿Qué dice el papel? De manera que ha estado usted en Coombe Tracey, ¿no es eso?

      —Sí.

      —¿Para ver a la señora Laura Lyons?

      —Así es.

      —¡Bien hecho! Nuestras investigaciones han avanzado en líneas paralelas y cuando sumemos los resultados espero obtener una idea bastante completa del caso.

      —Bueno; yo me alegro en el alma de haberlo encontrado, porque a decir verdad la responsabilidad y el misterio estaban llegando a ser demasiado para mí. Pero, por el amor del cielo, ¿cómo es que ha venido usted aquí y qué es lo que ha estado haciendo? Creía que seguía en Baker Street, trabajando en ese caso de chantaje.

      —Eso era lo que yo quería que pensara.

      —¡Entonces me utiliza pero no tiene confianza en mí! —exclamé con cierta amargura—. Creía haber merecido que me tratara usted mejor, Holmes.

      —Mi querido amigo, en ésta, como en otras muchas ocasiones, su ayuda me ha resultado inestimable y le ruego que me perdone si doy la impresión de haberle jugado una mala pasada. A decir verdad, lo he hecho en parte pensando en usted, porque lo que me empujó a venir y a examinar la situación en persona fue darme cuenta con toda claridad del peligro que corría. Si los hubiera acompañado a Sir Henry y a usted, mi punto de vista coincidiría por completo con el suyo, y mi presencia habría puesto sobre aviso a nuestros formidables antagonistas. De este otro modo me ha sido posible moverme como no habría podido hacerlo de vivir en la mansión, por lo que sigo siendo un factor desconocido en este asunto, listo para intervenir con eficacia en un momento crítico.

      —Pero, ¿por qué mantenerme a oscuras?

      —Que usted estuviera informado no nos habría servido de nada y podría haber descubierto mi presencia. Habría usted querido contarme algo o, llevado de su amabilidad, habría querido traerme esto o aquello para que estuviera más cómodo y de esa manera habríamos corrido riesgos innecesarios. Traje conmigo a Cartwright (sin duda recuerda usted al muchachito de la oficina de recaderos) que ha estado atendiendo a mis escasas necesidades: una barra de pan y un cuello limpio. ¿Para qué más? También me ha prestado un par de ojos suplementarios sobre unas piernas muy activas y ambas cosas me han sido inapreciables.

      —¡En ese caso mis informes no le han servido de nada! —me tembló la voz y recordé las penalidades y el orgullo con que los había redactado.

      Holmes se sacó unos papeles del bolsillo.

      —Aquí están sus informes, mi querido amigo, que he estudiado muy a fondo, se lo aseguro. He arreglado muy bien las cosas y sólo me llegaban con un día de retraso. Tengo que felicitarle por el celo y la inteligencia de que ha hecho usted gala en un caso extraordinariamente difícil.

      Todavía

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