Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 106
—Eso ya está mejor —dijo Holmes, al ver cómo desaparecía la sombra de mi rostro—. Y ahora cuénteme el resultado de su visita a la señora Laura Lyons; no me ha sido difícil adivinar que había ido usted a verla porque ya sabía que es la única persona de Coombe Tracey que podía sernos útil en este asunto. De hecho, si usted no hubiera ido hoy, es muy probable que mañana lo hubiera hecho yo.
El sol se había ocultado y la oscuridad se extendía por el páramo. El aire era frío y entramos en el refugio para calentamos. Allí, sentados en la penumbra, le conté a Holmes mi conversación con la dama. Se interesó tanto por mi relato que tuve que repetirle algunos fragmentos antes de que se diera por satisfecho.
—Todo eso es de gran importancia en este asunto tan complicado —dijo cuando terminé—, porque colma una laguna que yo había sido incapaz de llenar. Quizá está usted al corriente del trato íntimo que esa dama mantiene con Stapleton.
Lo ignoraba por completo.
—No existe duda alguna al respecto. Se ven, se escriben, hay un entendimiento total entre ambos. Y esto coloca en nuestras manos un arma muy poderosa. Si pudiéramos utilizarla para separar a su mujer...
—¿Su mujer?
—Déjeme que le dé alguna información a cambio de toda la que usted me ha proporcionado. La dama que se hace pasar por la señorita Stapleton es en realidad esposa del naturalista.
—¡Cielo santo, Holmes! ¿Está usted seguro de lo que dice? ¿Cómo ha permitido ese hombre que Sir Henry se enamore de ella?
—El enamoramiento de Sir Henry sólo puede perjudicar al mismo baronet. Stapleton ha tenido buen cuidado de que Sir Henry no haga el amor a su mujer, como usted ha tenido ocasión de comprobar. Le repito que la dama de que hablamos es su esposa y no su hermana.
—Pero, ¿cuál es la razón de un engaño tan complicado?
—Prever que le resultaría mucho más útil presentarla como soltera.
Todas mis dudas silenciadas y mis vagas sospechas tomaron repentinamente forma concentrándose en el naturalista, en aquel hombre impasible, incoloro, con su sombrero de paja y su cazamariposas. Me pareció descubrir algo terrible: un ser de paciencia y habilidad infinitas, de rostro sonriente y corazón asesino.
—¿Es él, entonces, nuestro enemigo? ¿Es él quien nos siguió en Londres?
—Así es como yo leo el enigma.
—Y el aviso..., ¡tiene que haber venido de ella!
—Exacto.
En medio de la oscuridad que me había rodeado durante tanto tiempo empezaba a perfilarse el contorno de una monstruosa villanía, mitad vista, mitad adivinada.
—Pero, ¿está usted seguro de eso, Holmes? ¿Cómo sabe que esa mujer es su esposa?
—Porque el día que usted lo conoció cometió la torpeza de contarle un fragmento auténtico de su autobiografía, torpeza que, me atrevería a afirmar, ha lamentado muchas veces desde entonces. Es cierto que fue en otro tiempo profesor en el norte de Inglaterra. Ahora bien, no hay nada tan fácil de rastrear como un profesor. Existen agencias académicas que permiten identificar a cualquier persona que haya ejercido la docencia. Una pequeña investigación me permitió descubrir cómo un colegio se había venido abajo en circunstancias atroces, y cómo su propietario (el apellido era entonces diferente) había desaparecido junto con su esposa. La descripción coincidía. Cuando supe que el desaparecido se dedicaba a la entomología, no me quedó ninguna duda.
La oscuridad se aclaraba, pero aún quedaban muchas cosas ocultas por las sombras.
—Si esa mujer es de verdad su esposa, ¿qué papel corresponde a la señora Lyons en todo esto? —pregunté.
—Ese es uno de los puntos sobre los que han arrojado luz sus investigaciones. Su entrevista con ella ha aclarado mucho la situación. Yo no tenía noticia del proyecto de divorcio. En ese caso, y creyendo que Stapleton era soltero, la señora Lyons pensaba sin duda convertirse en su esposa.
—Y, ¿cuándo sepa la verdad?
—Llegado el momento podrá sernos útil. Quizá nuestra primera tarea sea verla mañana, los dos juntos. ¿No le parece, Watson, que lleva demasiado tiempo lejos de la persona que le ha sido confiada? En este momento debería estar usted en la mansión de los Baskerville.
En el occidente habían desaparecido los últimos jirones rojos y la noche se había adueñado del páramo. Unas cuantas estrellas brillaban débilmente en el cielo color violeta.
—Una última pregunta, Holmes —dije, mientras me ponía en pie—. Sin duda no hay ninguna necesidad de secreto entre usted y yo. ¿Qué sentido tiene todo esto? ¿Qué es lo que se propone Stapleton?
Mi amigo bajó la voz al responder:
—Se trata de asesinato, Watson; de asesinato refinado, a sangre fría, lleno de premeditación. No me pida detalles. Mis redes se están cerrando en torno suyo como las de Stapleton tienen casi apresado a Sir Henry, pero con la ayuda que usted me ha prestado, Watson, lo tengo casi a mi merced. Tan sólo nos amenaza un peligro: la posibilidad de que golpee antes de que estemos preparados. Un día más, dos como mucho, y el caso estará resuelto, pero hasta entonces ha de proteger usted al hombre que tiene a su cargo con la misma dedicación con que una madre amante cuida de su hijito enfermo. Su expedición de hoy ha quedado plenamente justificada y, sin embargo, casi desearía que no hubiera dejado solo a Sir Henry. ¡Escuche!
Un alarido terrible, un grito prolongado de horror y de angustia había brotado del silencio del páramo. Aquel sonido espantoso me heló la sangre en las venas.
—¡Dios mío! —dije con voz entrecortada—. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué es lo que significa?
Holmes se había puesto en pie de un salto y su silueta atlética se recortó en la puerta del refugio, los hombros inclinados, la cabeza adelantada, escudriñando la oscuridad.
—¡Silencio! —susurró—. ¡Silencio!
El grito nos había llegado con claridad debido a su vehemencia, pero procedía de un lugar lejano de la llanura en tinieblas. De nuevo estalló en nuestros oídos, más cercano, más intenso, más perentorio que antes.
—¿De dónde viene? —susurró Holmes; y supe, por el temblor de su voz, que también él, el hombre de hierro, se había estremecido hasta lo más hondo—. ¿De dónde viene, Watson?
—De allí, me parece —dije señalando hacia la oscuridad.
—¡No, de allí!
De nuevo el grito de angustia se extendió por el silencio de la noche, más intenso y más cercano que nunca. Y un nuevo ruido mezclado con él, un fragor hondo y contenido, musical y sin embargo amenazador, que se alzaba y descendía como el murmullo constante y profundo del mar.
—¡El sabueso! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, vamos! ¡No quiera Dios que lleguemos tarde!
Mi amigo corría ya por el páramo a gran velocidad y yo le seguí inmediatamente. Pero ahora surgió, de algún lugar entre las anfractuosidades del terreno que se hallaba