Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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a Dios que se haya ido, porque a nosotros no nos ha causado más que problemas. No he sabido nada de él desde que le dejé comida la última vez, y de eso hace ya tres días.

      —¿Usted lo vio?

      —No, señor; pero la comida había desaparecido cuando volví a pasar por allí.

      —Entonces, ¿es seguro que sigue en el páramo?

      —Parece lo lógico, señor, a no ser que se la haya llevado el otro.

      No terminé de llevarme la taza a la boca y miré fijamente a Barrymore.

      —Entonces, ¿usted sabe que hay otro hombre?

      —Sí, señor; hay otro hombre en el páramo.

      —¿Lo ha visto?

      —No, señor.

      —¿Cómo sabe de su existencia?

      —Selden me habló de él hace una semana o poco más. También se esconde, pero no es un preso, por lo que he podido deducir. No me gusta nada, doctor Watson; le digo con toda sinceridad que no me gusta nada —hablaba con repentina vehemencia.

      —Ahora escúcheme usted, Barrymore. Yo no tengo otro interés en este asunto que el de su señor. Estoy aquí para ayudarlo. Dígame, con toda franqueza, qué es lo que no le gusta.

      Barrymore vaciló un momento, como si lamentara su arranque o le resultara difícil expresar con palabras sus sentimientos.

      —Son todas estas cosas que están pasando —exclamó por fin, agitando la mano en dirección a la ventana que daba al páramo, golpeada por la lluvia—. Se está jugando sucio en algún sitio y se está tramando alguna maldad muy negra, ¡eso lo puedo jurar! ¡Me alegraría mucho de que Sir Henry volviera a Londres!

      —Pero, ¿qué es lo que le inquieta?

      —¡Fíjese en la muerte de Sir Charles! Aquello ya fue terrible, a pesar de todo lo que dijera el coroner. Fíjese en los ruidos que se oyen en el páramo por la noche. No hay una sola persona que quiera cruzarlo después de ponerse el sol ni aunque le paguen por hacerlo. ¡Fíjese en ese desconocido que se esconde, que vigila y espera! ¿Qué es lo que espera? ¿Qué significa todo eso? Seguro que no significa nada bueno para cualquiera que se llame Baskerville, y me marcharé con mucho gusto el día que los nuevos criados puedan hacerse cargo de la mansión.

      —Pero, en cuanto a ese desconocido —dije—. ¿No sabe usted nada más acerca de él? ¿Qué le contó Selden? ¿Había descubierto dónde se escondía o qué era lo que estaba haciendo?

      —Lo vio una o dos veces, pero es muy astuto y no enseña su juego. Al principio mi cuñado pensó que era de la policía, pero pronto comprendió que trabaja por su cuenta. Alguien muy parecido a un caballero, por lo que a él se le alcanzaba, pero no consiguió averiguar qué era lo que estaba haciendo.

      —Y, ¿dónde le dijo que vivía?

      —En los viejos refugios de las colinas; los viejos refugios de piedra donde vivían los antiguos.

      —Pero, ¿cómo se las arregla para comer?

      —Selden descubrió que tiene un chico que trabaja para él y le lleva todo lo que necesita. Imagino que va a buscarlo a Coombe Tracey.

      —Muy bien, Barrymore. Quizá sigamos hablando de todo esto en otro momento.

      Después de que el mayordomo se marchara me acerqué a la ventana y, a través del cristal empañado, contemplé las nubes veloces y las siluetas estremecidas de los árboles agitados por el viento. Es una noche terrible dentro de casa, pero ¿cómo será en un refugio de piedra en el páramo? ¿Qué intensidad en el odio puede hacer que un hombre aceche en un sitio así en semejante momento? ¿Y qué puede ser lo que se propone que le exige someterse a semejante prueba? Allí, en ese habitáculo que se abre al páramo, parece hallarse el centro mismo del problema que tantos disgustos me está causando. Juro que no pasará un día más sin que haya hecho todo lo que esté en mi mano para llegar al fondo del misterio.»

      11. El hombre del risco

      El fragmento de mi diario que he utilizado en el último capítulo sitúa la narración en el 18 de octubre, momento en que los extraños acontecimientos de las últimas semanas se encaminaban rápidamente hacia su terrible desenlace. Los incidentes de los días que siguieron han quedado indeleblemente grabados en mi memoria y estoy en condiciones de relatarlos sin recurrir a las notas que tomé en aquel momento. Comienzo, por lo tanto, un día después de que lograra establecer dos hechos de gran importancia: el primero que la señora Laura Lyons de Coombe Tracey había escrito a Sir Charles Baskerville para citarse con él precisamente a la hora y en el sitio donde el baronet encontró la muerte; y el segundo que al hombre al acecho en el páramo se le podía encontrar en los refugios de piedra de las colinas. Con aquellos dos datos en mi poder, llegué a la conclusión de que si no me hallaba completamente desprovisto ni de inteligencia ni de valor, tendría que arrojar por fin alguna luz sobre tanta oscuridad.

      No encontré momento para contar al baronet lo que había averiguado la noche anterior acerca de la señora Lyons, porque el doctor Mortimer se quedó jugando con él a las cartas hasta muy tarde. A la hora del desayuno, sin embargo, le informé de mi descubrimiento y le pregunté si quería acompañarme a Coombe Tracey. Al principio se mostró deseoso de hacerlo, pero al pensarlo con más calma llegamos ambos a la conclusión de que el resultado sería mejor si iba yo solo. Cuanto más oficial hiciéramos la visita, menos información obtendríamos. Dejé, por consiguiente, a Sir Henry en casa, aunque no sin ciertos remordimientos, y me puse en camino para emprender la nueva investigación.

      Al llegar a Coombe Tracey le dije a Perkins que buscara acomodo a los caballos e hice algunas preguntas para localizar a la dama a la que me proponía interrogar. Encontré sin dificultad su alojamiento, céntrico y bien señalado. Una doncella me hizo pasar sin muchas ceremonias y, al entrar en el salón, la dama que estaba sentada delante de una máquina de escribir marca Remington se puso en pie con una agradable sonrisa de bienvenida. Su expresión cambió, sin embargo, al comprobar que se trataba de un desconocido; acto seguido se sentó de nuevo y preguntó cuál era el objeto de mi visita.

      Lo primero que impresionaba de la señora Lyons era su extraordinaria belleza. Tenía los ojos y el cabello de un color castaño muy cálido, y sus mejillas, aunque con abundantes pecas, se veían agraciadas con la perfección característica de las morenas: la delicada tonalidad que se esconde en el corazón de la rosa. La admiración era, como digo, la primera impresión. Pero a la admiración sucedía de inmediato la crítica. Había un algo muy sutil que no funcionaba en aquel rostro, una vulgaridad en la expresión, quizá una dureza en la mirada, un rictus en la boca que desvirtuaba belleza tan perfecta. Pero todas estas reflexiones son, por supuesto, tardías. En aquel momento no hice más que darme cuenta de que tenía delante a una mujer muy hermosa que me preguntaba cuál era el motivo de mi visita. Y hasta entonces yo no había entendido bien hasta qué punto era delicada mi misión.

      —Tengo el placer —dije— de conocer a su padre.

      Era un presentación muy torpe y la señora Lyons no la pasó por alto.

      —Mi padre y yo no tenemos nada en común —respondió—. No le debo nada y sus amigos no lo son míos. Si no hubiera sido por el difunto Sir Charles Baskerville y otras personas de buen corazón podría haberme

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