Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 96
He dicho "el trabajo de una noche", pero, en realidad han sido dos las noches, porque la primera nos llevamos un buen chasco. Estuve con Sir Henry en su habitación hasta cerca de las tres de la madrugada, pero no oímos otro ruido que las campanadas del reloj en lo alto de la escalera. Fue una velada sumamente melancólica y los dos nos quedamos dormidos en nuestras sillas. Por fortuna no nos desanimamos y decidimos intentarlo de nuevo. A la noche siguiente redujimos la luz de la lámpara y fumamos cigarrillos sin hacer el menor ruido. Era increíble lo despacio que se arrastraban las horas y, sin embargo, nos ayudaba el mismo tipo de paciente interés que debe de sentir el cazador mientras vigila la trampa en la que espera que acabe por caer la pieza. El reloj dio la una, luego las dos y, desesperados, casi habíamos renunciado ya por segunda vez cuando nos inmovilizamos de repente, olvidados del cansancio y una vez más en tensión. Habíamos oído el crujido de una pisada en el corredor.
Sentimos pasar a Barrymore por delante del cuarto con mucha cautela y perderse luego en la distancia. Después el baronet abrió la puerta sin hacer ruido y salimos en su persecución. El mayordomo había atravesado ya la galería y nuestro lado del corredor estaba completamente a oscuras. Nos deslizamos en silencio hasta la otra ala. Llegamos a tiempo de vislumbrar la alta figura de barba negra y hombros arqueados que avanzaba de puntillas hasta entrar por la misma puerta donde yo le había visto dos noches antes, y también cómo la vela, con su luz, hacía que el marco destacara en la oscuridad, al tiempo que un único rayo amarillo iluminaba la oscuridad del corredor. Nos acercamos cautelosamente, probando las tablas del suelo antes de apoyarnos con todo nuestro peso. Habíamos tenido la precaución de quitarnos las botas, pero incluso así el viejo entarimado crujía y chascaba bajo nuestros pies. A veces parecía imposible que Barrymore no advirtiera nuestra proximidad, pero afortunadamente está bastante sordo y se hallaba absorto en lo que hacía. Cuando por fin llegamos a la habitación y miramos dentro, lo encontramos agachado junto a la ventana, la vela en la mano, y el rostro pálido y ensimismado junto al cristal, exactamente igual que dos noches antes.
Habíamos preparado un plan de campaña, pero para el baronet las formas de actuar más directas son siempre las más naturales, de manera que entró sin más preámbulos en la habitación. Barrymore, jadeante, se irguió de un salto de su sitio junto a la ventana y se inmovilizó, lívido y tembloroso, ante nosotros. Sus ojos oscuros, que resaltaban mucho sobre la máscara blanca que era su rostro, nos miraron, a uno tras otro, llenos de horror y de asombro.
—¿Qué está usted haciendo aquí, Barrymore?
—Nada, señor —su agitación era tan intensa que apenas podía hablar y la vela que empuñaba le temblaba tanto que las sombras saltaban arriba y abajo—. Es por el viento, señor. Por la noche hago la ronda para ver si las ventanas están bien cerradas.
—¿En el piso alto?
—Sí, señor, todas las ventanas.
—Mire, Barrymore —dijo Sir Henry con gran firmeza—: estamos decididos a que nos diga usted la verdad, de manera que se ahorrará molestias sincerándose cuanto antes. ¡Vamos! ¡Basta de mentiras! ¿Qué hacía usted junto a esa ventana?
El mayordomo nos miró con aire desvalido y se retorció las manos como alguien que se halla al límite de la duda y del sufrimiento.
—No hacía nada malo, señor. Sólo estaba delante de la ventana con una vela encendida.
—Y, ¿por qué estaba usted con una vela encendida delante de la ventana?
—No me lo pregunte, Sir Henry, ¡no me lo pregunte! Le doy mi palabra de que el secreto no me pertenece y no me es posible decírselo. Si sólo dependiera de mí no trataría de ocultárselo.
De repente se me ocurrió una idea y recogí la vela del alféizar donde la había dejado el mayordomo.
—Debe de servirle como señal —dije—. Veamos si hay respuesta.
Sostuve la vela como lo había hecho él, al mismo tiempo que escudriñaba la oscuridad exterior. Como las nubes ocultaban la luna, sólo distinguía vagamente la hilera de árboles y la tonalidad más clara del páramo. Pero enseguida se me escapó un grito de júbilo, porque un puntito de luz amarilla había traspasado de repente el oscuro velo y después siguió brillando de manera uniforme en el centro del rectángulo negro que enmarcaba la ventana.
—¡Ahí está! —exclamé.
—No, señor, no; no es nada..., nada en absoluto —intervino el mayordomo—. Le aseguro que...
—¡Mueva la luz de un lado a otro de la ventana Watson! —exclamó el baronet—. ¿Ve? ¡La otra también se mueve! ¿Qué nos dice ahora, bribón? ¿Sigue negando que es una señal? ¡Vamos, hable! ¿Quién es su compinche y qué fechoría es la que se traen entre manos?
La expresión de Barrymore se hizo desafiante.
—Es asunto mío y no suyo. No se lo diré.
—En ese caso deja usted de estar a mi servicio ahora mismo.
—Muy bien, señor. Si así ha de ser, así será.
—Y se marcha deshonrado. Por todos los demonios, ¡tiene usted motivos para avergonzarse de sí mismo! Su familia ha vivido con la mía durante más de cien años bajo este techo, y he aquí que lo encuentro metido hasta el cuello en alguna siniestra intriga en contra mía.
—¡No, señor, no! ¡No en contra de usted!
Era la voz de una mujer: la señora Barrymore, más pálida y más asustada aún que su marido, se hallaba junto a la puerta. Su voluminosa figura, envuelta en un chal y una falda, podría haber resultado cómica de no ser por la intensidad de los sentimientos que se leían en su rostro.
—Tenemos que marcharnos, Eliza. Esto es el fin. Ya puedes hacer el equipaje —dijo el mayordomo.
—¡John, John! ¿Voy a ser yo la causa de tu ruina? Todo es obra mía, Sir Henry..., yo soy la responsable. Todo lo que ha hecho lo ha hecho por mí y porque yo se lo he pedido.
—¡Hable, entonces! ¿Qué significa todo esto?
—Mi desgraciado hermano se está muriendo de hambre en el páramo. No podemos dejarlo perecer a las puertas mismas de nuestra casa. La luz es una señal para decirle que tiene comida preparada, y él, con su luz, nos indica el lugar donde hemos de llevársela.
—Entonces su hermano es...
—El preso escapado, señor..., Selden, el criminal.
—Así es, señor —intervino Barrymore—. Como le he dicho, el secreto no era mío y no se lo podía contar. Pero ahora ya lo sabe, y se dará cuenta de que si había una intriga no era contra usted.
Ésa era, por tanto, la explicación de las sigilosas expediciones nocturnas y de la luz en la ventana. Tanto Sir Henry como yo nos quedamos mirando a la señora Barrymore sin esconder nuestro asombro. ¿Cabía imaginar que aquella persona de respetabilidad tan impasible llevara la misma sangre que uno de los delincuentes