Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 97
Las palabras de la mujer estaban llenas de una vehemencia que las hacía muy convincentes.
—¿Es ésa la verdad, Barrymore?
—Sí, Sir Henry. Del principio al fin.
—Bien; no puedo culparlo por apoyar a su esposa. Olvide lo que le he dicho antes. Vuelvan los dos a su habitación y mañana por la mañana seguiremos hablando de este asunto.
Cuando se marcharon miramos de nuevo por la ventana. Sir Henry la había abierto, y el frío viento nocturno nos golpeaba en la cara. Muy lejos en la oscuridad brillaba aún el puntito de luz amarilla.
—Me sorprende que se atreva a descubrirse tanto —dijo Sir Henry.
—Tal vez sitúa la vela de manera que sólo sea visible desde aquí.
—Es muy posible. ¿A qué distancia cree que se encuentra?
—Calculo que a la altura de Cleft Tor.
—No más de dos o tres kilómetros.
—Menos, probablemente.
—No puede ser muy lejos si Barrymore tenía que llevarle la comida. Y ese canalla está esperando junto a la vela. ¡Voy a salir a capturarlo!
La misma idea me había pasado por la cabeza. No era como si los Barrymore nos hubieran hecho una confidencia. Les habíamos arrancado el secreto a la fuerza. Aquel individuo era un peligro para la comunidad, un delincuente implacable que no tenía excusa ni merecía compasión. No hacíamos más que cumplir con nuestro deber al aprovechar la oportunidad de devolverlo de nuevo a donde no pudiera hacer daño. Debido a su carácter brutal y violento, otros tendrían que pagar las consecuencias si nos cruzábamos de brazos. Cualquier noche, por ejemplo, podía atacar a nuestros vecinos los Stapleton, y tal vez esa idea hizo que Sir Henry se interesara tanto por aquella aventura.
—Le acompañaré —dije.
—Entonces recoja su revólver y póngase las botas. Cuanto antes salgamos mejor, porque ese individuo puede apagar la luz y marcharse.
Cinco minutos después habíamos iniciado ya nuestra expedición. Apresuramos el paso entre los oscuros arbustos, en medio de los apagados gemidos del viento del otoño y del crujir de las hojas caídas. El aire nocturno estaba cargado de olor a humedad y a putrefacción. De cuando en cuando la luna se asomaba unos instantes, pero las nubes casi cubrían el cielo por completo y en el momento en que salíamos al páramo empezó a caer una lluvia ligera. La luz seguía brillando delante de nosotros.
—¿Está usted armado? —pregunté.
—Tengo una fusta.
—Hemos de caer sobre él rápidamente, porque se dice que es un hombre desesperado. Debemos cogerlo por sorpresa y tenerlo a nuestra merced antes de que se resista.
—Escuche, Watson, ¿qué diría Holmes de esto? ¿Qué diría sobre esta hora de oscuridad en la que se intensifican los poderes del mal?
Como en respuesta a sus palabras se alzó de repente, en la inmensa tristeza del páramo, el extraño sonido que yo había oído ya cerca de la gran ciénaga de Grimpen. Nos llegó traído por el viento a través del silencio de la noche: un murmullo largo y profundo, luego un aullido cada vez más poderoso y finalmente el triste gemido con que acababa. Resonó una y otra vez, todo el aire palpitando con él, estridente, salvaje y amenazador. El baronet me cogió de la manga y palideció tanto que el rostro le brilló tenuemente en la oscuridad.
—¡Cielo santo! ¿Qué ha sido eso, Watson?
—No lo sé. Se trata de un sonido que se oye en el páramo. Es la segunda vez que lo escucho.
Los aullidos cesaron y un silencio absoluto descendió sobre nosotros. Aguzamos el oído, pero sin el menor resultado.
—Watson —dijo el baronet—, eso era el aullido de un sabueso.
La sangre se me heló en las venas, porque la voz se le quebró de una manera que ponía de manifiesto el terror repentino que se había apoderado de él.
—¿Qué dicen de ese sonido? —preguntó.
—¿Quiénes?
—Los habitantes de la zona.
—Bah, son gente ignorante. ¿Qué más le da lo que digan?
—Cuéntemelo, Watson. ¿Qué es lo que dicen?
Vacilé un momento, pero no podía escabullirme.
—Dicen que es el aullido del sabueso de los Baskerville.
Sir Henry dejó escapar un gemido y luego guardó silencio unos instantes.
—Era un sabueso —dijo por fin—, pero parecía venir de una distancia de varios kilómetros en aquella dirección, según creo.
—Es difícil saber de dónde procedía.
—Subía y bajaba con el viento. ¿No es ésa la dirección de la gran ciénaga de Grimpen?
—Sí, es ésa.
—Bien, pues era por allí. Dígame la verdad, ¿a usted no le pareció también que era el aullido de un sabueso? Ya no soy un niño. No tenga reparos en decirme la verdad.
—Stapleton se hallaba conmigo la otra vez. Dijo que podía ser el canto de un extraño pájaro.
—No, no; era un sabueso. Dios mío, ¿habrá algo de verdad en todas esas historias? ¿Es posible que esté realmente en peligro por una causa tan misteriosa? Usted no lo cree, ¿no es así, Watson?
—No, claro que no.
—Y sin embargo una cosa es reírse de ello en Londres y otra muy distinta estar aquí en la oscuridad del páramo y oír un aullido como ése. ¡Y mi tío! Encontraron las huellas del sabueso muy cerca de donde cayó. Todo concuerda. No