Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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      —¿Cómo? ¿Con quién crees que estás hablando?

      —Supongo que se trata de Sir Henry Baskerville.

      —No, no —dije yo—. Sólo soy un humilde plebeyo, aunque Baskerville me honre con su amistad. Me llamo Watson, doctor Watson.

      El disgusto ensombreció por un momento el expresivo rostro de la joven.

      —Hemos sido víctimas de un malentendido en nuestra conversación —dijo la señorita Stapleton.

      —En realidad no habéis tenido mucho tiempo —comentó su hermano, siempre con los mismos ojos interrogadores.

      —He hablado como si el doctor Watson fuera residente en lugar de simple visitante —dijo la señorita Stapleton—. No puede importarle mucho si es pronto o tarde para las orquídeas. Pero, una vez que ha llegado hasta aquí, espero que nos acompañe para ver la casa Merripit.

      Tras un breve paseo llegamos a una triste casa del páramo, granja de algún ganadero en los antiguos días de prosperidad, arreglada después para convertirla en vivienda moderna. La rodeaba un huerto, pero los árboles, como suele suceder en el páramo, eran más pequeños de lo normal y estaban quemados por las heladas; el lugar en conjunto daba impresión de pobreza y melancolía. Nos abrió la puerta un viejo criado, una criatura extraña, arrugada y de aspecto mohoso, muy en consonancia con la casa. Dentro, sin embargo, había habitaciones amplias, amuebladas con una elegancia en la que me pareció reconocer el gusto de la señorita Stapleton. Al contemplar desde sus ventanas el interminable páramo salpicado de granito que se extendía sin solución de continuidad hasta el horizonte más remoto, no pude por menos de preguntarme qué podía haber traído a un lugar así a aquel hombre tan instruido y a aquella mujer tan hermosa.

      —Extraña elección para vivir, ¿no es eso? —dijo Stapleton, como si hubiera adivinado mis pensamientos—. Y sin embargo conseguimos ser aceptablemente felices, ¿no es así, Beryl?

      —Muy felices —dijo ella, aunque faltaba el acento de la convicción en sus palabras.

      —Yo llevaba un colegio privado en el norte —dijo Stapleton—. Para un hombre de mi temperamento el trabajo resultaba monótono y poco interesante, pero el privilegio de vivir con jóvenes, de ayudar a moldear sus mentes y de sembrar en ellos el propio carácter y los propios ideales, era algo muy importante para mí. Pero el destino se puso en contra nuestra. Se declaró una grave epidemia en el colegio y tres de los muchachos murieron. La institución nunca se recuperó de aquel golpe y gran parte de mi capital se perdió sin remedio. De todos modos, si no fuera por la pérdida de la encantadora compañía de los muchachos, podría alegrarme de mi desgracia, porque, dada mi intensa afición a la botánica y a la zoología, tengo aquí un campo ilimitado de trabajo, y mi hermana está tan dedicada como yo a la naturaleza. Le explico todo esto, doctor Watson, porque he visto su expresión mientras contemplaba el páramo desde nuestra ventana.

      —Es cierto que se me ha pasado por la cabeza la idea de que todo esto pueda ser, quizá, un poco menos aburrido para usted que para su hermana.

      —No, no —replicó ella inmediatamente—; no me aburro nunca.

      —Disponemos de muchos libros y de nuestros estudios, y también contamos con vecinos muy interesantes. El doctor Mortimer es un erudito en su campo. También el pobre Sir Charles era un compañero admirable. Lo conocíamos bien y carezco de palabras para explicar hasta qué punto lo echamos de menos. ¿Cree usted que sería una impertinencia por mi parte hacer esta tarde una visita a Sir Henry para conocerlo?

      —Estoy seguro de que le encantará recibirlo.

      —En ese caso quizá quiera usted tener la amabilidad de mencionarle que me propongo hacerlo. Dentro de nuestra modestia tal vez podamos facilitarle un poco las cosas hasta que se acostumbre a su nuevo hogar. ¿Quiere subir conmigo, doctor Watson, y ver mi colección de Lepidoptera? Creo que es la más completa del suroeste de Inglaterra. Para cuando haya terminado de examinarlas el almuerzo estará casi listo.

      Pero yo estaba deseoso de volver junto a la persona cuya seguridad se me había confiado. Todo -la melancolía del páramo, la muerte del desgraciado jaco, el extraño sonido asociado con la sombría leyenda de los Baskerville- contribuía a teñir de tristeza mis pensamientos. Y por si todas aquellas impresiones más o menos vagas no me bastaran, había que añadirles la advertencia clara y precisa de la señorita Stapleton, hecha con tanta vehemencia que estaba convencido de que la apoyaban razones serias y profundas. Rechacé los repetidos ruegos de los hermanos para que me quedase a almorzar y emprendí de inmediato el camino de regreso, utilizando el mismo sendero crecido de hierba por el que habíamos venido.

      Existe sin embargo, al parecer, algún atajo que utilizan quienes conocen mejor la zona, porque antes de alcanzar la carretera me quedé pasmado al ver a la señorita Stapleton sentada en una roca al borde del camino. El rubor del esfuerzo embellecía aún más su rostro mientras se apretaba el costado con la mano.

      —He corrido todo el camino para alcanzarlo, doctor Watson —me dijo— y me ha faltado hasta tiempo para ponerme el sombrero. No puedo detenerme porque de lo contrario mi hermano repararía en mi ausencia. Quería decirle lo mucho que siento la estúpida equivocación que he cometido al confundirle con Sir Henry. Haga el favor de olvidar mis palabras, que no tienen ninguna aplicación en su caso.

      —Pero no puedo olvidarlas, señorita Stapleton —respondí—. Soy amigo de Sir Henry y su bienestar es de gran importancia para mí. Dígame por qué estaba usted tan deseosa de que Sir Henry regresara a Londres.

      —Un simple capricho de mujer, doctor Watson. Cuando me conozca mejor comprenderá que no siempre puedo dar razón de lo que digo o hago.

      —No, no. Recuerdo el temblor de su voz. Recuerdo la expresión de sus ojos. Por favor, sea sincera conmigo, señorita Stapleton, porque desde que estoy aquí tengo la sensación de vivir rodeado de sombras. Mi existencia se ha convertido en algo parecido a la gran ciénaga de Grimpen: abundan por todas partes las manchas verdes que ceden bajo los pies y carezco de guía que me señale el camino. Dígame, por favor, a qué se refería usted, y le prometo transmitir la advertencia a Sir Henry.

      Por un instante apareció en su rostro una expresión de duda, pero cuando me respondió su mirada había vuelto a endurecerse.

      —Se preocupa usted demasiado, doctor Watson —fueron sus palabras—. A mi hermano y a mí nos impresionó mucho la muerte de Sir Charles. Lo conocíamos muy bien, porque su paseo favorito era atravesar el páramo hasta nuestra casa. A Sir Charles le afectaba profundamente la maldición que pesaba sobre su familia y al producirse la tragedia pensé, como es lógico, que debía de existir algún fundamento para los temores que él expresaba. Me preocupa, por lo tanto, que otro miembro de la familia venga a vivir aquí, y creo que se le debe avisar del peligro que corre. Eso es todo lo que me proponía transmitir con mis palabras.

      —Pero, ¿cuál es el peligro?

      —¿Conoce usted la historia del sabueso?

      —No creo en semejante tontería.

      —Pues yo sí. Si tiene usted alguna influencia sobre Sir Henry, aléjelo de un lugar que siempre ha sido funesto para su familia. El mundo es muy grande. ¿Por qué tendría que vivir en un lugar donde corre tanto peligro?

      —Precisamente por eso. Esa es la manera de ser de Sir Henry. Mucho me temo que si no me da usted una información más precisa, no logrará que se marche.

      —No

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