Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle

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Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle

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¿qué interés encuentra en un sitio tan espantoso?

      —¿Ve usted aquellas colinas a lo lejos? Son en realidad islas separadas del resto por la ciénaga infranqueable, que ha ido rodeándolas con el paso de los años. Allí es donde se encuentran las plantas raras y las mariposas, si es usted lo bastante hábil para llegar.

      —Algún día probaré suerte.

      Stapleton me miró sorprendido.

      —¡Por el amor de Dios, ni se le ocurra pensarlo! —dijo—. Su sangre caería sobre mi cabeza. Le aseguro que no existe la menor posibilidad de que regrese con vida. Yo lo consigo únicamente gracias a recordar ciertas señales de gran complejidad.

      —¡Caramba! —exclamé—. ¿Qué es eso?

      Un largo gemido muy profundo, indescriptiblemente triste, se extendió por el páramo. Aunque llenaba el aire, resultaba imposible decir de dónde procedía. De un murmullo apagado pasó a convertirse en un hondísimo rugido, para volver de nuevo al murmullo melancólico. Stapleton me miró con una expresión peculiar.

      —¡Extraño lugar el páramo! —dijo.

      —Pero, ¿qué era eso?

      —Los campesinos dicen que es el sabueso de los Baskerville reclamando su presa. Lo había oído antes una o dos veces, pero nunca con tanta claridad.

      Con el frío del miedo en el corazón contemplé la enorme llanura salpicada por las manchas verdes de los juncos. Nada se movía en aquella gran extensión si se exceptúa una pareja de cuervos, que graznaron con fuerza desde un risco a nuestras espaldas.

      —Usted es un hombre educado: no me diga que da crédito a tonterías como ésa —respondí—. ¿Cuál cree usted que es la causa de un sonido tan extraño?

      —Las ciénagas hacen a veces ruidos extraños. El barro al moverse, o el agua al subir de nivel, o algo parecido.

      —No, no; era la voz de un ser vivo.

      —Sí, quizá lo fuera. ¿Ha oído alguna vez mugir a un avetoro?

      —No, nunca.

      —Es un pájaro poco común; casi extinguido en Inglaterra actualmente, pero todo es posible en el páramo. Sí; no me sorprendería que acabáramos de oír el grito del último de los avetoros.

      —Es la cosa más misteriosa y extraña que he oído en toda mi vida.

      —Sí, estamos en un lugar más bien extraño. Mire la falda de esa colina. ¿Qué supone usted que son esas formaciones?

      Toda la empinada pendiente estaba cubierta de grises anillos de piedra, una veintena al menos.

      —¿Qué son? ¿Apriscos para las ovejas?

      —No; son los hogares de nuestros dignos antepasados. Al hombre prehistórico le gustaba vivir en el páramo, y como nadie lo ha vuelto a hacer desde entonces, encontramos sus pequeñas construcciones exactamente como él las dejó. Es el equivalente de las tiendas indias si se les quita el techo. Podrá usted ver incluso el sitio donde hacían fuego así como el lugar donde dormían, si la curiosidad le empuja a entrar en uno de ellos.

      —Se trata, entonces, de toda una ciudad. ¿Cuándo estuvo habitada?

      —Se remonta al periodo neolítico, pero se desconocen las fechas.

      —¿A qué se dedicaban sus pobladores?

      —El ganado pastaba por esas laderas y ellos aprendían a cavar en busca de estaño cuando la espada de bronce empezaba a desplazar al hacha de piedra. Fíjese en la gran zanja de la colina de enfrente. Esa es su marca. Sí; encontrará usted cosas muy peculiares en el páramo, doctor Watson. Ah, perdóneme un instante. Es sin duda un ejemplar de Cyclopides.

      Una mosca o mariposilla se había cruzado en nuestro camino y Stapleton se lanzó al instante tras ella con gran energía y rapidez. Para consternación mía el insecto voló directamente hacia la gran ciénaga, pero mi acompañante no se detuvo ni un instante, persiguiéndola a saltos de mata en mata, con el cazamariposas en ristre. Su ropa gris y la manera irregular de avanzar, a saltos y en zigzag, no le diferenciaban mucho de un gran insecto alado. Contemplaba su carrera con una mezcla de admiración por su extraordinario despliegue de facultades y de miedo a que perdiera pie en la ciénaga traicionera, cuando oí ruido de pasos y, al volverme, vi a una mujer que se acercaba hacia mí por el sendero. Procedía de la dirección en la que, gracias al penacho de humo, sabía ya que estaba localizada la casa Merripit, pero la inclinación del páramo me la había ocultado hasta que estuvo muy cerca.

      No tuve ninguna duda de que se trataba de la señorita Stapleton, puesto que en el páramo no abundan las damas, y recordaba que alguien la había descrito como muy bella. La mujer que avanzaba en mi dirección lo era, desde luego, y de una hermosura muy poco corriente. No podía darse mayor contraste entre hermanos, porque en el caso del naturalista la tonalidad era neutra, con cabello claro y ojos grises, mientras que la señorita Stapleton era más oscura que ninguna de las morenas que he visto en Inglaterra y además esbelta, elegante y alta. Su rostro, altivo y de facciones delicadas, era tan regular que hubiera podido parecer frío de no ser por la boca y los hermosos ojos, oscuros y vehementes. Dada la perfección y elegancia de su vestido, resultaba, desde luego, una extraña aparición en la solitaria senda del páramo. Seguía con los ojos las evoluciones de su hermano cuando me di la vuelta, pero inmediatamente apresuró el paso hacia mí. Yo me había descubierto y me disponía a explicarle mi presencia con unas frases, cuando sus palabras hicieron que mis pensamientos cambiaran por completo de dirección.

      —¡Váyase! —dijo—. Vuelva a Londres inmediatamente.

      No pude hacer otra cosa que contemplarla, estupefacto. Sus ojos echaban fuego al mismo tiempo que su pie golpeaba el suelo con impaciencia.

      —¿Por qué tendría que marcharme?

      —No se lo puedo explicar —hablaba en voz baja y apremiante y con un curioso ceceo en la pronunciación—. Pero, por el amor de Dios, haga lo que le pido. Váyase y no vuelva nunca a pisar el páramo.

      —Pero si acabo de llegar.

      —Por favor —exclamó—. ¿No es capaz de reconocer una advertencia que se le hace por su propio bien? ¡Vuélvase a Londres! ¡Póngase esta misma noche en camino! ¡Aléjese de este lugar a toda costa! ¡Silencio, vuelve mi hermano! Ni una palabra de lo que le he dicho. ¿Le importaría cortarme la orquídea que está ahí, entre las colas de caballo? Las orquídeas abundan en el páramo, aunque, por supuesto, llega usted en una mala estación para disfrutar con la belleza de la zona.

      Stapleton había abandonado la caza y se acercaba a nosotros jadeante y con el rostro encendido por el esfuerzo.

      —¡Hola, Beryl! —dijo; y tuve la impresión de que el tono de su saludo no era excesivamente cordial.

      —Estás muy sofocado, Jack.

      —Sí. Perseguía a una Cyclopides. Es una mariposa muy poco corriente y raras veces se la encuentra a finales del otoño. ¡Es una pena que no haya conseguido capturarla!

      Hablaba despreocupadamente, pero sus ojos claros nos vigilaban a ambos sin descanso.

      —Se

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