Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura). Arthur Conan Doyle
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Читать онлайн книгу Sherlock Holmes: La colección completa (Clásicos de la literatura) - Arthur Conan Doyle страница 18
Sherlock Holmes y yo repasamos estas noticias durante el desayuno, con gran regocijo por parte de mi amigo.
—Ya le dije que, independientemente de cómo discurriera esta historia, los laureles serían al foral para Gregson y Lestrade.
—Según qué visos tome la cosa.
—¡Da lo mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre resulta atrapado, lo habrá sido en razón de sus esfuerzos; si por el contrario escapa, lo hará pese a ellos. Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de ganar... Un sot trouve toujours un plus sot qui l'admire.
—¿Qué demonios sucede? —exclamé yo, pues se había producido de pronto, en el vestíbulo primero y después en las escaleras, un gran estrépito de pasos, acompañados de audibles muestras de disgusto por parte del ama de llaves.
—Va usted a conocer el ejército de policías que tengo a mi servicio en Baker Street —repuso gravemente mi compañero, y en ese momento se precipitaron en la habitación media docena de los más costrosos pilluelos que nunca haya acertado a ver.
—¡Fiiirmés! —gritó Holmes con bronca voz, y los seis perdidos se alinearon enhiestos y horribles como seis esfinges de quincallería.
—De aquí en adelante —prosiguió Holmes—, será Wiggins quien suba a darme el parte, y vosotros os quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte, Wiggins?
—No, patrón, todavía no —dijo uno de los jóvenes.
—En verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo, perseverad. Aquí tenéis vuestro jornal.
Dio a cada uno un chelín.
—Largo, y no se os ocurra volver la próxima vez sin alguna noticia.
Agitó la mano, y los seis chicos se precipitaron como ratas escaleras abajo. Un instante después, la calle resonaba con sus agudos chillidos.
—Cunde más uno de estos piojosos que doce hombres de la fuerza regular —observó Holmes—. Basta que un funcionario parezca serlo, para que la gente se llene de reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a cualquier sitio, y no hay palabra o consigna que no oigan. Son además vivos como ardillas; perfectos policías a poco que uno dirija sus acciones.
—¿Les ha puesto usted a trabajar en el asunto de la calle Brixton? —pregunté.
—Sí: hay un punto que me urge dilucidar. No es sino cuestión de tiempo. ¡Ahora prepárese a recibir nuevas noticias, probablemente con su poco de veneno, porque ahí viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que se dirige a nuestro portal. Sí, acaba de detenerse. ¡En efecto, tenemos visita!
Se oyó un violento campanillazo y un instante después las zancadas del rubicundo detective, quien salvando los escalones de tres en tres, se plantó de sopetón en la sala.
—Querido colega, ¡felicíteme! —gritó sacudiendo la mano inerte de Holmes—. He dejado el asunto tan claro como el día.
Me pareció como si una sombra de inquietud cruzara por el expresivo rostro de mi compañero.
—¿Quiere usted decirme que está en la verdadera pista?
—¡Pista...! ¡Tenemos al pájaro en la jaula!
—¿Cómo se llama?
—Arthur Charpentier, alférez de la Armada Británica —exclamó pomposamente Gregson juntando sus mantecosas manos e inflando el pecho.
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio, iluminado el semblante por una sonrisa.
—Tome asiento, caramba, y saboree uno de estos puros —dijo—. Ardemos en curiosidad por saber cómo ha resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco de whisky con agua?
—No voy a decirle que no —repuso el detective—. La tensión formidable a que me he visto sometido estos últimos días ha concluido por agotarme. No se trata tanto, compréndame, del esfuerzo físico como del constante ejercicio de la inteligencia. Sabrá apreciarlo, amigo mío, porque los dos nos ganamos la vida a fuerza de sesos.
—Me abruma usted —repuso Holmes con mucha solemnidad—. Ahora, relátenos cómo llevó a término esta importante investigación.
El detective se instaló en la butaca y aspiró complacido el humo de su cigarro. De pronto pareció ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y dándose una palmada en el muslo, dijo:
—Lo bueno del caso, es que ese infeliz de Lestrade, que se cree tan listo, ha seguido desde el principio una pista equivocada. Anda a la caza de Stangerson, el secretario, no más culpable de asesinato que usted o que yo. Quizá lo tenga ya bajo arresto.
Semejante idea abrió de nuevo en Gregson la compuerta de la risa, tanta que a poco más se ahoga.
—¿Y de qué manera dio usted con la clave?
—Se lo diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted, doctor Watson, sin duda comprenderá, exclusivamente entre nosotros. Primero era obligado averiguar los antecedentes americanos del difunto. Ciertas personas habrían aguardado a que sus solicitudes encontrasen respuesta, o espontáneamente suministrasen información las distintas partes interesadas. Mas no es éste el estilo de Tobías Gregson. ¿Recuerda el sombrero que encontramos junto al muerto?
—Sí —dijo Holmes—; llevaba la marca John Underwood and Sons, 129, Camberwell Road.
Gregson pareció al punto desarbolado.
—No sospechaba que lo hubiese usted advertido —dijo—. ¿Ha estado en la sombrerería?
—No.
—Pues sepa usted —repuso con voz otra vez firme—, que no debe desdeñarse ningún indicio, por pequeño que parezca.
—Para un espíritu superior nada es pequeño —observó Holmes sentenciosamente.
—Bien, me llegué a ese Underwood, y le pregunté si había vendido un sombrero semejante en hechura y aspecto al de la víctima. En efecto, consultó los libros y de inmediato dio con la respuesta. Había sido enviado el sombrero a nombre del señor Drebber, residente en la pensión Charpentier, Torquay Terrace. Así supe la dirección del muerto.
—Hábil... ¡Muy hábil! —murmuró Sherlock Holmes.
—A continuación pregunté por madame Charpentier —prosiguió el detective—. Estaba pálida y parecía preocupada. Su hija, una muchacha de belleza notable, dicho sea de paso, se hallaba con ella en la habitación; tenía los ojos enrojecidos, y cuando le interpelé sus labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello. Empezaba a olerme la cosa a chamusquina. Conoce usted por experiencia, señor Holmes, la sensación que invade a un detective cuando al fin se halla en buen camino. Es un hormigueo muy especial.
—¿Está usted enterada de la misteriosa muerte de su último inquilino, el señor Enoch J. Drebber, de Cleveland? —pregunté.
La madre asintió, incapaz de decir palabra. La muchacha rompió a llorar. Tuve más que nunca la sensación de que aquella gente no era ajena a lo ocurrido.
—¿A