Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿Qué diablos pasa aquí? –exclamó sin acabar de dar crédito a sus ojos–. ¿Quién es esta gente?
La negra alzó el rostro y sus inmensos ojos negros parecían a punto de anegarse en lágrimas.
–Aparecieron al alba –musitó con voz ronca–. En un principio creí que iban a matarme, pero se pasaron medio día frotándome y metiéndome en el agua como si trataran de despintarme… –Los señaló con un leve ademán de la cabeza–. No acaban de creer que soy negra natural, y al fin me han colocado aquí esperando a que orine.
–¡Pues orina!
–¡No puedo…! –sollozó la infeliz muchacha–. Estoy que me cago, pero no orino.
Cienfuegos observó con detenimiento los inescrutables rostros de los nativos, que no parecían prestarle una especial atención, como si el hecho de determinar si los orines de la africana eran negros o amarillos concentrara por el momento todos sus pensamientos.
No vestían más que una delgada liana con la que se amarraban la punta del prepucio a la cintura, se pintaban el rostro con rayas de colores y se adornaban los lacios cabellos con plumas de papagayo, pero aunque exhibían largos arcos, su aspecto no resultaba en absoluto amenazador, sino que más bien parecían una pandilla de inocentes chiquillos fascinados por un desconcertante misterio que iba mucho más allá de su capacidad de raciocinio.
El gomero hizo intención de dirigirse al más emplumado de los guerreros, que era al parecer quien los comandaba, con la evidente intención de exigir la necesaria explicación a tan absurdo comportamiento, pero el indio se limitó a alzar el brazo ordenándole con ademán autoritario que tomara asiento aguardando acontecimientos.
Pasó casi una hora.
Como impasibles estatuas de sal los salvajes parecían no tener la más mínima prisa, y sus rostros de piedra apenas se inmutaban más que para parpadear de tarde en tarde o espantarse una mosca demasiado insistente.
Al fin, nervioso e incapaz de contenerse por más tiempo, el canario exclamó fuera de sí:
–¡Mea, coño!
La africana le dirigió una mirada de reconvención:
–No le riñas –replicó–. No te escucha. El miedo hace que lo tenga más cerrado que ostra en invierno.
–Pues como no lo hagas de una vez y se convenzan de que no orinas tinta, lo vamos a pasar mal.
–¿Crees que es eso lo que esperan?
–Probablemente. Jamás habían visto a una negra, han comprobado que no destiñes, y querrán averiguar si por dentro también eres negra… ¡Lógico!
–Empiezo a odiar tu sentido de la lógica.
Se trataba sin duda de una conversación absurda dadas las circunstancias, pero quizá su propia incongruencia contribuyó a que el nerviosismo que atenazaba a la aterrorizada dahomeyana cediera permitiéndole dar rienda suelta a una natural necesidad fisiológica demasiado tiempo retenida y llenar hasta rebosar generosamente la gran calabaza, lo que provocó una ola de murmullos entre la nutrida fila de atentos espectadores.
Aquel que parecía ser el jefe se puso entonces en pie, tomó la calabaza, estudió su contenido, lo olió, e incluso introdujo un dedo para convencerse de su textura y calor, y concluyó por derramar una parte para que sus compañeros pudieran cerciorarse de que se trataba de puro y simple maloliente pis humano.
Por último colocó el recipiente en el suelo, se apartó un par de metros y, tomando una tea encendida que otro nativo le entregaba, la arrojó dentro.
Como era de esperar la tea se apagó, lo que trajo aparejado que una amplia sonrisa apareciera en el rostro de la mayor parte de los salvajes.
–¡No Mene…! –se repetían el uno al otro con aire satisfecho–. ¡No Mene!
–¿Qué dicen? –inquirió la africana desconcertada.–¿De qué demonios están hablando?
–No tengo ni la menor idea… –se vio obligado a admitir el gomero–. Apenas les entiendo.
Efectivamente, aquellos nativos, aunque de color y rasgos semejantes a los naturales de Cuba o Haití, no parecían tener en común con ellos el idioma, y tan solo conocían algunos términos del dialecto azawan, y menos aún de la gutural y agresiva lengua de los caribes o caníbales, cuya sola mención les obligaba a enseñar los dientes engrifándoles curiosamente el lacio cabello como gatos furiosos.
Por señas y medias palabras indicaron que pertenecían a la tribu de los cuprigueri, señalando sin el menor asomo de hostilidad que debían acompañarlos, para iniciar de inmediato una tranquila marcha río arriba, marcha en la que se movían con tanta gracia y agilidad como una divertida familia de alegres simios saltarines.
Hacían sin embargo continuos altos en el camino apartándose unos metros para asaetear un pez en los remansos de las aguas, derribar de un certero flechazo un mono aullador, o ir llenando largas redes de frutos silvestres, todo siempre entre risas y chanzas, comportándose más como una alegre excursión de despreocupados chicuelos que como una feroz partida de guerreros.
No obstante, con las primeras sombras de la noche desaparecieron de improviso, hasta el punto de que el desconcertado isleño y la aún inquieta Azabache se detuvieron a observarse asombrados por el inconcebible hecho de que se habían quedado completamente solos a orillas del manso río.
–¿Dónde están? –inquirió la africana con voz temblorosa–. Se los tragó la tierra.
–No –replicó Cienfuegos recordando las enseñanzas de su viejo amigo Papepac–. Siguen aquí, en torno nuestro, ocultos entre los matojos o en las copas de los árboles, invisibles para cualquier posible enemigo, pero están.
–¿Por qué lo hacen?
–No lo sé, pero sus razones tendrán, y no creo que estuviera de más imitarlos… Tal vez los caníbales lleguen a veces hasta estas regiones.
–¿En realidad esos caribes son tan crueles? –Ante el mudo gesto de asentimiento, añadió pensativa–: En Dahomey se contaban historias sobre salvajes de tierra adentro que comían seres humanos pero que lo hacían porque de ese modo adquirían las virtudes de sus víctimas, no por el simple hecho de alimentarse. –Señaló con un amplio gesto a su alrededor–. Aquí sobra comida.
–Ignoro por qué lo hacen en realidad –admitió el cabrero–. Pero lo cierto es que vi con mis propios ojos cómo devoraban a dos de mis compañeros, y eso es algo que nunca olvidaré, por lo que será mejor que busquemos un rincón donde escondernos.
Lo hicieron aprovechando un rojo crepúsculo en el que podría creerse que el universo ardía por los cuatro costados dispuesto a consumirse y volver a la nada, y no pudieron por menos que extasiarse ante la belleza de aquel atardecer inimitable, aunque más aún les maravilló el hecho, a todas luces portentoso, de que incluso cuando ya el cielo y la tierra no eran más que tinieblas, un punto del horizonte continuase enrojecido y llameante obligando a creer que un gigantesco