Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa
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Pero el canario Cienfuegos no creía en amuletos, ya que los acontecimientos le habían enseñado a no confiar más que en su capacidad de ingeniárselas para salir con bien del infinito rosario de contrariedades que habían ido apareciendo en su camino.
Si había conseguido escapar con vida del naufragio de la «Marigalante», la masacre del Fuerte de la Natividad, el hambre de los caníbales, las asechanzas de los caimanes y el balazo de un español renegado, tal vez conservaría aún la suficiente dosis de picardía como para librarse de la soga que le tenía reservada aquella bola de grasa putrefacta, que de momento parecía aceptar la creencia de que su amado barco se encontraba atacado por una feroz carcoma.
Lo único que podía hacer, por tanto, era aguardar la reacción del capitán Euclides Boteiro, y por ello no pudo por menos de lanzar un hondo suspiro de alivio cuando al atardecer del día siguiente el timonel recibió la orden de abandonar el rumbo oeste-suroeste y seguir el vuelo de un grupo de albatros, que parecían regresar a sus nidos de la costa después de haber pasado la jornada pescando en mar abierto.
«Tiene miedo –se dijo–. Pese a que los hombres se pasen las horas achicando agua, la cubierta se inclina cada vez más, y tiene miedo…».
Y tal como suele suceder con harta frecuencia, el portugués no encontró mejor válvula de escape a sus temores que aumentar su ya de por sí exagerada crueldad, hasta el punto de que cuando esa noche el pobre grumete que le servía la cena tuvo la mala suerte de tropezar y caer sobre el inmenso testículo enfermo obligándole a emitir un alarido de dolor que resonó hasta en la más profunda bodega del navío, su reacción fue clavarle el tenedor en un ojo arrancándoselo de cuajo.
Le empujó luego con el pie para que rodara por la escalerilla del castillo de popa y amenazó con cortarle la cabeza a quien intentara prestar ayuda al desgraciado rapazuelo que aullaba de desesperación.
Entre Tristán Madeira y Azabache tuvieron que sujetar a Cienfuegos para que no subiera hasta donde se encontraba el canallesco gordo, puesto que resultaba evidente que la más sorda ira le nublaba en aquellos instantes la razón y no dudaría a la hora de abrirle la cabeza de un mandoble a quien pretendiera aproximársele.
–¡Déjalo…! –le suplicó la negra–. Ya no puedes devolverle el ojo a Jahirziño, y lo único que conseguirás es que te mate.
El gomero tuvo que hacer un sobrehumano esfuerzo por recuperar la calma, y cuando lo hubo conseguido estudió con detenimiento la odiosa figura que continuaba sentada en la inmensa butaca.
Comprendió entonces que lo que el capitán Euclides Boteiro pretendía en esos momentos era provocarle –a él o a cualquier otro miembro de la tripulación–, buscando el estallido de una rebelión que le diera una disculpa para volar el «Sao Bento».
Y es que el miedo, más que el viento, parecía ser la única fuerza capaz de impulsar aquella endemoniada nave, y ahora, al miedo que todos sentían hacia un solo hombre, se había unido el que ese mismo hombre sentía ante la evidencia de que su imperio de terror corría el riesgo de derrumbarse.
La gran victoria del piojoso portugués se centraba desde antiguo en el hecho indiscutible de que había sabido convertir el mar, eterno símbolo de libertad, en una inmensa prisión de la que nadie podía soñar con evadirse, y al enfrentarse ahora a la urgente necesidad de tener que varar en la arena, su frágil fortaleza se sentía terriblemente desasosegado puesto que abrigaba la profunda certeza de que apenas podía contar con la fidelidad de sus cuatro oficiales.
A nadie le sorprendió, por tanto, que cuando a la tarde siguiente el vigía de la cofa anunciara que hacia el Sur se divisaba una baja línea de costa, mandara llamar a su segundo para espetarle sin rodeos:
–Prepara los grilletes. Vamos a necesitarlos.
–¿A quién piensa encadenar?
–A todos los españoles, la negra, Namora, Ferreira, el primer timonel y los grumetes. Los demás están demasiado viejos o les falta valor para desertar. Y recuerda…, al que lo intente lo cuelgo en el acto.
Esa noche no durmió nadie a bordo. El «Sao Bento» se había aproximado hasta unas dos millas de una costa baja y selvática de inmensas playas muy blancas, y esa costa, de la que llegaba un aroma denso y profundo a tierra húmeda y vegetación descompuesta, iba deslizándose ahora mansamente por la banda de babor, mientras la proa enfilaba al Suroeste.
La tripulación en peso permaneció acodada en la borda hasta que la luna en menguante desapareció en el horizonte sumiéndolo todo en tinieblas, por lo que se arrió gran parte del velamen. Pero la desilusión llegó con la primera claridad del alba, cuando el vigía descubrió, desolado, que todo rastro de tierra había desaparecido tragado por las aguas.
Dos horas después, sin embargo, en el momento en que ya más de uno comenzaba a murmurar que merecería la pena arriesgarse a sorprender al viejo cerdo, tirarlo al mar y virar en busca de la isla que había quedado atrás, una nueva costa nació, casi fantasmagórica, ante la proa.
Por extraño que pudiera parecerle a Cienfuegos, quien desde que pusiera el pie en el Nuevo Mundo tan solo había divisado selvas, pantanos y montañas, lo que ahora se abría ante sus ojos era una interminable sucesión de altas dunas de arenas blancas, ocres, rojizas y amarillentas, que los curtidos marinos portugueses que habían hecho antaño el largo viaje hasta Guinea compararon al inmenso desierto del Sahara.
El capitán Boteiro mandó llamar de inmediato al canario, y sin permitirle que ascendiera al castillo de popa, inquirió a voz en grito:
–¡Tú! Español de mierda…: ¿qué es eso?
–Isla Seca, capitán –replicó Cienfuegos seguro de sí mismo–. Le aconsejo que la deje a la izquierda y sigamos hasta Babeque, que debe estar a unas cincuenta leguas al Oeste.
–¿Por qué habría de hacerlo?
–Es un infierno en el que perdimos cuatro hombres.
El hecho de que durante medio día costearan el árido paisaje sin distinguir más que arena y cactus convenció al portugués de que Cienfuegos había dicho la verdad, y aquél era sin lugar a dudas un lugar idóneo para varar su maltrecha nave, ya que ni al más desesperado de los seres humanos se le ocurriría la absurda idea de desertar.
Buscó por tanto una tranquila ensenada en la que la pleamar penetraba profundamente para retirarse luego y dejar la playa en seco, y ordenó que arriaran los botes para que ocho remeros remolcaran el «Sao Bento» hasta el corazón mismo de la tórrida bahía abrasada por un sol deslumbrante.
Meditó largamente en la conveniencia o no de encadenar a los posibles desertores, pero tras enviar a su segundo a la mayor de las dunas y recibir el informe de que nada se distinguía en la distancia más que arena altos cordones y agua salada, optó por dejarlos en libertad, no sin antes impartir secretísimas órdenes a sus más fieles esbirros.
A la mañana siguiente, tras una larga y agitada noche de inusitado trasiego entre la embarcación y tierra firme, convocó a sus desarrapados y famélicos tripulantes, se secó la frente con un sucio pañuelo, y señaló roncamente:
–Esto es una isla; una inmensa isla desierta que de ahora en adelante se llamará Da Sintrau. Aquí no hay agua, ni comida, ni forma alguna de escapar si no es por mar. –Hizo una corta pausa como para dar mayor énfasis a sus palabras–.