Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa
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Ya sobre cubierta, el canario no pudo por menos que encararse molesto a su compatriota:
–¡Un poco hijo de puta tú, eh…! –le reprochó–. ¿De modo que te parecía más divertido ahorcarme?
–Pero no lo hizo –replicó el otro obligándole a alzar la barbilla hacia el cadáver que pendía de la cruceta–. Si llego a insinuar que te perdone, acabas como ese. –Soltó un reniego–. ¡Maldita sea la hora en que se me ocurrió embarcarme! Nos prometieron honores y riquezas, y no hemos recibido más que insultos y latigazos… Esa vaca marina lo único que desea es gobernar el barco desde el castillo de popa porque con esa tripa y ese culo no puede ni descender por la escalerilla. Las pocas veces que nos aproximamos a tierra a hacer aguada tan solo permite desembarcar a los más cobardes, sin víveres y casi desarmados, porque él, con la negra, emborracharse, comer como un cerdo y mandar azotar de vez en cuando a alguien, tiene bastante.
–¡Hermoso panorama! –se lamentó el canario sin poder apartar la vista del putrefacto ahorcado–. ¿Y ahora qué hacemos?
–Lo ideal sería encontrar la ruta del Cipango. –Le observó con desconfianza–. ¿De verdad la conoces?
–Tengo una idea.
–¿Estás seguro?
–Más que tú –El canario sonrió ahora a la negra Azabache, que le sonreía a su vez desde proa–. Y lo que sí es cierto es que yo hablo los dialectos de los nativos y vosotros no.
–Recuerdo que fuiste el primero que se entendió con los salvajes de Guaharaní –admitió el otro de mala gana–. Y espero que nos sirva de algo… –Siguió la dirección de su mirada y le advirtió, señalando a la muchacha–: Ese coñito es propiedad privada del viejo; al último que le puso la mano encima le obligó a beber plomo derretido y cuando se le cuajó en las tripas lo arrojó al agua. Se hundió como una piedra.
El canario pareció levemente desconcertado, y, por último, admitió:
–Jamás se me ocurriría ponerle la mano encima a Azabache.
–¿Acaso eres racista?
–¿Racista? –se sorprendió Cienfuegos–. En absoluto. Lo que pasa es que parece un chico.
–Pues te aseguro que no lo es –sentenció convencido Tristán Madeira–. Si no fuera por la vaca marina, más de uno le saltaría encima cada noche. –Agitó la cabeza como tratando de alejar un pensamiento que le obsesionaba–. Jamás he conocido a nadie que inspire tanto asco, tanto odio y tanto miedo como ese cerdo –murmuró–. Todos, absolutamente todos cuantos estamos a bordo, daríamos una mano por abrirle en canal, pero nadie se atreve… –Le miró de frente–. ¿Por qué?
–No lo sé –admitió con naturalidad el canario–. Aún no le conozco lo suficiente… Ni a vosotros tampoco.
–Nosotros no somos más que un montón de sacos de mierda; incapaces entre todos de tirar al mar a un hediondo saco de manteca. –Lanzó un escupitajo al agua–. ¡Dios! Y yo que me sentía tan orgulloso por haber sido timonel de La Niña. –Con un amplio ademán señaló la inmensidad del mar que se abría ante ellos, de un azul añil denso y profundo, y con grandes ondas pacíficas que llegaban del Noroeste haciendo cabecear al maltrecho «Sao Bento» con un lastimoso crujir de huesos–. Y ahora mi consejo es que decidas pronto qué rumbo debemos seguir, porque la paciencia no es la principal virtud del viejo y te juegas la vida.
Cienfuegos pasó el resto del día y parte de la noche observando el mar y el cielo en un inútil esfuerzo por hacerse una idea de en qué punto del universo se encontraba y determinar si Haití se mantenía aún frente a la proa o había quedado definitivamente a sus espaldas.
El sol –que al ocultarse marcaba sin lugar a dudas el Oeste– y algunas estrellas de las que su buen amigo Juan De La Cosa le había enseñado a reconocer constituían por el momento sus únicos aliados, y tomó conciencia de que una vez más tendría que echar mano de todo su ingenio de sobreviviente nato para enfrentarse al nuevo peligro que para su integridad física representaba el cruel y panzudo portugués del inmenso testículo.
El Ganzúa parecía tener razón en cuanto había contado con respecto al temido y repelente capitán de un mísero barcucho que hasta cierto punto podía considerarse nave corsaria o buque espía al servicio de la Corona portuguesa, puesto que todas sus acciones estaban encaminadas a conservar su privilegiada posición de inflexible tirano de una tripulación a la que se diría condenada a navegar eternamente en busca de un incierto destino.
La vaca marina en tierra firme no hubiera sido nunca más que un pobre inválido aquejado de una grotesca enfermedad que provocaba hilaridad, puesto que su enorme vientre y su desmesurado testículo lo convertían en una especie de ridícula rana sudorosa, pero allí, a bordo del «Sao Bento», era rey y señor, suprema autoridad, juez y verdugo, y hasta el último grumete sabía de antemano que una simple sonrisa mal interpretada podía conducirle al cadalso.
Tal vez por todo ello, el astuto rey Juan le había elegido entre docenas de posibles candidatos, puesto que lo que exigía aquella clandestina empresa no era un hombre valiente, animoso o emprendedor, sino más bien un avieso y paciente observador capaz de pasarse años en el mar sin experimentar la más mínima nostalgia por un lejano hogar o un puerto amigo en el que descansar.
La misión de Euclides Boteiro se limitaba por tanto a recorrer miles de millas trazando mapas y analizando posibles derroteros, estudiando vientos y corrientes, y recabando una valiosísima información que algún día se pondría al servicio de los auténticos abanderados de heroicas empresas.
Y tenía además, y sobre todo, el secretísimo encargo de seguir las huellas de Cristóbal Colón, descubrir sus puertos de apoyo y tratar de adelantársele en la aún incompleta aventura de llegar a los grandes imperios del Este siguiendo el camino del Oeste.
Y es que casi desde el mismo día en que don Juan II decidió aceptar los consejos de sus navegantes de rechazar la oferta de Colón de intentar la travesía del Océano Tenebroso, y para verlo abandonar Lisboa dispuesto a negociar con los españoles, un mal presagio pareció adueñarse de su ánimo llevándole al íntimo convencimiento de que tal vez acababa de cometer uno de los mayores errores de la Historia.
A tal punto llegó su desasosiego cuando tuvo noticias de que el genovés se encontraba ya en tratos con los Reyes Católicos que incluso le envió tres mensajeros rogándole que regresara a reiniciar las fallidas conversaciones, pero Colón, tal vez por orgullo, o tal vez porque temiera que en realidad lo único que pretendía era deshacerse de él encarcelándolo, prefirió continuar en España aunque le costara mucho más tiempo y esfuerzo llevar a cabo su difícil empeño.
El regreso años más tarde de La Pinta y La Niña con la feliz noticia del descubrimiento de nuevas tierras allende los mares provocó de inmediato el nacimiento de una sorda ira en el corazón del monarca al tiempo que una profunda frustración en el seno del pueblo portugués, que consideró que en cierto modo la falta de visión de sus mandatarios les había privado de una gloria a la que creían tener derecho por la magnitud de las hazañas de sus navegantes en los últimos tiempos.