Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa
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Ordenó luego que le transportaran en andas hasta la cima de una alta duna, clavó allí una especie de sombrilla hecha de cañas, y apoltronado en su viejo butacón se dispuso a observar cómo sus hombres varaban la nave, la carenaban y la embadurnaban de brea y pez para intentar combatir el ataque de una extraña y exótica especie de carcoma.
Cienfuegos acabó con ello de cerciorarse de que había topado en efecto con un personaje condenadamente astuto, y abrigó de inmediato la certeza de que en el momento mismo en que el buque saliese del agua, el capitán Eu se daría cuenta de que –aun existiendo algún rastro de la auténtica plaga– la broma no había atacado aún el sólido costillar de roble de su barco, sino que los diminutos agujeros habían sido perforados desde el interior de la nave.
–Será mejor que me largue –le hizo notar a la negra–. Ese cerdo no tardará en averiguar quién es el autor de la trastada.
–¿Y de qué piensas sobrevivir en un lugar como este?
–De lo que siempre he hecho: de milagro. Por aquí tiene que haber huevos de gaviota, tortugas, cangrejos y peces… El problema es el agua, pero sabré arreglármelas…
La muchacha le observó con fijeza, y al poco señaló convencida.
–¡Voy contigo!
–Sería una locura.
–No más que para ti.
–Pero es que yo estoy acostumbrado a pasar calamidades… –Hizo una corta pausa–. Y si me quedo me juego el pescuezo.
–En este caso el pescuezo no es lo más importante –sentenció la dahomeyana arrugando la nariz según su costumbre–. La sola idea de volver a esa cochinera me provoca náuseas. Llevo años sin pisar tierra firme, y ya que estoy en ella no pienso volver a embarcar… ¿Cuándo nos vamos?
–¿Por qué no ahora?
–¿Ahora…? –se asombró la africana–. ¿Así, sin más, en pleno día?
–Es el mejor momento. En cuanto oscurezca tal vez nos encadenen, y cuanto necesitamos es un par de pellejos de agua, cuchillos y algo de comida.
–Nos perseguirán.
–¿Quién? –El canario señaló con un desdeñoso ademán de la mano el triste aspecto de la esquelética y macilenta tripulación–. ¿El gordo que apenas puede levantar el culo de la silla, o ese hatajo de desgraciados muertos de hambre? El oficial más joven nos triplica la edad, y o mucho me equivoco o los grumetes lo que desearían es imitarnos. Ese barco hiede a muerte.
–¿A qué esperamos entonces…? –inquirió ella súbitamente animada–. ¡Adelante!
Con la tranquilidad de quien está haciendo algo absolutamente natural se encaminaron al borde del agua, tomaron de los botes que iban descargando del navío cuanto necesitaban, y sin pronunciar siquiera una palabra, comenzaron a trepar por una alta duna a no más de doscientos metros de distancia del punto en que se encontraba el capitán Euclides Boteiro, que tardó varios minutos en comprender lo que estaban haciendo.
–¡Eh! –gritó al fin con voz de trueno–. ¿A dónde vais?
El canario alzó el brazo y apuntó hacia delante:
–¡Al Sur! –replicó sonriente–. Le mentí y esto no es una isla: es tierra firme.
–¿Tierra firme? –balbuceó el gordinflón con un leve estremecimiento de su fláccida papada–. ¿Cómo lo sabes?
–Estuve aquí antes, y a unas quince leguas comienza la selva. –Hizo un gesto hacia el «Sao Bento»–. ¡Y olvídese del barco! ¡Jamás volverá a navegar! La broma lo pudrió.
–¡Mientes!
–Lo comprobará en cuanto lo saque del agua. Se le desfondará como un huevo. ¡Adiós, capitán! Es usted el hijo de puta más asqueroso, canalla y maloliente que he conocido. ¡Que se divierta!
Agitó alegremente la mano como quien se despide de un viejo amigo y reanudó sin prisas la marcha bajo la atónita mirada de los miembros de la tripulación, que permanecían clavados en la playa como si se hubieran convertido en estatuas de piedra.
Al coronar la cima del inmenso médano y comenzar a descender por la ladera opuesta, Azabache aceleró el paso para ponerse a su altura e inquirió sorprendida:
–¿Es cierto eso de que habías estado antes aquí?
–No.
–¿En ese caso no estás seguro de que sea tierra firme?
–En absoluto.
–¿Por qué le has dicho entonces que no es una isla?
–Porque él tampoco lo sabe. Ni la tripulación. Le perderán el miedo, y sin miedo esa bola de grasa es más inofensiva que un sapo en una charca.
La muchacha se detuvo un instante, meditó cuanto acababa de oír, inclinó levemente la cabeza y comentó con aire divertido:
–¡Me gusta! Tal vez nos muramos de hambre y sed pero imaginar el pánico que debe sentir en estos momentos la vieja foca me compensa de todas las calamidades que podamos pasar. –Él se había detenido también volviéndose a observarla y le guiñó un ojo con picardía–. ¿Qué haremos ahora? –quiso saber.
–Caminar.
–¿Hacia dónde?
–Hacia el Sur. Siempre hacia el Sur. –Escupió hacia el cielo e indicó con un gesto la dirección que había tomado la saliva–. Aquí el viento siempre sopla del Norte: del mar al interior. Estos médanos deben haberse formado por tanto con la arena de la playa que el viento ha ido empujando tierra adentro. Cuanto más nos alejemos de la costa, más posibilidades habrá de encontrar un lugar que las dunas no hayan invadido aún y exista agua. –Hizo un imperativo gesto con la cabeza–. ¡Así que en marcha!
–¡Eres un tipo listo! –admitió la africana obedeciéndole con paso un tanto tambaleante, ya que estaba acostumbrada a caminar sobre una cubierta siempre inestable–. ¡Condenadamente listo!
–Es que he decidido no morirme sin volver a Sevilla.
–¿A dónde?
–A Sevilla; una ciudad del Sur de España en la que me espera una mujer.
–¿Cuánto hace que te espera?
–Cinco o seis años… No estoy seguro. Perdí la noción del tiempo.
–¡Pues sí que tiene paciencia! Yo jamás esperaría a un hombre ni seis días.
–Es que tú no sabes lo que es el amor.
–Sí que lo sé –replicó ella extrañamente seria–. Es lo que sentía por un gaviero de Coimbra al que el gordo obligó a beber plomo derretido porque nos vio juntos. –Hizo una corta pausa y chasqueó la