Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa
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Le había tocado vivir tiempos terribles en un mundo duro y difícil, y en lugar de tratar de simplificar las cosas eludiendo problemas parecía complacerse en acentuarlos, ejerciendo de salvador hasta de sus propios enemigos.
–Pronto aprenderé… –murmuró, como si eso pudiera servirle de consuelo, pese a que tenía la absoluta seguridad de que la conciencia es algo que nunca aprende, puesto que nace y muere con los seres humanos sin cambiar un ápice su esencia.
Luego, a media tarde, rodó desde la cima de un alto médano y perdió el sentido, pero en el fondo lo agradeció, puesto que la reconfortante y dulce figura de Ingrid Grass acudió a su mente con tanta claridad como si acabara de despedirse de ella unas horas antes, pese a que hacía ya años que la poseyera por última vez y a menudo su rostro parecía querer diluírsele en la memoria.
Hicieron el amor sobre la ardiente arena, abrazó una vez más su estrecha cintura, besó sus pechos, penetró hasta lo más profundo de su húmedo sexo, palpó hasta saciarse la textura inimitable de su piel, se embriagó de su olor, escuchó su voz apasionada y tierna, disfrutó sus caricias, y lloró aun estando dormido, porque ni el sueño fue capaz de hacer que olvidara por completo que su sueño era sueño, y que el doloroso despertar traería aparejada la tremenda amargura de su espantosa separación.
Abrió los ojos con la llegada de las primeras sombras de la noche, y ni su fuerza de voluntad fue capaz de vencer en esta ocasión la necesidad de permanecer largo rato tumbado cara al cielo evocando aquel hermoso tiempo tan lejano en que se tumbaba de igual modo sobre la verde hierba de las montañas de La Gomera a recordar el maravilloso día que habían pasado juntos, ansiando que llegara a toda prisa el momento de abrazarla de nuevo.
La felicidad no debería existir cuando se corre el peligro de perderla, y como Cienfuegos sabía por experiencia que ese era un riesgo inevitable había llegado a la conclusión de que ser tan inmensamente feliz como lo fuera durante un corto período de su vida constituía a decir verdad la más infame trampa que el destino pudiera tenderle a un ser humano.
Tanto mejor hubiera sido no acudir aquella tibia mañana a bañarse en la laguna, no descubrir que una diosa desnuda le observaba, no acariciar su piel, besar sus labios, enredarse en su rubio cabello, abrasarse con el ardiente néctar que rezumaba su intimidad, y concluir perdiendo la voluntad y el alma con la plena conciencia de que jamás conseguiría recuperarlas.
–A veces te odio por quererte tanto… –masculló, aun a sabiendas de que odiar a quien se ama resulta más difícil que odiarse a sí mismo, pero como si el simple hecho de dar rienda suelta de tan pintoresca forma a sus angustias hubiera contribuido a liberarlo de una pesada carga se puso en pie y encaró decidido los últimos kilómetros que lo separaban de la desértica península.
Llegó de noche y avanzó desconfiado por entre los altos médanos, llamando a gritos a Tristán Madeira y a aquellos miembros de la tripulación del «Sao Bento» cuyos nombres recordaba, pero no obtuvo más respuesta que el lúgubre ulular de una lechuza en celo y el sollozar del viento muy cerca ya del alba.
A lo largo de la mañana descubrió los cadáveres de dos marinos a los que el escorbuto, la disentería o los malos tratos habían dejado tan sumamente debilitados, que no habían sido capaces de soportar la sed y la fatiga de tan larga caminata.
Luego, ya con el sol cayendo a plomo, distinguió bajo unos arbustos leñosos entre cuyas ramas habían colocado sus ropas en un absurdo intento de conseguir un poco de sombra a poco más de una docena de sobrevivientes del «Sao Bento», y cuando avanzó hacia ellos gritando que traía agua y los vio erguirse casi como cadáveres incrédulos le alegró descubrir la altísima figura de Tristán Madeira, cuya extrema delgadez le hacía semejar ahora un alto cactus con la punta quebrada.
Constituían un triste espectáculo arrastrándose, gimiendo y alzando los brazos suplicantes, y tuvo que imponer toda su autoridad de hombre armado y el único que se encontraba en aceptables condiciones físicas para evitar que se destrozaran en su afán por apoderarse de los pellejos de agua.
La repartió como mejor le permitieron las difíciles circunstancias, auxiliando a los más débiles cuya avidez por beber hacía que fuera más el preciado líquido que derramaban que el que llegaban a ingerir, y cuando advirtió que ya no quedaba más que apenas una cuarta parte del total dio unos pasos atrás y blandió amenazante la espada impidiendo que nadie se acercara.
–¡Basta! –dijo–. Con esto tenéis para llegar al río que está al Sur, pasado el istmo.
–Solo un poco más, por favor… –suplicó el grumete tuerto que había permanecido hasta el último instante frente al moribundo capitán–. Un último trago.
–¡He dicho que no! –se impuso el cabrero autoritario–. Aún confío en encontrar compañeros que necesiten agua más que vosotros. Descansad el resto del día, porque con la caída de la noche iniciaremos la marcha y el que se quede atrás estará definitivamente perdido.
En total fueron dieciocho tripulantes de la nao de don Juan II de Portugal los que consiguieron poner pie en las costas de Tierra Firme, aunque la mayor parte lo hicieron tan quebrantados de alma y cuerpo, y tan sin ánimo para seguir luchando, que apenas resistieron un par de semanas, y los que al fin sobrevivieron tampoco corrieron mejor suerte, ya que acabaron perdiéndose en la inmensidad de aquel nuevo continente sin que jamás volviera a encontrarse rastro de ellos.
El escorbuto, la temida avitaminosis que causara tan terribles estragos entre la marinería de la época, los había dejado tan sin defensas tras las prolongadísimas y antinaturales travesías a que les había sometido su tiránico capitán que, exceptuando a un puñado de los más jóvenes que lograron a duras penas reponerse, el resto no fue capaz de resistir el violento choque con aquella Naturaleza hostil y exageradamente tórrida.
El canario Cienfuegos pareció comprender bien pronto que en esta ocasión no debía dejarse atrapar de nuevo por un sentimentalismo que no le conduciría más que al desastre, y tomando clara conciencia de la pesada rémora que significaban unos hombres que jamás le habían mostrado simpatía, decidió abandonarlos a su suerte en cuanto abrigó la seguridad de que ya no podía hacer nada útil por ellos.
Tan solo se despidió del gallego Madeira, que pareció aceptar su marcha sin reproches, y que admitió a su vez que prefería mantenerse junto a los que habían sido durante tanto tiempo sus compañeros de fatigas a lanzarse a la aventura de seguir al infatigable canario tierra adentro.
–Tú eres joven –dijo–. Y muy fuerte. En mi estado sé que no resistiría tu ritmo más de un día. Es mejor que me quede con ellos confiando en lo que quiera depararnos la Providencia. –Sonrió con amarga tristeza al tiempo que le estrechaba con fuerza la mano en un amistoso ademán de despedida–. Si he de serte sincero –añadió–, hace ya más de un año que considero que estoy viviendo de prestado.
Caía ya la noche, largas sombras se extendían sobre el infinito mar de dunas, y el gomero señaló con firmeza hacia delante.
–Ya sabes el camino: al Sur encontrarás el istmo; sigue luego al Oeste y a unas tres horas de marcha alcanzarás el río. ¡Suerte!
Se alejó sin volver ni siquiera una vez la cabeza, temeroso de que su buen corazón le impulsara a convertirse en adalid de una causa perdida de antemano, y marchó hasta el amanecer todo lo aprisa que le permitía la fatiga, esforzándose por no pensar en los que quedaban atrás, concentrándose