Azabache. Alberto Vazquez-Figueroa
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–Yo lo haré –le prometió el isleño–. Con tu ayuda, pero sin necesidad de degollarlo.
Tres días más tarde el «Sao Bento» disminuyó de forma notable su andadura, comenzó a escorarse levemente y por último humilló la proa más de lo normal, lo que provocó que el timón variase su eje y se alzase en exceso dificultando la maniobrabilidad de la hasta aquellos momentos docilísima embarcación.
El capitán Eu envió de inmediato a su segundo a las sentinas, y este regresó con la mala nueva de que el casco estaba permitiendo que se filtrase agua por la aleta de babor, lo que hacía que, al estar la nave dividida en compartimientos, la sección inundada desbalancease el conjunto.
–¡Está bien! –admitió el repugnante gordinflón–. Que achiquen el agua y reparen los desperfectos.
Pero a media tarde un carpintero acudió a comunicarle que el problema era mucho más serio de lo que aparentaba en un principio, dado que no se trataba de que existiesen una o varias vías de agua que pudiesen taponarse, sino que más bien se diría que toda aquella parte de la aleta de babor, justo bajo la línea de flotación, se estaba ablandando y carcomiendo.
–¡No es posible! –estalló él capitán Boteiro olvidando por unos instantes de rascarse el desmesurado testículo–. El «Sao Bento» está construido con los mejores robles de Manteigas, y jamás se dio el caso de que uno de esos robles se pudriese.
–Puede que tenga razón, capitán –admitió asustado el pobre hombre–. Pero lo cierto es que este se pudrió.
–Ha sido la broma –sentenció Cienfuegos cuando esa misma tarde la noticia corrió entre la tripulación como reguero de pólvora–. Y si no se la ataja, convertirá la nave en un pedazo de pan mojado.
–¿La broma? –repitió un ceñudo contramaestre desconcertado–. ¿Qué diablos es eso?
–Un animalejo que pulula en estas aguas; una especie de carcoma de mar que se fija a los cascos y los va taladrando hasta convertirlos en un colador. El viejo Virutas, el carpintero de la «Marigalante», lo descubrió hace tiempo.
La vaca marina no pudo por menos que alarmarse ante semejante noticia, y dado que esa misma noche nuevos agujeros habían hecho su aparición en otras zonas del casco, mandó llamar al canario y le espetó sin más preámbulos:
–¿Qué invento de mierda es ese de la broma? –quiso saber–. ¿De dónde lo has sacado?
–No es ningún invento, señor… –replicó impertérrito el gomero–. Es algo muy serio. Del mismo modo que no me creería si le cuento que en estas tierras existen lagartos de más de tres metros que se comen a la gente, minúsculas arañas que matan de un solo picotazo o invisibles niguas que anidan bajo las uñas y acaban gangrenando una pierna, tampoco me creería si le digo que esa maldita broma puede descomponer un barco en tres semanas.
–¿Lagartos que se comen a la gente…? –se asombró el otro.
–¡Lo juro! –afirmó el isleño seriamente–. Una vez cincuenta de ellos me mantuvieron toda una noche subido a un árbol. Verá usted, iba yo vadeando tranquilamente una laguna, cuando de repente…
El relato de sus andanzas por las selvas tropicales, su encuentro con los caimanes y su posterior rescate por un amable indígena que le enseñó a sobrevivir en la más hostil de las junglas resultó tan sincero y fascinante que el seboso portugués no pudo por menos que admitir que resultaba de todo imposible que alguien se hubiera inventado todo aquello y diera tal cúmulo de detalles sin haberlo vivido.
–¡Diantre…! –refunfuñó al fin–. Nunca imaginé que este mundo fuera en verdad tan diferente al nuestro. Durante mis viajes a las costas africanas me hablaron de esa especie de lagartos enormes, pero siempre supuse que se trataba de fantasías de negro.
–Pues es cierto, señor. Tan cierto como que se va a quedar sin barco a poco que se descuide.
–¿Encontró ese tal Virutas algún remedio contra la broma?
–Untaba de pez el casco, pero no sé si daba resultado…
Una vez más, el obeso capitán Eu se despojó de la gorra y comenzó a aplastar piojos ensimismándose hasta el punto de olvidarse de la presencia del canario, que permaneció expectante y como distraído, intentando dar la impresión de que no le importaba demasiado la decisión que pudiera tomar con respecto al destino del buque.
Al fin, al cerciorarse de que el otro parecía haberse sumergido en una especie de abstracción tan profunda que se diría que se había olvidado del mundo, salió furtivamente del camarote y fue a reunirse con Azabache, que le aguardaba a proa.
–¿Y bien? –quiso saber la muchacha.
–Creo que, o mucho me equivoco, se apresurará a buscar una tranquila playa en la que varar el barco y reparar los fondos.
–¿Continúo haciendo agujeros?
–Déjalo por el momento. Si te descubrieran todo el plan se vendría abajo y acabaríamos colgados. Ahora lo único que debemos hacer es esperar.
–¡Lástima! –se lamentó la negra–. Me divierte eso de ir dejando el casco como un colador.
–Si te pasas, nos hundimos.
–¿Y crees que me importaría? –fue la sincera respuesta–. Muchas noches, sentada aquí después de haber tenido que pasar toda una tarde con ese puerco inmundo, siento cómo sus piojos me corren por el cuerpo o noto su hedor sobre mi piel y me invaden unos deseos locos de saltar por la borda y hundirme para siempre en un agua que al menos me dejará de nuevo limpia. Morir no es lo peor que puede ocurrirte a bordo de este barco, pero de niña me enseñaron que quien se suicida pasa el resto de la eternidad en un pozo de serpientes que entran y salen libremente por todos los orificios de tu cuerpo, y eso me aterra.
–¿Es ese el infierno de los negros: un pozo de serpientes?
–Para los dahomeyanos sí –respondió la muchacha con naturalidad–. Mi pueblo adora las serpientes, las conoce mejor que nadie y es capaz de preparar con su veneno medicinas que curan o pócimas que matan de mil formas, pero de igual modo que las consideramos una divinidad, las consideramos también el peor de los demonios.
–Yo no entiendo mucho de religiones –admitió el gomero con manifiesta sinceridad–. Pero por lo que tengo visto y oído al respecto me da la impresión de que dioses y demonios andan siempre cogidos de la mano y empeñados en jodernos la vida a los de abajo. De otro modo no se entiende que ocurran las cosas que ocurren en la Tierra, y que un tipo como yo, que nunca le hizo daño a nadie, lleve años dando tumbos.
–Es el destino.
–¿Y quién lo marca, los dioses o los demonios? Por lo que a mí respecta los segundos deben tener sin duda mucha más influencia, porque hay que ver las cabronadas que inventan…: aún no he salido de náufrago y ya soy candidato a colgar de una verga.
–Algún día cambiará tu suerte.
–Lo dudo… –replicó el canario convencido–. Cuando a un tipo tan pacífico como yo lo sacan de cuidar cabras en las montañas de La Gomera para lanzarlo encima un millón de calamidades no es lógico esperar que un buen día la suerte cambie y pueda volver a vivir