Montenegro. Alberto Vazquez-Figueroa
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–Es bueno.
–Lo supongo, ya que vos mismo le habéis seleccionado –fue la respuesta–. Pero las mujeres le han hecho considerarse irresistible, y al cabo de un mes de navegación nos causaría problemas. Todo hombre atractivo que tropieza con una mujer aparentemente sola acaba pronto o tarde por considerarse en la obligación de consolarla. Y no es mi caso.
–No se hable más.
Semejante frase, en tales labios, sonaba en cierto modo pintoresca, pero Ingrid Grass se había acostumbrado ya a las peculiaridades lingüísticas del capitán Moisés Salado, y prefería mil veces su forma de ser y de actuar que la de los innumerables parlanchines pretenciosos que arribaban cada día a la colonia.
Poco a poco iba tomándole justo aprecio al circunspecto Deslenguado; pero a quien desde un principio deslumbró por completo el silencioso marino fue al pequeño e introvertido Haitiké. Para el soñador descendiente del gomero Cienfuegos y la haitiana Sinalinga, que desde siempre se había sentido profundamente atraído por el mar y los barcos, descubrir a un hombre cuyos orígenes se hundían, por así decirlo, en el océano –visto que aparentemente sus padres se habían ahogado al poco de él nacer– se le antojó el paradigma de todas sus fantasías infantiles.
Lo primero que hacía, por tanto, en cuanto su preceptor daba por concluido el tiempo de estudio, era correr al astillero y trepar al armazón de la nave para tomar asiento sobre una gruesa viga a observar los austeros gestos de su ídolo, escuchar sus tajantes y acertadas órdenes y asombrarse con su infinita capacidad de descubrir el más mínimo fallo en la estructura del navío.
–Lo sabe todo; lo ve todo; lo oye todo… –le contaba luego a su madre adoptiva a la hora de la cena–. Si alguien en el mundo puede encontrar a mi padre, no cabe duda de que es él.
–Visto como están las cosas, necesitaremos mucha ayuda –solía responder doña Mariana–. Por las noticias que traen los navegantes, ante nosotros se abre un inaccesible continente, y será mejor que no nos hagamos excesivas ilusiones sobre el éxito de nuestra empresa.
Fue, sin embargo, del cojo Bonifacio Cabrera –que se había convertido ya en parte integrante de la pequeña familia Montenegro– de quien partió la idea de solicitar la ayuda de una común y muy querida amiga, la princesa Anacaona, quien, pese a llevar ya varios años recluida en su originaria región de Xaraguá, junto a su hermano, el cacique Behechio, seguía manteniéndose en contacto con ellos por medio de largas cartas que le ayudaba a escribir su yerno, Hernando de Guevara.
Este joven y apuesto hidalgo castellano, que se había ganado justa fama de pendenciero, jugador y mujeriego allá por donde iba, y que una noche tuvo la osadía de llamar a don Bartolomé Colón Cara de ajo porque, según él, no tenía más que dientes, había sido deportado por el almirante a la remota Xaraguá, donde casi al instante inició un apasionado idilio con la princesa Higueymota, única descendiente del difunto cacique Canoabó y su hermosísima esposa Anacaona, lo cual lo convirtió en el blanco de los celos y las iras del repelente Francisco Roldán, que bebía los vientos por la prodigiosa muchachita.
Anacaona, que sentía una especial predilección por aquel alocado espadachín que tanto le recordaba a su gran amor, Alonso de Ojeda, no dudó, sin embargo, a la hora de enfrentarse abiertamente al siniestro Roldán, quien años más tarde acabaría vengándose de ella por el sucio sistema de maquinar una de las intrigas más tortuosas e inicuas de la historia del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo.
No obstante, por aquel tiempo, Anacaona continuaba siendo una de las personalidades nativas más respetadas de la isla, y a ello contribuía en gran manera el hecho de tener a su servicio al vidente Bonao, un niño tan miope que apenas conseguía distinguir sus propias manos, pero al que la Naturaleza había dotado del extraño poder de ver en la distancia.
–Tu padre vive –fue lo primero que dijo tras rozar apenas el antebrazo de Haitiké–. Muy lejos, al otro lado del mar y altas montañas, pero vive.
–¿Lo encontraré algún día?
–Eso depende del empeño que pongas en buscarle.
–Pero el mundo es muy grande. ¿Puedes decirme al menos hacia dónde debemos dirigirnos?
Bonao permaneció muy quieto, como si tratara de concentrarse en algún complejo mensaje que alguien le enviaba desde algún distante lugar, y por último se volvió apenas y alzó decididamente el brazo.
–Hacia allá –señaló convencido.
Bonifacio Cabrera marcó una raya en el suelo, la señaló con piedras, y quince días más tarde regresó con el capitán Moisés Salado, quien trazó el rumbo con su meticulosidad acostumbrada.
–Sur, tres puntos al sudoeste –dijo.
–¿Y eso qué significa?
–Que se mueve.
El renco Bonifacio Cabrera, al que por lo general sacaba de quicio la parquedad lingüística del marino, se armó de paciencia, tomó aire como si estuviera a punto de lanzarse de cabeza al agua, y suplicó:
–¿Os importaría hacer un sobrehumano esfuerzo y tratar de explicarme, en por lo menos veinte palabras, qué os induce a asegurar tal cosa?
–El hecho de que según las indicaciones de Ojeda, que le situaban en las inmediaciones del lago Maracaibo, ese tal Cienfuegos ha debido desplazarse unas doscientas leguas hacia el Oeste.
–¡Gracias! Un millón de gracias.
–De nada.
–¿Y creéis en verdad que lo que ese muchacho asegura puede ser cierto?
–No.
–¿Entonces?
–Hay que buscar.
–¿Y cualquier lugar se os antoja bueno para empezar…?
–Exactamente.
Regresaron a la capital, Santo Domingo, donde Ingrid Grass que, como alemana dotada de una notable cultura, se mostraba bastante reticente en todo lo referente a adivinadores y fenómenos paranormales, pareció no obstante hasta cierto punto impresionada por el hecho de que de entre la infinidad de puntos cardinales que el miope tenía a su disposición, hubiese tenido que elegir uno que coincidía de forma tan precisa con las referencias de que hasta ese momento disponían.
–Ojeda aseguró, efectivamente, que Cienfuegos había sido visto en el interior del lago Maracaibo, y que al parecer se encaminaba hacia las montañas del Sur en compañía de una muchacha negra –comentó–. Resulta curioso que el chico lo sitúe tan cerca. Muy curioso.
Pasó la noche en vela, obsesionada por la idea de que tal vez pudiera darse el caso de que el hombre del que absurdas circunstancias le habían separado tantos años atrás pudiese encontrarse vivo y perdido más allá del mar y las montañas, y con la primera claridad del alba se personó en el astillero y le espetó sin más preámbulos al sudoroso Sixto Vizcaíno:
–Quiero el barco en el agua el mes que viene.
–Será