Montenegro. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿Por qué haces esto? –quiso saber el cabrero–. ¿Acaso piensas ocupar el lugar de todas ellas?
–¿Yo? –rio la otra, divertida–. En absoluto. Estoy demasiado vieja para pensar en esas cosas. Lo único que pretendo es que te recuperes, porque tal vez estés llamado a más grandes empresas.
–¿Qué tipo de empresas?
–Lo sabrás a su tiempo, si es que llega ese tiempo –fue la imprecisa respuesta–. Ahora limítate a disfrutar de la vida, que buena falta te hace. Tienes aspecto de haber sufrido mucho últimamente.
Se diría que a partir de aquel momento la única razón de ser de la desmesurada gorda fue cuidar hasta la saciedad al inquietante extranjero que tan diferente resultaba, con su alta estatura, su cabello rojizo y su poblada barba, de los diminutos, morenos y barbilampiños pacabueyes, sin que volviera a pronunciar apenas palabra, hasta que una fría mañana, en que negros nubarrones ocultaban las altas montañas del Este y el viento gemía con voz húmeda anunciando la llegada de las lluvias, le espetó de improviso:
–¿Has matado alguna vez a un enemigo?
–A uno que yo sepa –admitió el gomero.
–¿Quién era?
–Un maldito caribe devorador de hombres que había asesinado a dos de mis amigos.
–¿Sabes lo que es esto? –inquirió entonces ella, mostrándole una reluciente piedra verde del tamaño de un huevo de gallina.
El gomero no pudo por menos que extasiarse ante la portentosa belleza, el tacto y los reflejos de la magnífica esmeralda.
–Nunca vi nada parecido anteriormente –admitió–. El almirante lucía un pequeño rubí en la empuñadura de su daga, pero nada tenía que ver, ni en color ni en tamaño.
–Esto no es una piedra –señaló Mauá, con un tono de voz que sonaba distinto, como si casi le atemorizara hablar de ello–. Es una gota de la sangre de Muzo, uno de los dioses que habitan en el centro de la Tierra. Cuando Muzo, que es quien da su verdor a la hierba, las plantas y los árboles, lucha con Akar, el dios del mal, que seca los ríos y quema los bosques, sus rugidos se escuchan en la cima de aquella gran montaña, el mundo se abre y se estremece, y la sangre, roja y ardiente de Akar mana a borbotones, arrasándolo todo para acabar convirtiéndose en negra ceniza. Sin embargo, la sangre de Muzo penetra en la tierra, se solidifica, y reaparece en esta hermosa forma, que llamamos yaita. Por eso, tener una yaita es tener algo de Muzo, y tan solo a muy contadas personas les está permitido poseerlas.
–¿Y tú eres una de ellas?
–No. Por desgracia no lo soy, pero me han pedido que te la mostrara.
–¿Quién te lo ha pedido?
–Lo sabrás a su tiempo, si es que llega ese tiempo –fue una vez más la enigmática respuesta, a la par que se ponía pesadamente en pie y tomando un paño limpio envolvía la gruesa esmeralda sin tocarla–. Ahora parte de tu espíritu ha quedado en la yaita –añadió–. Y quien haya aprendido a leer en ella sabrá más de ti que tú mismo.
–¡Bobadas!
Lo dijo convencido, pero el gomero, que pese a lo breve de su existencia había asistido ya a un buen número de inexplicables prodigios, no pudo por menos que sentirse en cierto modo impresionado, tanto por la indescriptible belleza de la piedra, como por el tono de misterio con que Mauá había sabido rodear cuanto se relacionaba con ella.
–¿Qué sabéis de las yaitas? –inquirió, por tanto, cuando tres de los jóvenes guerreros que a menudo acudían a escuchar sus relatos de mundos distantes tomaron asiento junto a su hamaca al día siguiente.
–Solo la mujer que haya tenido hijos varones, o el hombre que haya matado en noble lucha a un enemigo, puede tocarlas –replicó uno de ellos en voz muy baja–. Es lo primero que nos enseñan, y si encontramos alguna en las montañas tenemos la obligación de correr a avisar a quien esté autorizado a recogerla. De lo contrario nos volveríamos impotentes de por vida. Todos aquellos que se convierten en afeminados lo son porque no cumplieron la norma, y cuentan que muy lejos, a orillas del mar, existe toda una tribu, los itotos, que fueron condenados a vivir como mujeres por haber desobedecido la ley de Muzo.
–Tan solo existe una excepción a esa regla –puntualizó otro de los muchachos–: Quimari-Ayapel.
–No pronuncies su nombre –le reprendió el primero–. Aún no te está permitido.
–Pronto mataré a una sombra verde y podré hacerlo –replicó altivamente el otro–. Y también podré recoger las yaitas que me salgan al paso.
–No estamos en guerra con los chiriguanas, y si se te ocurre matar a uno te arrojarán al pozo de las víboras –fue la clara advertencia–. Si no aprendes a respetar las leyes, acabaremos siendo tan salvajes como ellos. Tan solo el pueblo que ama la paz es amado por los dioses.
–¿Quién es Quimari-Ayapel? –quiso saber más tarde Cienfuegos.
–Nosotros aún no lo sabemos –musitó apenas el tercero de los jóvenes guerreros–. Pero por lo que escuché una vez, tiene el poder de conseguir que una yaita se convierta de nuevo en la sangre de Muzo.
–¿Licuar una esmeralda? –se sorprendió el gomero–. A fe que no entiendo mucho de piedras preciosas, pero imagino que quien cometa tamaño desatino bien merece que le corten en rodajas. En la nave en que llegué a estas tierras casi se matan cuando se jugaron a los naipes un brillante del tamaño de una lenteja. No quiero ni imaginar lo que hubieran sido capaces de hacer por una joya del tamaño y la belleza de la que me mostró Mauá.
–¿Qué son naipes?
–Algo con lo que se juega y se hace trampas.
–¿Cómo se juega?
La compleja explicación vino seguida por una serie de dibujos, a estos sucedieron dos primeras muestras burdamente talladas en una débil corteza de árbol, y todo ello culminó en un bellísimo juego de baraja labrado en finas láminas de oro a manos de los más hábiles artesanos del poblado, ya que el oro parecía ser el único material, junto a la madera, la caña y el algodón, que aquellas buenas gentes habían aprendido a trabajar regularmente.
El resultado fue que al cabo de poco más de una semana la gran cabaña social que ocupaba un lugar de honor a la orilla del río se convertía, a partir de la caída de la tarde, en una especie de primitivo casino en el que alegres pacabueyes de ambos sexos disfrutaban de lo lindo dedicados con notorio entusiasmo a la divertida tarea de jugar a las cartas.
Debido a ello, la existencia de Cienfuegos entró a partir de aquel momento en uno de los períodos más lúdicos de que tuviera memoria, puesto que pasaba la mayor parte del día tumbado en una hamaca o dando tranquilos paseos por la orilla del río, y las noches jugando a los naipes, eternamente mimado por la solícita Mauá y teniendo a su entera disposición un ingente número de complacientes jovencitas dispuestas a compartir su lecho de buen grado.
También le satisfacían sobremanera las animadas tertulias que solían tener lugar en el porche de su cabaña, y cada día eran más y más los respetuosos muchachos que acudían a escucharle, ansiosos todos ellos por empaparse del