Montenegro. Alberto Vazquez-Figueroa

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Montenegro - Alberto Vazquez-Figueroa Cienfuegos

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conclusión de que ningún otro lugar más idóneo que el pacífico poblado de los pacabueyes encontraría para poner fin a su eterno peregrinaje sin destino, y le vino a la memoria la imagen del anciano de blanca barba y oscura túnica cuyo congelado cuerpo descubriera en el interior de una cueva en una altísima montaña.

      Probablemente, y tal como a él mismo le había ocurrido, aquel pudo ser un hombre originario de muy remotos lugares al que extraordinarios avatares de la vida arrojaron a un poblado semejante en el que decidiría quedarse para acabar convirtiéndose en una especie de guía y maestro cuyos restos se veneraban como si se tratara de un santón o un patriarca.

      «Debería hacer algo más por estas gentes que enviciarlos con los naipes o llenarles la cabeza de fantásticas historias –se dijo–. Debería enseñarles a leer y escribir, aunque poco claro tengo si recuerdo cómo se hace y de qué les serviría, ya que no conocen ni el papel, ni la tinta, ni, mucho menos, libro alguno…». Aquella continua duda entre si resultaba contraproducente o no para los indígenas tener conocimiento de usos y costumbres de cuya utilidad práctica no se sentía del todo convencido obsesionaba al gomero desde los lejanos días en que en compañía del viejo Virutas convirtiera a una primitivísima comunidad de mujeres caníbales en un enloquecido mercadillo de ansiosas consumistas, pero, por fortuna, Mauá no le concedió demasiado tiempo para reflexionar sobre el tema, ya que en el momento en que colocaba ante él una sabrosa pata de pécari asada a las finas hierbas, comentó seriamente:

      –Quimari-Ayapel ha interpretado lo que tus manos dejaron impreso en la yaita y quiere verte.

      –¿Quién es Quimari-Ayapel? –quiso saber el isleño–. ¿Y por qué tengo que ir a verle? Si quiere algo, que venga aquí.

      La gorda negó suavemente mientras tomaba asiento con la sudorosa espalda recostada en el muro de la cabaña, mirándole fijamente con sus diminutos ojillos siempre húmedos y brillantes.

      –Si Quimari-Ayapel dice que vayas, tienes que ir, o no podrás continuar viviendo entre los pacabueyes.

      –¿Por qué?

      –Su autoridad resulta indiscutible.

      El isleño reflexionó unos instantes y acabó por hacer un leve gesto de resignada aceptación:

      –A la fuerza ahorcan. Iré. Tal vez con suerte asista al prodigio de ver cómo licúa una esmeralda.

      –Quimari-Ayapel no necesita hacer prodigios.

      –¿De dónde nace entonces su poder?

      –De que se trata de un auténtico prodigio.

      Cienfuegos no pudo por menos que observarla con renovada curiosidad.

      –¿Qué clase de prodigio? –quiso saber.

      –El más grande que Muzo haya creado.

      –Eso no me aclara mucho.

      –No necesitas más. Lo verás por ti mismo.

      –¿Cuándo?

      –Mañana. Al amanecer nos pondremos en camino.

      Apenas despuntaba el alba cuando ya Mauá le precedía por un diminuto sendero que se perdía con frecuencia entre la espesura de la frondosa selva como si pretendiera disimular su existencia, y en media docena de ocasiones la gorda hizo un alto obligándole a dar un extraño rodeo tras indicarle que ante ellos se ocultaba una peligrosa trampa en la que hubiese caído para morir atravesado por afiladas estacas todo aquel que desconociese su existencia.

      Fue, no obstante, un tranquilo paseo que les llevó a poder almorzar a orillas de una amplia laguna, que más bien parecía un ensanchamiento del río que hubiese anegado el fértil valle dejando a la vista infinidad de pequeños islotes, la mayor parte de los cuales apenas alcanzaban tres palmos de altura.

      –Cuéntame algo más sobre Quimari-Ayapel –pidió el gomero, mientras con la uña se limpiaba los dientes entre los que se le habían introducido fibras de mango–. Quiero tener al menos una idea de con quién voy a encontrarme. ¿Se trata de una especie de brujo o curandero?

      –Lo averiguarás tú mismo –fue la machacona respuesta.

      –Te advierto que si esperas impresionarme vas de culo –señaló amoscado–. Ya he visto todo lo que se puede ver en este mundo, desde el almirante Colón a caníbales que se comían a mis amigos; un chorro de fuego que nacía del centro de la tierra, gente muerta que se conserva en hielo, una montaña que se convertía en fango, una vieja bruja que se alimentaba del aire… ¡Todo!

      –Todo, excepto a Quimari-Ayapel.

      –¡Pues como no tenga cuernos…!

      Poco después Mauá le pidió que apartara unas ramas, y lo que en principio parecía ser el simple tronco de un árbol se convirtió al momento en dos largas piraguas ensambladas de tal forma que resultaba casi imposible distinguir el punto en que se unían. Apenas necesitó esforzarse para desencajarlas del hueco en que habían sido clavadas, y le asombró que pesaran menos que un simple tronco de tres palmos de largo.

      –¿Qué es esto? –quiso saber–. Jamás imaginé que pudiera existir una madera tan liviana. ¿De dónde sale?

      –La traen de allá, del otro lado del río. Cuentan que cuando Muzo concluyó de crear los bosques lanzó un suspiro de satisfacción que se hundió en un hueco de la tierra y de ahí nació el árbol que no pesa. ¡Tíralo al agua! –ordenó por último.

      El isleño obedeció y se maravilló de nuevo ante la increíble flotabilidad de aquella embarcación de madera casi blanca, a la que la suave brisa amenazaba con arrastrar de inmediato aguas adentro.

      El canalete, sin embargo, era de oscura y fuerte chonta y, tras aventurarse poco más de una legua por entre el dédalo de islotes y copudos árboles que nacían del fondo mismo del lago, surgió ante ellos una hermosa isla, y tan cubierta de flores y palmeras, que semejaba un auténtico vergel en mitad de la selva.

      Al rodearla por indicación de Mauá, alcanzaron una playa de dorada arena desde la que una ancha pradera ascendía hacia una cabaña de amplios ventanales, y cuando Cienfuegos saltó a tierra extendiendo la mano con intención de ayudar a descender a la anciana, esta negó con un gesto al tiempo que tomaba el remo que el gomero acababa de dejar en el fondo de la embarcación.

      –Debes ir solo –dijo–. Yo regreso.

      Sin esperar respuesta, maniobró con una habilidad impropia de una mujer de su tamaño, y antes de que el cabrero pudiera tan siquiera reaccionar, se alejó por donde había venido, perdiéndose de vista tras los árboles.

      –Esto no me gusta –masculló al verla desaparecer–. No me gusta nada.

      Se volvió hacia la casa y de inmediato advirtió que alguien le observaba desde el ventanal, por lo que avanzó unos pasos y no tardó en llegar a la conclusión de que se trataba de una mujer relativamente joven, de mediana estatura, piel muy clara y rostro achatado en el que tan solo destacaban dos grandes ojos oscuros y expresivos.

      –¡Hola! –saludó, esforzándose por mostrarse natural, aunque en el fondo se sentía profundamente decepcionado, ya que en verdad

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