Montenegro. Alberto Vazquez-Figueroa
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–¿Hacia el Este? –se sorprendió don Bartolomé Colón, buen conocedor de las costas de la isla–. Me extraña. Si tienen que armar y aparejar una nave a la que falta casi todo, lo lógico sería hacerlo en una tranquila bahía del Oeste, hacia Punta Salinas o Barahona.
–¿Creéis que están tratando de confundirnos? –quiso saber el incrédulo alférez Pedraza.
–Apuesto a que se trata de una añagaza –insistió el adelantado–. Esa mujer es muy astuta, pero no va a salirse con la suya. –Le apuntó firmemente con el dedo–. Coged a vuestros mejores hombres, galopad hacia el Oeste y detenedla.
–Como Su Excelencia ordene…
El bigotudo militar dio media vuelta dispuesto a emprender una rápida carrera escaleras abajo, pero apenas había descendido media docena de peldaños cuando don Bartolomé lo detuvo con un gesto.
–¡Esperad…! Esperad un momento, por favor. Por si acaso, enviad algunos hombres hacia el Este, no vaya a resultar que doña Mariana sea más lista de lo que imagino.
Pero doña Mariana Montenegro era aún más lista de lo que imaginaba, o quizá lo conocía lo suficiente como para comprender que si bien por una vez cabía sorprenderle llevándose el barco ante sus propias narices, bastante más difícil resultaría que le permitiera aparejarlo sin problemas.
–Al Norte –fue por tanto su orden cuando el capitán Salado quiso saber qué rumbo debería tomar si conseguía sacar la nave a mar abierto–. Atravesad el Canal de la Mona y esperadnos en la Bahía de Samaná.
–¡Bien!
–¿Podréis navegar con tan solo tres hombres y un barco casi desarbolado
–Se intentará.
–Recordad que si no llegáis a tiempo nos ahorcarán a todos.
–Recordad vos que si no llego es porque me habrán devorado los tiburones.
Con apenas dos foques y la mesana, viento de través y un perfecto conocimiento del mar y de su nave, el capitán Moisés Salado consiguió demostrar que «El Milagro» constituía en realidad un auténtico prodigio de ingeniería, ya que en menos de treinta y seis horas de navegación dejó caer las anclas en la límpida arena de una quieta ensenada de la inmensa Bahía de Samaná.
Mucho más problemático resultaba el viaje para el resto de la tripulación, abriéndose paso a machetazos a través de la densa maleza de la ancha península, aunque por suerte era aquella una región de escasos accidentes geográficos que los aborígenes habían abandonado buscando más seguro refugio en las escarpadas regiones montañosas o en las profundas selvas del Oeste de la isla, y los únicos enemigos a tener en cuenta eran el agobiante calor, arañas, serpientes y nubes de feroces mosquitos que se arrojaban sobre los expedicionarios como lobos hambrientos.
Curiosamente, el pequeño Haitiké era el único miembro del grupo que no parecía sufrir el asalto de las miríadas de alados enemigos que al atardecer ocultaban el sol en densas nubes, y cuando por la noche la mayoría de los miembros de la expedición se encontraban postrados sufriendo a causa de la hinchazón producida por el veneno, los atendía sin que en todo su cuerpo se advirtiese una sola señal de picadura.
La excitación del muchacho al saber que iba a hacerse a la mar a bordo de una nave, que había visto construir tabla por tabla, le impedía conciliar el sueño, aunque a ello contribuyera el hecho de saber que estaba viviendo una peligrosa aventura de la que dependía no solo su propio destino, sino sobre todo el de su madre adoptiva y su aún desconocido padre.
Para Haitiké, la figura de Cienfuegos siempre había constituido una especie de insondable misterio, ya que todo cuanto sabía sobre él resultaba confuso, sin que nadie se sintiese capaz de aclararle si se trataba en realidad de un ser vivo que andaba vagabundeando por mundos desconocidos, o tan solo un recuerdo que el desmedido amor de doña Mariana había convertido en leyenda.
La relación del chiquillo y la alemana continuaba siendo hasta cierto punto igualmente inconcreta, ya que si bien ella se esforzaba por quererle como al hijo que hubiese deseado tener con su joven amante, los rasgos del mestizo, y sobre todo su retraído carácter, le recordaban de continuo que pertenecía a otra raza y que una semisalvaje había sido su madre. Su máximo interés seguía centrándose en hacer de él un joven educado según las costumbres de la nobleza europea de su tiempo, con vistas a lo cual le había proporcionado el mejor preceptor de la isla, pero en el fondo de su alma se veía obligada a admitir que se enfrentaba a una criatura muy especial, y existían demasiados detalles en la personalidad de Haitiké que nada tenían que ver ni con el carácter de los españoles, ni con el de los indígenas haitianos. De alguna forma Ingrid Grass presentía que estaba asistiendo al nacimiento de una nueva raza cuyas señas genéticas más acusadas aparecían claramente diferenciadas en aquel huidizo y reservado rapazuelo al que incluso los mosquitos evitaban, y a menudo se preguntaba cómo sería la convivencia en un mundo poblado mayoritariamente por individuos de semejantes características.
–El tiempo y las sucesivas mezclas de sangre suavizarán los contrastes –le hizo notar don Luis de Torres una noche en que surgió el tema de lo difícil que le resultaba entender al muchacho–. El transcurso de las generaciones dará como fruto una nueva raza más equilibrada y quizá muy hermosa, pero no debéis olvidar que este ha sido el primer choque entre dos formas de vida contrapuestas y eso siempre acaba resultando traumático.
–¿Realmente creéis que nativos y europeos conseguirán entenderse? –quiso saber la alemana, a quien el tema preocupaba desde tiempo atrás–. Los noto tan distintos…
–Son distintos –puntualizó el converso–. Y a fuer de sincero, debo admitir que dudo que se entiendan mientras continúen siendo, como decís, nativos y europeos en su estado más puro. Tal vez las cosas cambien cuando se encuentren lo suficientemente amalgamados.
–¿Amalgamados? –se sorprendió ella por la precisión del término–. ¿Por qué amalgamados…?
–Porque temo que, pese a lo mucho que se mezclen, siempre resultará posible diferenciar qué parte de cada individuo proviene de uno u otro origen. Sus naturalezas son muy distintas; diría que más diferenciadas aún que la de un sueco y un negro.
–¡Curioso…!
–Pero no debéis preocuparos, ya que dudo que Haitiké llegue a crearos problemas. Los problemas los tendrá consigo mismo mucho más adelante. Ahora, lo único que en verdad importa es llegar a Samaná antes de que nos alcancen los soldados.
–¿Creéis que nos persiguen?
–Estoy seguro.
No se equivocaba en esta ocasión el converso, ya que tras efectuar una larga batida por el Este hasta San Pedro, y otra por el Oeste hasta Barahona, el alférez Pedraza se cuadró sudoroso ante don Bartolomé Colón para comunicarle que sus exploradores habían descubierto que las huellas de los carromatos de doña Mariana Montenegro se encaminaban decididamente al Norte, es decir, a los embarcaderos de la Bahía de Samaná.
–¿Podréis alcanzarlos?
–Con buenas monturas y hombres de refresco, desde luego, Excelencia –fue la segura respuesta–. Esos carros avanzan con mucha lentitud por la maleza.
El hermano del almirante ordenó, por tanto, al alcaide