Montenegro. Alberto Vazquez-Figueroa
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–Es una obra de arte –admitió la alemana.
–Es el fruto de vuestro entusiasmo, mi trabajo y la quisquillosidad del capitán Salado –replicó con humor el carpintero–. En verdad que con frecuencia lamento haberle recomendado, pero cierto es que sin sus ideas este «Milagro» no estaría aún a flote. ¿Cuándo pensáis partir?
–En cuanto el virrey me lo permita.
Pero una cosa parecía ser armar un buque, con todo lo que significaba de esfuerzo y dinero, y otra muy distinta conseguir que don Cristóbal Colón se dignase firmar un sencillo documento autorizando a doña Mariana Montenegro a recorrer las costas de Tierra Firme en busca de un supuesto superviviente de la masacre del Fuerte de la Natividad, dado que el almirante se negaba a aceptar que existiera tal Tierra Firme, y mucho menos tal superviviente. Aún continuaba cerrilmente aferrado a la idea de que se encontraba a las puertas de Catay y pronto encontraría un paso entre las islas que le permitiría fondear frente a los palacios de oro del Gran Kan, y no estaba dispuesto a permitir por tanto que una aventurera de dudoso pasado se le adelantase utilizando para ello la prodigiosa nave que se balanceaba mansamente a no más de media legua de la negra fortaleza que había mandado levantar a orillas del Ozama.
–¿Quién es en realidad esa Mariana Montenegro? –inquirió molesto–. ¿Y cómo es que ha conseguido atesorar tanta riqueza en tan escaso tiempo?
–Se le concedió un pequeño porcentaje de los beneficios por su mediación en el asunto de las minas –le recordó su hermano Bartolomé–. Y Miguel Díaz también le entrega una parte.
–Y por lo visto utiliza nuestro oro en tratar de arrebatarme la gloria de llegar a Catay… –se indignó el virrey–. Deberíamos ahorcarla.
–Tan solo busca a un hombre.
–¡Ridículo! –sentenció el almirante–. Ninguna mujer gastaría su tiempo y su dinero en buscar a un hombre teniendo tantos cerca.
–Ella es especial.
Mala recomendación era aquella para quien se consideraba la única persona especial sobre el planeta, y pese a que desechara la idea de tomar represalias contra sus supuestas felonías, lo cierto es que don Cristóbal Colón, Virrey de las Indias, se limitó a dar la callada por respuesta a cuantas solicitudes se le hicieron, dejando que el hermoso navío permaneciera fondeado frente al astillero, ante la desesperada impotencia de su dueña.
–La única salida que os queda es ir a pedir personalmente permiso a la reina –señaló don Luis de Torres–. Ella, como mujer, tal vez entienda vuestras razones.
–¿En verdad imagináis que la reina más católica del orbe entendería a una mujer que persigue a su joven amante tras haber abandonado a su esposo, que para mayor abundamiento es primo lejano del rey Fernando? –Se asombró–. ¡A buen seguro deliráis!
–A buen seguro… –admitió el converso, levemente amoscado–. Pero a mi modo de ver no existe otra salida.
–Existe –sentenció el capitán Moisés Salado, con su proverbial laconismo.
–¿Y es?
–Zarpar.
–¿Zarpar?
–Zarpar.
–¿Y eso qué diantres significa, si es que puede saberse?
–Levar anclas.
–¡Ya sé que zarpar significa levar anclas y hacerse a la mar…! –se impacientó el De Torres–. Lo que quiero saber es si estáis proponiendo, simple y llanamente, abandonar el puerto sin el permiso del virrey.
–Exacto.
–Eso nos acarrearía la horca.
–Si nos cogen.
–¿Os habéis vuelto loco?
–Tal vez.
–Doña Mariana… –sentenció el ex intérprete real, señalando acusadoramente al impasible marino–. Considero una temeridad poneros en manos de semejante irresponsable, aun en el improbable caso de que consiguierais ese maldito permiso. Empiezo a dudar de que ese dichoso barco soporte tan siquiera el embate de una ola en mar abierto.
–«El Milagro» es tres veces más rápido que cualquier navío del almirante –replicó el Deslenguado, empleando en la larga frase todo su aliento–. Y más seguro.
–¡Palabras!
–Si las emplea debe ser porque cree en ellas –ironizó la alemana–. Nunca le gustaron.
–Hacéis mal en tomaros a broma cuanto se refiera al almirante –le hizo notar el converso–. Tiene ya tantos muertos en su haber que, si se cogieran de las manos, a buen seguro que conformarían una cadena que uniría ambas orillas del océano. –Luego añadió con voz grave–: Le acompañé en su primer viaje, le conozco bien, y me consta que ni siquiera pestañearía a la hora de ordenar que os colgaran de una verga del «Milagro».
–¿Y qué pretendéis que haga? ¿Sentarme a contemplar cómo las gaviotas se cagan en cubierta?
–Esperar.
–¿Esperar, qué, don Luis? ¿A que cualquier día mi marido decida regresar para cortarme el cuello? Aquí mi vida no está segura y lo sabéis. ¿Qué más da la horca que el cuchillo? Empezaba a desesperar y estaba decidida a regresar a mi país, pero ver cómo ese barco se alzaba desde su quilla me otorgó nuevos bríos. Si ahora se queda ahí quien se hunde soy yo.
–¡Pero el virrey…!
–¡Al diablo el virrey..,! –estalló la alemana fuera de sí–. Él es quien debería colgar de una verga. –Se volvió a Moisés Salado–: Capitán… ¡Zarpamos!
La noche del quinto día, y aprovechando uno de aquellos largos períodos de tiempo en que ningún navío frecuentaba el puerto, «El Milagro» rompió amarras por alguna desconocida razón, permitió que la corriente del Ozama le arrastrara mar adentro, y desapareció de la vista de los esbirros del virrey, que, con la primera claridad del alba, se negaban a aceptar la evidencia de tan manifiesto desacato a la suprema autoridad establecida.
–¡Haced venir a doña Mariana! –rugió fuera de sí el adelantado don Bartolomé Colón.
–Se fue –replicó secamente el alcaide Miguel Díaz, que continuaba siendo buen amigo y protector de la mujer que le había conseguido el perdón real–. Pero no puede estar a bordo, puesto que había dado estrictas órdenes de que únicamente el capitán Salado y tres de sus hombres pudieran subir a la nave.
–Y así ha sido, Excelencia –replicó el alférez Pedraza, un oficial de inmensos mostachos que tenía fama de severo y eficaz–. Nadie más se ha aproximado al «Milagro», pero lo cierto es que en su casa tan solo quedan los criados.
–Buscad entonces a don Luis de Torres.
–Ya