Promesa de sangre (versión española). Brian McClellan
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Dejó atrás el cadáver. Levantó el bastón y lo giró, desenvainó algunos centímetros de acero y se acercó a una puerta alta flanqueada por dos esculturas encapuchadas que blandían cetros. Hizo una pausa entre las antiguas estatuas y respiró hondo; sus ojos se posaron sobre una escritura arcana garabateada sobre el portal. Entró.
El Salón de las Respuestas hacía que la Sala de Diamantes pareciera pequeña. Había dos escaleras, una a cada lado. Cada una de ellas tenía el ancho de tres carruajes y daba a una galería alta que se extendía todo a lo largo de la estancia. Excepto por el rey y su camarilla de hechiceros Privilegiados, eran pocos los que entraban en ese lugar.
En el centro había una única silla, colocada sobre un estrado elevado unos centímetros, frente a una colección de cojines que estaban en el suelo, donde la camarilla, de rodillas, rendía pleitesía a su líder. Había buena iluminación, aunque no se podía distinguir de dónde provenía la luz.
A la derecha de Adamat, había un hombre sentado en la escalera. Era un poco mayor que él, apenas pasados los sesenta años, con cabello plateado y un bigote pulcramente recortado que aún dejaba entrever un rastro de negro. Tenía la mandíbula fuerte pero no de tamaño excesivo, y los pómulos bien definidos. Lucía una piel bronceada por el sol, y tenía unas arrugas profundas en la comisura de los labios y en el rabillo de los ojos. Llevaba el uniforme azul oscuro de los soldados, con un prendedor plateado con forma de barril de pólvora abrochado sobre el corazón, y nueve tiras de oro cosidas a la derecha del pecho, una por cada cinco años de servicio en el ejército adrano. Al uniforme le faltaban las hombreras de oficial, pero la experiencia agobiante que dejaban entrever los ojos marrones del hombre dejaba claro que había liderado ejércitos en el campo de batalla. A su lado, sobre la escalera, había una pistola amartillada, lista para disparar. Él estaba reclinado sobre una espada corta envainada, y observaba un hilo de sangre que iba cayendo lentamente escalón por escalón, una línea oscura sobre el mármol amarillo y blanco.
—Mariscal de campo Tamas —dijo Adamat. Envainó la espada en el bastón y la giró. La espada chasqueó al cerrarse.
El otro levantó la mirada.
—Creo que no nos conocemos.
—Sí nos conocemos —dijo Adamat—. Fue hace catorce años. Un baile de caridad organizado por lord Aumen.
—Tengo una memoria terrible para los rostros —dijo el mariscal—. Os pido disculpas.
Adamat no podía despegar la mirada del pequeño río de sangre.
—Señor, me han mandado llamar. No se me ha informado quién ni por qué motivo.
—Sí —dijo Tamas—. He sido yo. Por recomendación de uno de mis Marcados. Cenka. Me ha dicho que ambos trabajasteis juntos en el cuerpo de policía del distrito doce.
Adamat visualizó a Cenka en su mente. Era un hombre bajo, con una barba rebelde y una predilección por los vinos y la buena comida. Lo había visto por última vez hacía siete años.
—No sabía que Cenka era un mago de la pólvora.
—Tratamos de encontrar a todo el que muestre tener afinidad lo antes posible —dijo Tamas—, pero él tardó en desarrollarla. En todo caso —hizo un gesto con la mano—, nos hemos topado con un problema.
Adamat se lo quedó mirando, perplejo.
—Vos… ¿queréis mi ayuda?
El mariscal de campo levantó una ceja.
—¿Es una petición tan inusual? Fuisteis un investigador policial competente, un buen servidor de Adro y, según Cenka, gozáis de una memoria perfecta.
—Aun así, señor.
—¿Qué?
—Yo solo soy un investigador. No estoy en la policía, señor, aunque sí sigo aceptando trabajos.
—Excelente. Entonces no es tan extraño que yo quiera contratar vuestros servicios, ¿verdad?
—Bueno, no —dijo Adamat—, pero señor, este es el Palacio del Horizonte. Hay un Hielman muerto en la Sala de Diamantes y… —Señaló la sangre que caía por las escaleras—. ¿Dónde está el rey?
Tamas inclinó la cabeza hacia un lado.
—Se ha encerrado en la capilla.
—Habéis dado un golpe de estado —dijo Adamat.
Con el rabillo del ojo detectó algo de movimiento, y vio aparecer a un soldado en lo alto de la escalera. Se trataba de un deliví, un hombre de piel oscura proveniente del norte. Llevaba el mismo uniforme que Tamas, con ocho tiras doradas a la derecha del pecho. A la izquierda llevaba un barril de pólvora de plata, el símbolo de los Marcados. Otro mago de la pólvora.
—Hay muchos cadáveres que retirar —dijo el deliví.
Tamas miró de soslayo a su subordinado.
—Ya lo sé, Sabon.
—¿Quién es este? —preguntó Sabon.
—El inspector que ha solicitado Cenka.
—No me gusta que esté aquí —dijo Sabon—. Podría ser un peligro.
—Cenka confiaba en él.
—Habéis dado un golpe de estado —repitió Adamat con certeza.
—Ayudaré con los cadáveres dentro de un momento —dijo Tamas—. Estoy viejo, necesito descansar de vez en cuando.
El deliví asintió con la cabeza y desapareció.
—¡Señor! —dijo Adamat—. ¿Qué habéis hecho? —Aferró con más fuerza la espada del bastón.
Tamas apretó los labios.
—Algunos dicen que la camarilla real adrana tenía los Privilegiados más poderosos de los Nueve Reinos, superados solo por los de Kez —dijo en voz baja—. Y aun así, acabo de masacrarlos a todos. ¿Creéis que me darían problemas un viejo inspector y la espada de su bastón-estoque?
Adamat aflojó la mano. Empezó a sentirse mal.
—Supongo que no.
—Cenka me ha dado a entender que sois un hombre pragmático. Si eso es correcto, quisiera contratar vuestros servicios. Si no lo sois, os mataré ahora mismo y buscaré la solución en otro lado.
—Habéis dado un golpe de estado —volvió a decir Adamat.
Tamas suspiró.
—¿Debemos volver a eso? ¿Tan sorprendente es? Decid, si nos pusiéramos a contar las facciones de Adro que tienen razones para destronar al rey, ¿os parece que terminaríamos antes de llegar a la docena?
—No creía que ninguna de ellas tuviera la capacidad necesaria —dijo Adamat—. Ni el valor—. Sus ojos volvieron a posarse en la sangre de las escaleras, y su mente lo llevó hasta su esposa y sus hijos, que aún estaban durmiendo en sus camas. Miró al mariscal