Promesa de sangre (versión española). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión española) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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hemos asesinado mientras dormían —dijo Tamas sin preámbulos—. No hay una forma sencilla de matar a un Privilegiado, pero esa es la mejor. Alguien cometió un error y de pronto nos encontramos en medio de una batalla. —Tamas pareció afligido por un momento, y Adamat sospechó que la lucha no había ido tan bien como a Tamas le habría gustado—. Hemos triunfado. Pero de los labios de los moribundos se oyó una frase.

      Adamat esperó.

      —“No se debe romper la Promesa de Kresimir” —dijo Tamas—. Eso es lo que me dijeron los hechiceros antes de morir. ¿Significa algo para vos?

      Adamat se alisó la pechera de la chaqueta y trató de rememorar viejos recuerdos.

      —No. “La Promesa de Kresimir”… “Romper”… “Rota”… Un momento; “La Promesa Rota de Kresimir”. —Levantó la mirada—. Era el nombre de una banda callejera. Hace veinte… veintidós años. ¿Cenka no los recordaba?

      —A Cenka le pareció que le sonaba familiar. Estaba seguro de que vos lo recordaríais.

      —Yo no me olvido de nada —replicó Adamat—. La Promesa Rota de Kresimir era una banda callejera que contaba con cuarenta y tres miembros. Eran todos jóvenes, algunos tan solo niños, el más viejo no llegaba a los veinte. Nosotros estábamos intentando capturar a algunos de los líderes para poner fin a una serie de robos. Eran un grupo extraño; se metían en las iglesias y robaban a los sacerdotes.

      —¿Qué les sucedió?

      Adamat no pudo evitar mirar la sangre de la escalera.

      —Un día desaparecieron, todos y cada uno de ellos, incluidos nuestros informantes. Los encontramos a todos juntos unos días después, cuarenta y tres cadáveres metidos en una alcantarilla como si fueran patas de cerdo en escabeche. Los habían masacrado con potentes hechizos, con una brutalidad excesiva. La marca de la camarilla real de Manhouch. La investigación terminó allí.

      Adamat reprimió un escalofrío. Nunca había visto algo así, ni antes ni después. Había sido testigo de ejecuciones, disturbios y escenas de asesinato que le habían parecido menos espantosos.

      El soldado deliví volvió a aparecer en lo alto de la escalera.

      —Te necesitamos —le dijo a Tamas.

      —Averiguad por qué estos magos usaron su último aliento para decir esas palabras —dijo Tamas—. Quizás ello guarde relación con esa banda callejera. Quizá no. De cualquier manera, encontrad una respuesta. No me gustan los acertijos de los muertos. —Se puso de pie deprisa, moviéndose como un hombre veinte años más joven, y subió trotando las escaleras para ir con el deliví. Las botas le chapotearon en la sangre y dejaron huellas rojas detrás de él—. Otra cosa —dijo por encima del hombro—, no digáis nada sobre lo que habéis visto aquí hasta después de la ejecución. Comenzará al mediodía.

      —Pero… —dijo Adamat—. ¿Por dónde comienzo? ¿Puedo hablar con Cenka?

      Tamas se detuvo cerca de lo alto de la escalera y se volvió.

      —Si podéis hablar con los muertos, no hay ningún problema.

      Adamat apretó los dientes.

      —¿Cómo dijeron esas palabras? —preguntó—. ¿Fue a modo de orden, de declaración, o…?

      Tamas frunció el ceño.

      —Una súplica. Como si la sangre que estaban perdiendo no fuera su preocupación principal. Debo irme.

      —Una cosa más —dijo Adamat.

      Tamas parecía estar llegando al límite de su paciencia.

      —Si he de ayudaros, decidme el porqué de todo esto —dijo señalando la sangre de la escalera.

      —Hay cosas que requieren mi atención —advirtió Tamas.

      Adamat sintió que se le tensaba la mandíbula.

      —¿Habéis hecho esto por poder?

      —Lo he hecho por mí —dijo Tamas—. Y por Adro. Para evitar que Manhouch firmara los Acuerdos y nos convirtiera a todos en esclavos de Kez. Lo he hecho porque, para esos estudiantes de filosofía que se quejan en la universidad, la rebelión es solo un juego. La era de los reyes ha muerto, Adamat, y la he matado yo.

      Adamat observó el rostro de Tamas. Los Acuerdos eran un tratado que iba a firmarse con el rey keseño; condonaría toda deuda adrana, pero impondría a Adro impuestos severos y regulación, lo que convertiría a Adro en poco más que un estado vasallo de Kez. El mariscal de campo había hablado abiertamente contra los Acuerdos. Pero, claro, era lo esperado. Los keseños habían ejecutado a la esposa de Tamas.

      —Así es —dijo Adamat.

      —Pues entonces conseguidme algunas condenadas respuestas.

      El mariscal de campo se volvió y desapareció por el pasillo superior.

      Adamat recordaba los cadáveres de esa banda al ser retirados del agua y del lodo de las alcantarillas, recordaba el horror grabado en aquellos rostros muertos. “Las respuestas quizá nos terminen condenando a todos”.

      —Lajos está muriendo —dijo Sabon.

      Tamas entró en los apartamentos del Privilegiado que había sido Zakary el sacristán. Atravesó el salón y entró en el dormitorio, un lugar más grande que la casa de la mayoría de los comerciantes. Las paredes eran de un color índigo y estaban cubiertas de coloridos cuadros que mostraban a varios de los sacristanes que habían pertenecido a la camarilla real de Adro. Había puertas que daban a estancias auxiliares, como el baño o la cocina. La puerta del burdel privado del sacristán había sido destrozada, la habitación estaba repleta de astillas; las más grandes no llegaban al tamaño de un pulgar.

      Habían quitado las sábanas de la cama y habían arrojado el cuerpo del sacristán a un lado para hacer sitio a un mago de la pólvora herido.

      —¿Cómo te sientes? —preguntó Tamas.

      Lajos apenas pudo toser un poco. Los Marcados eran más resistentes que la mayoría de las personas; con la pólvora que Lajos había ingerido, y que ahora le corría por las venas, casi no sentiría dolor. No fue un gran consuelo para Tamas cuando miró a su amigo. Lajos había perdido medio brazo (a lo largo) y en el abdomen tenía un agujero del tamaño de un melón. Era un milagro que hubiera vivido tanto tiempo. Le habían dado medio cuerno de pólvora. Solo eso debería haberlo matado.

      —He estado mejor —dijo Lajos. Volvió a toser y le salió sangre de la comisura de la boca.

      Tamas extrajo su pañuelo y le limpió la sangre.

      —Ya no tardará mucho —dijo.

      —Lo sé —respondió Lajos.

      Tamas apretó la mano de su amigo.

      Lajos formó la palabra “gracias” con los labios.

      Tamas respiró hondo. De pronto le costó ver. Parpadeó para

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