Promesa de sangre (versión española). Brian McClellan
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Tamas cerró los ojos de su amigo con las yemas de los dedos y se volvió hacia Sabon. El deliví estaba en el otro lado del dormitorio, examinando lo que quedaba de la puerta que daba al harén, que todavía colgaba de una de las bisagras. Tamas se le acercó y miró hacia dentro. Los soldados habían juntado a las mujeres hacía una hora y se las habían llevado a alguna otra parte del palacio con el resto de las putas de los Privilegiados.
—La furia de una mujer —murmuró Sabon.
—En efecto —dijo Tamas.
—No había forma de que estuviéramos preparados para esto.
—Díselo a ellos —dijo Tamas. Hizo un gesto con la cabeza hacia los cuatro cuerpos que había en hilera en el suelo, y al quinto que pronto se les uniría. Cinco magos de la pólvora. Cinco amigos. Todo por una Privilegiada con la que nadie había contado. Tamas acababa de meter una bala en la cabeza del sacristán, un hombre a quien le había estrechado la mano y con quien había hablado regularmente. Los Marcados de Tamas lo rodeaban, listos por si al viejo le quedaba algo de pelea. No estaban listos para la otra Privilegiada, la que se ocultaba en el burdel. Había partido la puerta como una guillotina que hiende un melón, con los guantes de los Privilegiados puestos y los dedos danzando mientras su hechicería despedazaba a los magos de la pólvora de Tamas.
Un mago de la pólvora era capaz de mantener una bala suspendida en el aire durante casi dos kilómetros y dar siempre en el blanco. Podía hacer que una bala doblara una esquina con el poder de la mente, e ingerir pólvora negra para hacerse más fuerte y rápido que otros hombres. Pero había poco que podía hacer contra la hechicería de un Privilegiado a corta distancia.
Tamas, Sabon y Lajos habían sido los únicos que tuvieron tiempo para reaccionar, y apenas la rechazaron. Ella huyó, seguida por los ecos de la destrucción causada por su hechicería a medida que avanzaba por el palacio; probablemente nada más que una farsa para evitar que la siguieran.
Su hechizo de despedida fue la herida mortal de Lajos, pero había sido lanzado al azar. Tranquilamente podría haber sido Sabon, o el mismo Tamas, quien hubiera muerto en la cama hacía un momento. Pensar en eso le heló la sangre.
Tamas desvió la mirada de la puerta.
—Tendremos que seguirla. Encontrarla y matarla. Es peligroso que ande suelta.
—¿Un trabajo para el quiebramagos? —dijo Sabon—. Ya me preguntaba por qué lo conservabas.
—Es una herramienta que no quería usar —dijo Tamas—. Ojalá tuviera un mago que enviar con él.
—Su compañera es una Privilegiada —dijo Sabon—. Un quiebramagos y una Privilegiada deberían ser más que suficientes contra una única Privilegiada de la camarilla. —Hizo un gesto señalando la puerta destrozada.
—No me gusta pelear limpio cuando se trata de la camarilla real —dijo Tamas—. Y recuerda: hay diferencia entre un miembro de la camarilla real y un matón contratado.
—¿Quién era ella? —preguntó Sabon. Había un tono en su voz, quizá de reproche.
—No tengo idea —replicó Tamas—. Yo conocía a cada uno de los magos del rey. Hasta cené con ellos. Ella era una desconocida.
Sabon toleró la irritación de Tamas sin hacer comentarios.
—¿Una espía de otra camarilla?
—Es poco probable. Se registra a todas las chicas del burdel. Ella no parecía una puta. Era fuerte, y estaba curtida. La amante del sacristán, quizá. Nunca la había visto.
—¿Puede ser que el sacristán haya estado entrenando a alguien en secreto?
—Los aprendices nunca son secretos —dijo Tamas—. Los Privilegiados son demasiado desconfiados para permitirlo.
—Su desconfianza suele estar bien fundamentada —dijo Sabon—. Tiene que haber un motivo para que esa joven estuviera aquí.
—Ya lo sé. Nos encargaremos de ella cuando corresponda.
—Si los demás hubieran estado aquí… —dijo Sabon.
—Tendríamos más muertos —dijo Tamas. Volvió a contar los cadáveres, como si ahora pudiera haber menos. Cinco. De sus diecisiete magos—. Nos dividimos en dos grupos justamente por este motivo. —Dio la espalda a los cadáveres—. ¿Hay noticias de Taniel?
—Está en la ciudad —dijo Sabon.
—Perfecto. Lo enviaré a él con el quiebramagos.
—¿Estás seguro? —preguntó Sabon—. Acaba de regresar de Fatrasta. Necesita tiempo para descansar, para ver a su prometida…
—¿Vlora está con él? —Sabon se encogió de hombros—. Esperemos que ella llegue pronto. Nuestro trabajo no está terminado. —Levantó una mano para evitar cualquier protesta—. Y Taniel podrá descansar cuando hayamos completado el golpe de estado.
—Se hará lo que deba hacerse—dijo Sabon en voz baja.
Ambos se quedaron en silencio, observando a sus camaradas caídos. Pasaron unos momentos, y Tamas vio una sonrisa ensancharse en el rostro oscuro y arrugado de Sabon. El deliví estaba exhausto y demacrado, pero con un dejo de alegría contenida.
—Lo hemos logrado.
Tamas volvió a mirar los cuerpos de sus amigos, sus soldados.
—Sí —dijo—. Así es. —Se obligó a apartar la mirada.
En el rincón había una pintura, una monstruosidad de marco dorado y colocada sobre un trípode de plata digno de un heraldo de la camarilla real. Tamas la estudió brevemente. Mostraba a un Zakary en su plenitud, un joven de hombros anchos y expresión severa. Muy diferente del cuerpo viejo y retorcido que yacía en el rincón. La bala le había entrado en el cerebro y lo había matado instantáneamente, y aun así su garganta sin vida había carraspeado las mismas palabras que los demás: “No se debe romper la Promesa de Kresimir”.
Cenka se puso blanco como el rostro de un mimo cuando el primero de los Privilegiados lanzó su grito póstumo. Le exigió a Tamas que ordenara llamar a Adamat hasta el corazón mismo del crimen que estaban cometiendo. Tamas tenía la esperanza de que Cenka estuviera equivocado, de que el investigador no encontrara nada.
Tamas dejó el ala del palacio perteneciente a la camarilla, Sabon lo seguía de cerca.
—Necesitaré un nuevo guardaespaldas —dijo Tamas mientras caminaban. Le dolía tener que hablar de eso con el cuerpo de Lajos todavía enfriándose.
—¿Un Marcado? —preguntó Sabon.
—No puedo prescindir de ninguno. Ahora, no.
—Le he estado echando el ojo a un Dotado —dijo Sabon—. Un hombre llamado Olem.
—¿Es un soldado? —preguntó Tamas. El nombre le resultaba familiar. Sostuvo la mano por debajo de sus ojos—. ¿De esta altura? ¿Rubio?
—Sí.