Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

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Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan Los magos de la pólvora

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—Apoyó la mano sobre el mango de su espada.

      El eunuco habló en voz alta:

      —Si no hay dinero en el tesoro del rey, ¿qué es lo que ha estado gastando Manhouch?

      —El dinero de la Iglesia —gruñó el archidiocel.

      —En parte —lo corrigió Ondraus—. Pidió créditos descomunales a un gran número de bancos esparcidos por los Nueve. La corona le debe al gobierno keseño casi cien millones de kranas.

      Ricard lanzó un silbido por lo bajo.

      Tamas se volvió hacia el tesorero.

      —La corona está a punto de caer dentro de una cesta. Una vez que hayas comenzado a liquidar los bienes de la nobleza, comienza a pagarles a los bancos locales. Si aparece algo de dinero, págales luego a nuestros aliados.

      —La mayor parte se le debe a Kez —dijo Ondraus encogiéndose de hombros.

      —Bien. Que se pudran.

      Se oyó una risa, y Tamas se volvió. El eunuco seguía junto a la ventana. Se había servido un poco de agua fría y ahora observaba el fondo del vaso.

      —Su venganza personal —dijo— nos pondrá a todos del lado equivocado del hacha de un verdugo.

      —No es personal —replicó Tamas. Pero sabía que no engañaba a nadie. Todos estaban al tanto de lo de su esposa. Todos en los Nueve lo sabían. Eso no evitó que lo negara—.Esa deuda explica por qué Manhouch estaba tan ansioso por entregar Adro a los keseños. —Hizo una pausa—. ¿Alguno de ustedes ha leído los Acuerdos?

      —Iban a restringir los sindicatos —dijo Ricard.

      —Y a proscribir a las Alas de Adom —añadió lady Winceslav.

      —¿Han leído las partes que no estaban directamente relacionadas con ustedes?

      El vicerrector, sentado hacia el fondo del salón, levantó la mano. Todos los demás esquivaron la mirada de Tamas.

      —Habrían destruido Adro tal y como lo conocemos —explicó el mariscal—. Nos habríamos convertido prácticamente en esclavos de Kez. El pueblo está muriéndose de hambre, la nación sufre bajo Manhouch y sufriría más bajo Kez. Por eso es que estamos mandando a Manhouch a la guillotina. —No porque los keseños le habían hecho lo mismo a su esposa y Manhouch había permitido que sucediera sin protestar.

      —¿Va a decir algo? —preguntó de pronto lady Winceslav.

      —¿A quién? —dijo Tamas.

      —A la multitud. Tiene que hablar con el pueblo. Su monarca está a punto de ser decapitado. Se quedarán sin un líder. Necesitan saber que tienen alguien que los dirija, alguien con quien puedan atravesar los tiempos que se avecinan.

      Con quien pudieran atravesar la casi inevitable guerra contra Kez, había querido decir.

      —No —dijo Tamas—. Hoy no diré nada. Además, no estoy reemplazando al rey. Ustedes seis harán eso. Yo estoy aquí para proteger al país y mantener la paz mientras ustedes forman un gobierno que tenga en mente los intereses del pueblo.

      —Sería sensato decir algo —dijo el vicerrector; su marca de nacimiento se movía cuando hablaba—. Para mantener la paz.

      Tamas los observó a todos.

      —La gente quiere sangre en este momento, no palabras. Llevan años queriendo sangre. Yo lo percibí. Ustedes también. Es por eso por lo que decidimos unirnos para derrocar a Manhouch. Yo les daré sangre. Mucha. Tanta que los enfermará, los ahogará. Después mis soldados los irán guiando hacia el Distrito Samalí, donde podrán saquear las casas de los nobles, violar a sus hijas y matar a sus hijos menores. Dejaré que se ahoguen en su locura. Dentro de dos días suprimiré los disturbios. Se harán proclamaciones. Mis soldados eliminarán con una mano a los que ocasionen disturbios, y con la otra darán comida y ropa a los pobres, y voy a restablecer el orden.

      Los seis miembros de su junta lo observaron en silencio. Lady Winceslav palideció, y Ricard se sumó al eunuco en un análisis del fondo de su vaso. Tamas les permitiría reflexionar sobre eso. Les permitiría considerar hasta dónde llegaría él con tal de proteger su país y ver que prevaleciera la justicia y se restableciera el orden.

      —Usted es un hombre peligroso —dijo el archidiocel.

      —Habla como si pudiera controlar a una turba —agregó el eunuco. Había desdén en su voz.

      —No se puede controlar a las turbas —dijo Tamas—. Pero se las puede soltar. Estoy dispuesto a aceptar las consecuencias. Si deben objetar, háganlo ahora. Pero les digo: este pueblo necesita sangre. —Los demás permanecieron en silencio. Luego de unos momentos, continuó—: Tenemos muchas otras cosas de que hablar.

      Tomó asiento en un rincón y observó más que lo que habló mientras su coconspiradores discutían los detalles de los meses venideros. Debían nombrar gobernadores, reescribir leyes, pagar a trabajadores. Tenían un camino largo y difícil por delante. Tamas llamó a los perros silbando por lo bajo, luego apoyó una mano en la cabeza de cada uno mientras escuchaba.

      De pronto, se abrió la puerta al balcón; Tamas levantó la cabeza y se dio cuenta de que había estado dormitando.

      —Señor —dijo Olem—. Ya es la hora.

      Tamas se puso de pie y se estiró para quitarse el sueño. Fue hasta la puerta y la sostuvo abierta para lady Winceslav.

      —Señora.

      El grupo salió al balcón. Tamas miró hacia el Jardín y lo que vio lo dejó sin aliento. No llegaba a verse ni un solo adoquín entre la muchedumbre de cuerpos que había allí abajo. La gente estaba de pie hombro con hombro; el murmullo de voces sonaba como olas rompiendo en una playa. La muchedumbre llenaba el Jardín del Rey en su totalidad e invadía las cinco calles que desembocaban en la plaza. Hasta donde se alcanzaba a ver, la multitud no tenía fin.

      —Señor —dijo Olem.

      Tamas se obligó a apartar la mirada de la gente. Se enorgullecía de ser un hombre que casi no sentía miedo, pero el tamaño de semejante muchedumbre hizo que se sintiera pequeño. Por un instante se preguntó si estaba loco. Nadie podía controlar esa masa retorcida. Los rostros de sus compañeros le aseguraron que ellos compartían su asombro; incluso el seco e irritable Ondraus se encontraba sin palabras.

      Tamas se acomodó el sombrero para bloquear el sol del mediodía y se pasó una mano por la mejilla. Se dio cuenta de que no se había afeitado en los últimos dos días; su barba incipiente ya estaba gruesa. No era algo adecuado para un mariscal de campo vestido con uniforme de gala.

      El ruido que provenía de la plaza se había convertido en un susurro casi inaudible. Se volvió y sintió que el corazón le daba un vuelco cuando vio que todos los rostros miraban en su dirección.

      —Nunca había visto tanta gente. Un público tan predispuesto —murmuró—. ¿Está todo listo, Olem?

      —Sí, señor.

      Tamas recorrió con la mirada los tejados de los

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